domingo, 30 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (12)

...quien no estaba a las labores de marinar nuestro galeón frente a aquel mar enfurecido, cargado con la fuerza de miles y miles de leguas de vientos que lo empujaban desde el confín terreno más lejano, quien no estaba a su faena, tan solo tenía ojos para ver a las dos pequeñas hijas de la escuadra y los brazos para abrazarse al lugar mas seguro que tuviera. La fragata, como pudo se aproximó a la galeota cuya imagen era la del cautivo, la del derrotado ante la poderosa naturaleza que nunca perdona, que nunca tiene piedad cuando el reto es desigual. Nuestra tripulación llevaba la derrota en sus corazones, la pobreza en sus ropas, toda la escuadra diezmada por la falta de materiales resistía como lo sabe hacer un sufrido castellano, eso era todo, la exigua alegría se esfumaba con un ligero soplo de brisa y un simple color gris en lontananza.

- ¡Dios mío, capitán! ¡A popa de la galeota, es imposible!
- ¡Todos a cubierto! ¡ cazar los juanetes y popa a la ola! ¡ Santa María nos guíe y nos salve!

El espanto se anunció con aquella orden. Blancos por el frío, la humedad, blancos por el espanto de que quizá no pasaríamos esta empopada. Doña Isabel, junto con las mujeres desde los sollados iba recitando nuestro Rosario redentor asintiendo ya aquella como única esperanza en la que uno deposita sus ansias por no poder soportarlas él mismo. Yo me aferré a la balaustrada que separaba el castillo de popa del combés, mirando fijamente a las pequeñas naves que recibirían el primer golpe de aquel monstruo inerte de vida y pasión, pero con el mismo ímpetu de un enemigo en plena carga mortal. Nuestro galeón escapaba arrastrado por las pequeñas velas altas a riesgo de partir los mástiles. Nos encontrábamos en la cresta de la última ola sobre la que volábamos cuando las dos naves caían sobre el valle que dejaba la ola que las había sobrepasado. La imagen, terrible, dura como el impacto un cañón me hizo llorar, mezclando mis lagrimas templadas con la frías gotas saladas que empapaban mi piel. Las dos naves en lo mas bajo de aquel valle de agua parecían pequeñas moscas en las fauces de una enorme boca oscura que, en un mordisco letal iban a ser devoradas por aquella gigante masa de agua con forma de ola de Dios. Muchos gritamos como una despedida instintiva al ver desparecer a nuestra familia, a nuestros compañeros para siempre. Don Pedro apartó su mirar a la amenaza que ya se cernía sobre nosotros poniendo a todo el mundo en atención.

- ¡Basta de contemplaciones!¡Arriad las velas! ¡ Rezad lo que sepáis!
Eso es lo que hicimos, nuestro galeón al destrincar las escotas de las velas de los juanetes perdido aquella fuerza quedando casi parado a merced de aquella tempestad. No hubo tiempo para más, la terrible ola nos devoró, no podía ver nada, solo agarrarme a la vida que me daba aquella balaustrada mientras quintales y quintales de agua caían sobre mi como queriendo arrastrarme a un infierno del que no debía haberme fugado allá en El Callao. No puedo decir el tiempo que tardó en atravesar ni lo que me mantuve en aquella postura encogido y llorando sin lágrimas ya. Solo sé que el brazo de Francisco Maseda fue el que me sacó de aquel letargo que creí muerte fatal. Don Pedro ya daba órdenes. ¡Habíamos pasado!

- ¡Don Martín, baje al sollado a ver las mujeres!¡Después ayude a los carpinteros y los demás en
las bombas de achique para sus relevos!
Todo el mundo, lento o deprisa acudieron a los puestos, la tempestad continuaba igual que antes, cazaron las escotas de los juanetes para mantener la navegación y nos pusimos manos a la obra. Así seguimos casi dos días mas en los que no se escuchaba palabra alguna, salvo las ordenes del piloto, del nostromo o del mismo Don Pedro. El carpintero reparó las averías mas graves con remedios de fortuna y la mañana de ese segundo día posterior al desastre pudimos para de trabajar en la bomba de achique y salir a respirar el aire en cubierta. Aquella mar furiosa fue menguando, lo que nos permitió asumir entre todos con una ceremonia la pérdida de nuestros compañeros de expedición. Estábamos mas que derrotados, en una semana avistamos una isla que nos dio refugió para curar nuestras heridas y reparar mejor nuestro solitario Galeón, la cristianamos con el nombre de San Bartolomé (Isla de Ponape). Recuerdo que leí en el diario de a bordo de nuestro Don Pedro como decía “...los marineros, por lo mucho que tenían a qué acudir, y por sus enfermedades, y por ver la falta de los remedios, iban ya tan aborridos, que no estimaban la vida en nada; y uno hubo que dijo al piloto mayor, que para qué se cansaba y los cansaba; que más valía morir una que muchas veces; que cerrasen todos los ojos, y dejasen la nao a fondo. No querían algunas veces laborar, diciendo que Dios ni el Rey obligaban a lo imposible; que ellos estaban sin fuerzas, y si se colgaban de los brazos, no se podían sustentar sin venir abajo; y si muriesen, ¿quién los habría de resucitar? Y al piloto mayor le dijo uno, que se echaría al mar, aunque le llevase el diablo cuerpo y alma; y otros muchos le decían, que pues los sabía mandar, que los diese de comer...”

Descansamos casi una semana hasta que todos nos recuperamos. Sin grandes celebraciones dimos la proa del galeón rumbo oeste hacia las Islas de las Velas, paso obligado para alcanzar la bahía de Manila. Las cenas que hacíamos en la cámara de la Almiranta con Don Pedro ya no eran mas que meros actos de sociabilidad humana en el que apenas surgían palabras. Así, día a día arribamos a nuestra puerto principal en la isla de las Velas, Agaña. A ya solo 1.500 millas al oeste nos esperaba Manila...

sábado, 29 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (11)

...atrás quedaba nuestro sueño; la avaricia y la sinrazón de la falta de escrúpulos fueron los verdugos de aquella decapitación. Volvimos a enfilar rumbo norte con la intención de aproximarnos al los cinco grados de latitud sur y enfilar así las corrientes y vientos que Don Pedro confiaba nos favorecieran la navegación al Virreinato del Perú. Navegábamos en “conserva” manteniendo nuestra pequeña flota los mas cercana entre si posible.

Doña Isabel y yo mantuvimos nuestro amor a escondidas, como le había ordenado nuestro Capellán. Ya se sabe que si en algo es experta Nuestra Santa Iglesia, Apostólica y Romana es en mantener la compostura y hacer de la hipocresía el fiel de la balanza social. Era después de las cenas en la cámara de la Almiranta, cuando Don Pedro se retiraba. Eran aquellos momentos largos o cortos con permiso de Poseidón, nuestro pequeño viaje a un cielo plagado sensaciones humanas, pasión por el otro, placer entre ambos, miedo al seguro final, cada noche que pasaba era una cielo mas a recordar. Estuve tantas veces como veladas disfrute de su amor de sincerarme al ciento con ella. No fui capaz, una sombra de terror me atenazaba los labios quedándome en un tenaz silencio absorto en mis propias ensoñaciones sobre su rechazo al conocerlo.

Había pasado ya una semana desde nuestra partida de Santa Cruz. Los vientos eran contrarios y la demora al oeste se hacía patente. La idea de navegar hacia el este se vio claramente imposible.
- Doña Isabel, ¿Da su permiso?
- Adelante, Don Pedro. ¿Qué se os ofrece?
Entró Don Pedro y yo detrás de él,
- Es algo muy sencillo, diría que evidente para los que estamos aquí. No somos capaces de avantear al este, mantenemos una lucha constante por ganar barlovento sin éxito, a esta marcha es probable que quedemos sin provisiónes antes de arribar a alguna de las islas perdidas en este inmenso océano. Lo he comentado con Don Martín y estamos de acuerdo en virar al oeste hacia las Filipinas. De esa manera aprovecharemos realmente la ruta marcada por nuestro insigne Urdaneta.

- ¿Y el tornaviaje? Mi marido, que en gloria esté, siguiendo tal derrota hubo de arribar a Nueva España y navegar hasta El Callao por la costa en su primer viaje.
- Es lo más sensato, Almiranta.
- Vos, Don Martín, ¿Estáis de acuerdo en lo que dice Don Pedro?

Asentí con serenidad, no había mucho que explicar. En palabra de mar y de sus misterios Don Pedro era nuestro mago, el sumo sacerdote donde su opinión era ley. No demoramos mas la reunión y salimos los tres a cubierta, donde la luz del sol vacilaba entre un montón de nubes cada vez de mayor espesor. Seguimos a Don Pedro hasta el castillo de popa.

- ¡Fernando, prepare todo para maniobrar! ¡Ponemos rumbo oeste! ¡Antes habrá que dar la señal a la “Santa Catalina” y el “San Fernando”! .
- ¿Ponemos rumbo a Manila, capitán?
- Si, Fernando. No avanzamos nada en esta dirección.

Un gesto de aprobación salió del rostro del piloto mientras comenzaba a dar las órdenes oportunas al nostromo. En menos de cinco minutos todo el mundo estaba preparado, sin esperar mas que a terminar las señales a las otras naves, nuestro Galeón comenzó a virar hasta ponerse de través al viento. La proa del “San Gerónimo” comenzó a hincarse sobre aquel tapiz revuelto y de un color grisáceo. Desde la popa algo levantada pude disfrutar al observar a la fragata maniobrar, era una pequeña visión de la resurrección ver el cambio de estado de sus velas, cómo de vulgares trapos flameando contra un viento ceñudo, fueron convirtiéndose en alas de gaviota arqueadas al máximo, intentando cortar nuestra estela al fin blanca. La nave ahora gemía desde sus escotas estiradas la máximo tirando de los mástiles que ya habían olvidado lo que era mantener el tipo frente al viento verdadero.

- Rumbo a las “Islas de las velas”[1]. Allí recalaremos antes de acometer nuestra etapa final a Manila. Creo que las cosas cambiarán a partir de ahora.
- No estoy tan seguro, Don Pedro. Las nubes parecen querer unirse a esta mar tendida que golpea sin cuartel. Al menos el viento de través nos hará volar hacia nuestro destino.
La situación de los elementos se tornó cada vez más violenta con olas que superaban los cincuenta codos ayudadas por un viento huracanado, todo aquello lo llevábamos con cristiana paciencia desde el galeón, pero cuando el temporal nos permitía mantener estable el largomira más de dos segundos apuntando a nuestras compañeras de infortunio, un nudo se formaba en mi garganta al ver como sus cubiertas no eran más que tapices de espuma desde los que nacían cimbreantes sus débiles mástiles. “¿Quién creería esto si lo contase?”, pensaba recordando las burlas que tantas veces hice a estas gentes a las que creí fantasiosos fanfarrones sin reparo frente a una vaso de aguardiente.

Atardecía, en aquellos momentos hubiéramos entregado nuestros brazos por que el temporal se hubiera mantenido en las cotas del mediodía. A esas horas de la tarde nadie pensaba en el hambre, ni en descansar, solo quedaba aferrarse a cualquier punto de confianza mientras observábamos a nuestro piloto rayando la extenuación, ayudado por Don Pedro, luchar por mantener un rumbo que no dañara en exceso al “San Gerónimo”. No exagero si digo que daríamos los 20 nudos de velocidad con solo las velas de los juanetes del trinquete y la mayor. La situación se mantuvo así toda la noche. El amanecer nos enseño a la Santa Catalina con una escora pronunciada de su costado de babor, supe después que su bomba de achique estaba averiada por la larga noche de bombeo sin cuartel y achicaban con lo que podían. Desde la cofa de la mesana un grito retumbó entre nuestros oídos baqueteados de truenos, olas y golpes crueles de mar enfurecida
- ¡Atención al castillo! ¡La mayor de la Santa Catalina ha caído!
Con aquel temporal no podíamos virar, miramos a popa esperando ver a la fragata dar alcance a la galeota, esperando…


[1] Actuales Islas Marianas

jueves, 27 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (10)

…- ¡Santiago y cierra, España! ¡Rendíos, maldito traidor!

Como si estuviera poseído por el mismo diablo eché abajo la débil puerta de un puntapié y me lancé sin esperar nada. Parece un plan absurdo, pero eso era lo que nunca esperaría Carreño. Vació la carga que aguardaba en sus dos pistolones de abordaje. Una bala se incrustó en la madera del techo encima de mi cabeza, la otra me arañó el hombro izquierda. Disparé a bocajarro mi pistolón pero la pólvora no quemó, la situación se había igualado para ambos. Pude ver a Doña Isabel maniatada en una silla a su derecha, mientras Don Pedro, inconsciente, estaba tirado como un trapo detrás de ella. Desenvainé mi espada justo en el instante en que aquel hombre se abalanzó como un loco sobre mí. Caímos al suelo, pero logré mantener a pulso el peso de su fuerza enrabietada por la frustración. Nariz con nariz sentí el filo de su espada sobre el mentón, fueron uno o dos segundos interminables hasta que note que aflojaba y con impulso y dolor del hombro herido lo volteé hacia la derecha.
- ¡Perro!¡Lucha ahora, pero reza también! ¡Aunque dudo que lo hagas al cielo sino a tu hermano Belcebú!

Comenzó así el choque de espadas alternando con las defensas como se pudo. Mientras, Maseda había entrado por la parte trasera liberando a Doña Isabel y a Don Pedro. Iban a reducir a Luís
Carreño, pero me negué al tiempo.
- ¡Es mío y le haré pagar su cobarde traición! ¡Apartaos!


Carreño realmente era un bravo, un buscavidas como lo era yo. La mínima diferencia que marcaba el abismo entre nos y él estribaba en la hipocresía que reina en nuestros corazones. Yo embarqué como caballero, él no. Me ofrecieron la oportunidad de ganarme el respeto y a él no se la dieron. Así pues, aquel combate lo era entre iguales, los dos lo sabíamos desde que cruzamos nuestras miradas en Cherrepe a bordo de la Santa Isabel; pero eso sólo lo sabíamos nosotros, para los demás era la lucha del bien, la del caballero, contra el mal, la del buscavidas.
El duelo, tras varias acometidas entre ambos, no cejaba, aunque el cansancio se apreciaba; mi brazo izquierdo se resentía del rasguño y eso me hacía débil en las acometidas de Carreño a la hora de la defensa, él moralmente no era ya nada y eso se notaba a cada estoque, estaba luchando por ganar tiempo, nada más, había perdido su batalla pero vendía dura la derrota. En un descuido de mi flanco izquierdo me travesó el brazo, ese fue su fin. Con el dolor prisionero entre los dientes que apretaba de furia, clavé la mía en su pecho atravesando todo lo que en medio encontré hasta ver el hierro de un rojo brillante brotar de su espalda. Carreño cayó de rodillas mantenido por mi brazo en la empuñadura. Fue sacar mi arma y caer como un saco vacío
sobre el suelo de tierra. Había acabado todo.
- Don Martín, ¿estáis bien? Dejadme ver esa herida. ¡Pronto, María traedme trapos y agua caliente! ¡vos, venga conmigo a la planta de arriba, ha de acostarse!.
- Gracias, mi señora… gracias
- Gracias a vos Don Martín por salvarnos a todos. Nunca podremos agradecer su gesto y valentía.
Desde este lugar perdido del Mar del Sur donde escribo este relato de mi vida no miento si digo que ese momento, en el que nuestras miradas se cruzaron, sentí que ella me amaba, no tenía el brazo herido, no me dolía nada, tan solo sentía la libertad que percibes al ver el mundo que se le abre a uno cuando logra su sueño más preciado. Durante una semana sus cuidados terminaron, pero yo ya no me fui de su casa. Nuestras pieles permanecían más tiempo unidas que luz tenía el día, las noches eran los magníficos sueños de Amadis, el de Gaula, aunque en nuestro propio vivir doy fe que eran reales. Muchas veces la pasión era casi una carrera por ser más ardiente el uno sobre el otro.

La realidad de nuestra situación volvió a llamar a la puerta reparada en forma del Capellán y de Don Pedro.
- Con permiso Doña Isabel y Don Martín, no quisiéramos molestar a vos en su restablecimiento, pero es importante que hablemos del futuro de la expedición.
- Hablad, Don Pedro. Creo que yo también he de deciros algo y de seguro que estaremos todos de acuerdo.
Hablamos de la necesidad de evacuar el asentamiento y volver al Perú para así preparar mejor cualquier expedición venidera. Todos estábamos de acuerdo en ello, pues así nos lo hizo prometer Don Álvaro, que en gloria esté. Convinimos en comenzar los preparativos para la partida, mientras Don Pedro y yo nos pusimos de forma directa a esos menesteres, nuestro capellán se fue con Doña Isabel y en privado le recriminó por los rumores que se barruntaban sobre su pecaminosa conducta, con Don Álvaro aún caliente y sin la bendición de La Iglesia.
El 18 de noviembre del año 1595 de nuestro señor zarpamos con rumbo al Perú aunque nada iba a ser como se había planeado…

miércoles, 26 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (9)

… Dos cosas se sucedieron de forma premonitoria, la muerte de Don Álvaro al día siguiente y las primeras luchas internas dentro de nuestro pequeño fortín varios días después. No teníamos con nuestros recursos en hombres la posibilidad de control de aquella isla si no existía la cohesión necesaria, por lo que nos limitábamos a hacer pequeñas batidas en las zonas mas cercanas a la villa. Desde los navíos conseguíamos pesca para comer con facilidad. Antes de la muerte de Don Álvaro ya habíamos circunnavegado los límites de la isla quedando convencidos de la bondad divina de la primera recalada. La situación empeoraba, los hombres acostumbrados a ser los dueños de la tierra no aceptaban permanecer allí encerrados. Gracias a los fieles marineros, que de eso si entendían, conseguimos mantenernos una semana más.


Fue la noche de difuntos, lo recuerdo como si la cubierta de madera que piso fuera la tierra húmeda de Santa Cruz, varios colonos nos tendieron una trampa en la que caímos como infantes.


Uno de ellos apareció frente a la puerta de la empalizada con la anochecida ya en ciernes pidiendo auxilio.
- ¡Ayuda! ¡Nos atacan los indios! ¡Ayuda!
- ¡Qué os ocurre, hablad!
- Don Martín, por su alma, los indios han capturado a dos colonos, a Juan Lastra y Manuel Pérez. Os suplico por los tres nos perdonéis, pero tuvimos un arrebato y salimos fuera de la villa. No pensábamos alejarnos mucho, ni que esas criaturas endemoniadas nos estuvieran esperando a traición.


- ¡Está bien, ya lo pagaréis! ¡Don Pedro, quédese aquí al cargo de los hombres! ¡Los de la guardia conmigo, las mechas prendidas, y balerío en condiciones!


Salimos decididos a salvarlos de lo que suponíamos una muerte segura. Al fin y al cabo ello sería la justa respuesta a nuestros modos para con ellos desde que el brillo iluso del oro enloqueciese a nuestros hombres. Fue al alejarnos unos doscientos pies cuando escuchamos dos tiros de pistola en el interior de la villa.


- ¡Alto! ¡Qué fue eso!

Quedamos expectantes, pendientes de algún ruido, explosión, algo clarificador que explicase las salvas tras la empalizada. No faltó mucho, dos salvas mas y el grito de auxilio de algunas mujeres respondió a nuestras demandas.


- ¡Doña Isabel! ¡Maldición, es una trampa!

Con agilidad hice señas a los diez hombres que conmigo venían, continuamos como si nada hubiéramos escuchado para no despertar sospechas. Nuestra situación en aquel momento era de inferioridad frente a lo que ignorábamos ocurría dentro. Lamenté no haber encerrado a Luis Carreño, tenía que haberme dado cuenta que su actitud encerraba la marca de un traidor. No disponía de pruebas, pero albergaba razones a quintales para creer en el liderazgo de aquella rebelión. Don Pedro era un buen marino, pero no estaba hecho para el combate pie a tierra.


Una vez ocultos en la selva y con la noche en plenitud ordené a Francisco Maseda junto con tres hombres alcanzar a nado la “Santa Catalina”, pues era la más próxima a la orilla. Mientras esto hacían, fuimos acercándonos desde la orilla norte hasta estar a “un asalto” de la empalizada en su parte más débil, metida ya en la mar. Esperábamos la señal convenida con ellos al subir a bordo de la fragata. Confiábamos en la marinería, en su fidelidad y en que no estaban al tanto de la rebelión. Mi padre muchas veces me había relatado las viejas historias de Don Rodrigo, el Cid, de cómo su valor y la confianza en los suyos le hizo grande; en aquel momento mi Padre y don Rodrigo Díaz eran los patrones a los que encomendaba aquella acción., valor y confianza.


Pasó casi una hora, o eso nos pareció a ras de la orilla. Desde dentro de la villa no se escuchaba ningún ruido. Seguramente todas las bocas de pedreros, bombardas y arcabuces apuntaban a la entrada para dejarnos “en el sitio” a la menor ocasión. Por fin la señal convenida, la fragata maniobró con las dos anclas de proa y popa para plantar su cara de estribor a la villa. Un fogonazo, seguido de la detonación sacó a toda la bahía de la tranquila anochecida de difuntos. Mi orden era la de disparar la primeras dos salvas sin bala mientras nosotros, en la confusión reinante nos hacíamos con los cabecillas. Si en media hora no había respuesta por nuestra parte, tenían orden de arrasar el poblado hasta su rendición completa.


- ¡Santiago y cierra, España!

Los siete nos desplegamos en una carga suicida con la ayuda del efecto sorpresa. Fue muy sencillo inutilizar a los que servían los cañones, devolviendo estos a sus verdaderos “dueños”. La villa quedó tomada sin heridos, salvo la casa donde residía Doña Isabel. En ella se hicieron fuertes cuatro colonos y Luis carreño con Doña Isabel y Don Pedro como rehenes. Dimos la señal convenida a las naves desde la que desembarcaron varios esquifes para ayudar en el control de la rebelión. Después de un manso tiroteo abatimos a dos colonos y el tercero se rindió. Ya solo quedaba Luis Carreño que se sabía hombre muerto si se rendía. No quedó mas remedio,


- Francisco, coge a un grupo y entra en la casa por detrás. ¡Cuídate de no prevenirlos con ningún ruido! Yo entraré por la puerta a muerte. La coraza detendrá lo que dispare y si no muere de mi pistola lo hará de mi hierro. No habrá rendición, mátalo si me mata.

- Como ordenéis. Os deseo toda la suerte, Capitán. Estaremos detrás para liberar a Don Pedro y a Doña Isabel.


La suerte estaba echada, si moría lo haría como Capitán, defendiendo la vida de Doña Isabel. Si no caía, nada quedaría ya entre Doña Isabel y mi corazón, salvo su deseo...



martes, 25 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (8)

…No fue complicado amedrentar a los perseguidores, que por muy furiosos que se abalanzaron, dos ruidosos disparos de arcabuz fueron suficientes para amedrentarlos, dándonos así tiempo para alcanzar sanos y salvos la empalizada. Puse a todo el mundo en guardia. Mientras esto hacía, los recién llegados arrojaron a aquel indio sobre el suelo a patadas y puntapies. No pude más y de un culatazo derribé a Luis Carreño, el cabecilla.

- ¡Vosotros! ¡Arriba con munición para los pedreros! Dejad a ese hombre. Cuando esto pase tendréis mucho que decir a nuestro almirante. ¡Vamos! ¡a mi orden!

Todo se redujo a un susto aunque a partir de aquel momento redoblamos las guardias, tanto en nuestra pequeña ciudadela como en las tres naves que nos observaban desde la bahía. Al atardecer la situación retornó por completo a la normalidad. Las mujeres limpiaron a aquel indígena herido con la protección de dos marineros de confianza a los que había dado orden de tal cosa. Cuando el hombre se repuso de sus heridas y magulladuras lo llevaron a la cabaña del Almirante, que era la que estaba más avanzada en su construcción y disponía de mas espacio para su custodia. Mientras, con las hombres designados en cada punto de la empalizada y las naves en orden me encaminé a ver a Don Álvaro y su esposa.
Hacía ya una semana que me había ganado de forma completa la confianza de nuestro Almirante y, salvo en los temas de la mar que los manejaba con maestría Don Pedro de Quirós, podríamos decir que era el lugarteniente de Don Álvaro. Como decía, me encamine a ver a Don Álvaro para informarle que nuestros temores se habían cumplido. No pude entrar, Doña Isabel me retuvo en la puerta, podía escuchar los quejidos desgarrados que brotaban de forma suave pero continua por las mil rendijas que dibujaban la pared de madera torpemente ensamblada, que separaba aquella sala de dolor de Doña Isabel y yo mismo.

- Don Martín, no entre aún. Mi marido se muere, esta confesando. En cuanto termine podrá hablar con él. Creo que desea decir sus últimas órdenes antes de encontrarse con la verdad eterna.
- Doña Isabel, no diga eso, se repondrá. Seguro que los indios conocen el mal y tienen el remedio. ¡Maldita sea! No puede perder ahora que el sueño está tan cerca.
- No se apure por él. Al menos descansará pronto. Por lo que veo la situación no es buena, necesitamos de su serenidad ante lo que se avecina. Creo que después de que hable con mi esposo tenemos una charla que mantener vos y yo. Mientras esto sucede iré a ver por mi misma la empalizada.

Me maravilló aún más cómo aquella dama de tez suave y porte señorial era capaz de hablarme con la serenidad de un soldado ante la pérdida de su general. Su belleza me tenía perdido cada vez que sentía sus paseos con Don Álvaro mientras este podía andar; pero ese día brillaba con luz propia, era como si la esposa hubiera dejado de serlo antes de la muerte de Don Álvaro, el brillo de sus ojos ya no vestían el dorado del oro, era el brillo de la ambición por la conquista el que engalanaba su mirar. Poco tiempo después el capellán salió de la estancia
- Don Martín, gracias a Dios que estáis aquí. No para de llamar por vos. No le queda mucho tiempo. Pasad, os lo ruego.

Me apresuré, un golpe de olor a enfermo y estancia cerrada me golpeó el rostro. Don Álvaro era una sombra del que conocí en Cherrepe. Me vio acercarme
- Don Martín. Alabado sea el señor. No tengo mucho tiempo, me muero. Escuchad lo que os diré pues no creo que pueda repetirlo.
Arrodillado ante el cabecero de su lecho intenté mantener firme el ánimo junto a él. Había matado a hombres sin piedad, en el fragor del duelo, de la lucha ciega, pero nunca estuve delante de la muerte que serena se lleva un alma sin una mano asesina que la empuje.
- Me muero, Don Martín, mi sueño queda aquí y yo con él. No debéis seguir mucho más tiempo en estas latitudes. Durante estos días antes de caer en este lecho he podido observar como todo se enrarece entre los hombres y la división por el maldito oro acabará con Villa Graciosa. En cuanto os sea posible abandonadla, retornad al Perú y preparad otra expedición en la que el oro no sea la vida. Doña Isabel será vuestra Almiranta y vos, junto con Don Pedro, sus capitanes.
- Pero, Almirante…
- No tengo tiempo, prometed que así cumpliréis por nuestro Rey y por Dios, nuestro Señor.
- Os lo prometo, Almirante.

Con un regusto de dolor por la separación, por la derrota presentida y por el retorno al Perú donde mi vida volvería a la realidad, salí a la pequeña plaza de armas de la ciudadela, la noche invadía todo mientras la luz huía por poniente…

domingo, 23 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (7)

…Llegamos a nuestro pequeño asentamiento ya de plena anochecida. Las hogueras que mantenían encendidas nos sirvieron como punto de referencia para enfilar la marcha de forma directa y sin excesivos rodeos. Doña Isabel nos esperaba con las demás mujeres, una cena sin vaivenes marinos nos recibió aquella noche de grandes expectativas. Don Álvaro ordenó, bajo pena de alta traición, no revelar nada de lo visto sobre el oro hasta la mañana siguiente. Entonces sería el mismo quien lo dijera a todo el grupo que allí estabamos. Fue una noche tranquila y, salvo las guardias establecidas para la seguridad del campamento, parecíamos más bien un grupo de pastores de la mesta camino a Burgos para vender la lana a Inglaterra que tantas veces vi y seguí en mi niñez. Descansamos, los que lo sabíamos ya, al fin con algo que llevar a nuestros famélicos sueños.
Por la mañana, Don Álvaro comunicó a todo el campamento el hallazgo,

- Como ya os contamos la noche de ayer. Dimos con una aldea de indígenas al otro lado de la montaña. Parecen pacíficos y colaboradores, pues aunque nuestro intérprete, Don Gaspar, no consiguió relacionar sus palabras con lengua alguna de tierra conocida pudimos comunicarnos de forma rudimentaria pero con éxito. Aun así, nos agasajaron como buenos anfitriones y nos les invitamos a visitar nuestro asentamiento. Sus armas no son de importancia frente a nuestros arcabuces, aunque se ven aguerridos y bravos al menos en la primera impresión. Por esto, Don Pedro, vos y sus hombres deberán bajar a tierra algunos pedreros de la galeota, las dos bombardas del galeón y otros dos cañones de “a 8” de la fragata. Pólvora y balerío en condiciones y quiero a los servidores de tal artillería que emplacen esta en los sitios mas adecuados, amén de estar listos para el combate si ello fuera menester, Dios Nuestro Señor, no lo quiera.
- Almirante, ¿y el oro?
- ¡Ah! El oro, lo había olvidado. En la choza del jefe de su tribu descubrimos un trono con sus brazos forrados en oro bellamente labrado. Esto puede ser una prueba de que al fin estamos frente a las minas que eclipsen a las del rey Salomón pe...

El estruendo fue unánime, los colonos, los soldados y los marineros se abrazaban como si ya no hubiera rey en la tierra que los pudiera comprar. Don Álvaro, furioso por la impotencia de que su poder tambien se hubiese eclipsado, apuntó al cielo con uno de los pistolones de abordaje y disparó. Seguramente este sería el primer disparo que se hubo escuchado en aquella isla y desde luego paralizó a todos con la mirada fija en el rostro encendido del Almirante.

- Ha aparecido el oro, sí, pero no es más una pequeña muestra, desconocemos si lo extrajeron de alguna mina y lo trabajaron ellos mismos, o lo compraron a otras tribus, o es el único oro que hay en toda esta, al parecer, isla. Por lo tanto seguiremos explorando, seguiremos haciéndolo de manera pacífica los unos, mientras los otros construiremos una villa que verdaderamente podamos llamarla así, de la que nuestra hidalguía como españoles no se sienta avergonzada y que deslumbre a estos indígenas que no conocen nuestra gran civilización. Y sobre todo, con la ayuda de nuestro capellán y siguiendo sus predicamentos, consigamos que abracen la verdadera religión. ¡De rodillas!¡Padre nuestr que estás en los cielos, santif....

Todos quedamos absortos frente a él, parecía un enviado de Dios con el arma en una mano apuntando al cielo y la otra apoyada sobre el pecho. De las inmensas riquezas que ya tocábamos con las yemas de nuestros dedos caímos de bruces con la realidad de la conquista: armas, duelo, religión y trabajo.
Durante el mes de septiembre continuamos las exploraciones, entablamos relaciones con aquella gente y así conseguimos conocer la isla y dibujar su forma en la carta de navegación. Pudimos saber que había varios poblados y conseguimos mediante el habitual truco de las baratijas algo de oro. No hubo manera de saber de dónde lo sacaban. Por otro lado, la villa, a la que decidimos llamar “Graciosa” como la bahía que nos acogió, comenzó a levantar, a tomar la forma y manera de nuestras villas de la vieja Castilla; al fin y al cabo de allí veníamos casi todos y esa era la imagen que se nos dibujaba en nuestras mentes, ya fuéramos arquitectos, mareantes, mosqueteros o colonos.

Don Álvaro enfermó al poco de comenzar nuestra odisea en tierra firme, como él, cuatro colonos y tres soldados comenzaron a sufrir de un mal que me recordaba a las historias que relataban mis abuelos mientras cribábamos las lentejas en los duros inviernos castellanos, encerrados en la casona hombres y bestias como un gran pesebre del Belén de nuestro Señor. Parecía una plaga[1] que poco a poco nos iba cogiendo los unos a los otros. Don Álvaro, desde su camastro mantuvo firme sus órdenes que cada vez eran menos tal cosa y más ruegos con aspecto de mando. La situación se fue deteriorando hasta que, justo un mes y dos días después de nuestra llegada, el grupo de necios que se negaba a abandonar la búsqueda del oro, desobedeciendo las órdenes de un Don Álvaro en un estado de delirio, irrumpió a la carrera con evidentes signos de lucha. Venían muchos de ellos con heridas y con ellos traían a un indígena maniatado con signos de evidente maltrato. Con otros dos hombres salí de la empalizada a medio terminar para ayudarles.

-¿Qué sucede? ¿A quién traéis?
-No os preocupéis de esto Don Martín y dadnos paso tras la empalizada. No habrá más de doscientos pies entre nos y esos salvajes.

“Salvajes”, pensé, “me parece que no se quienes son los salvajes”…

[1] En este caso era malaria

sábado, 22 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (6)

...No viví el desastre en primera persona, pues perdí la consciencia con aquel golpe. Esto que les cuento ahora es lo que a mi persona relataron Don Pedro y Doña Isabel, Don Álvaro no tuvo el ánimo en todo lo que restó de mi relación con él. Nuestro galeón después de aquel golpe de mar solo era ya un inminente pecio que quizá alguien pudiese encontrar en centurias venideras. Gracias al robusto Pedro de Quirós mi vida no corrió pareja a la casi completa dotación, 186 almas perecieron sin poder abandonar el galeón que penosamente era devorado por la mar, en aquel momento serena y oscura, mientras se podían escuchar los quejidos prendados de horror de quienes no verían nunca mas la luz de día. Los que sí vimos la luz fuimos Doña Isabel, Don Álvaro, Don pedro, seis marineros y dos niños a los que acogí como hermanos en la misma desgracia que es perder a tus padres por la razón que fuera, pues ellos reposaban para siempre a los pies de su asesino.



No se pudo recuperar gran cosa del galeón y Don Álvaro, casi sin voz, sin aliento que insuflar a las velas del que sería ahora su barco ordenó rumbo hacia el sur donde se distinguían mas islas, donde poder descansar, poder recuperar alma y cuerpo antes de continuar con la travesía. Cuando desperté al día siguiente y pude incorporar mi dolorida osamenta, nos encontrábamos a no mas de una legua de una isla cuya imagen no variaba en su frondosa vegetación, aunque sus colinas eran de mayor suavidad, la llamamos “la Huerta” (Tomotu noi). Don Álvaro no quiso repetir su maniobra funesta del día anterior, por lo que envió a la fragata a buscar un surgidero en condiciones. Varias horas mas tarde regresó la Santa Catalina con noticias desalentadoras, por lo que decidió seguir rumbo a la búsqueda de un lugar seguro. No hubo que esperar mas de una nueva singladura para encontrar al fin la isla que sería nuestro abrigo primero, después de tanta desolación.


El 9 de septiembre de 1595 arribamos y dimos fondo frente a una bahía enorme, acogedora, rebosante de luz, con una playa que nos hizo recuperar la alegría que creímos perdida para siempre, por lo que dimos nombre a aquella bahía como “La Graciosa”. Una vez las tres naves se hallaron fondeadas con seguridad Don Álvaro, junto con un grupo de hombres armados entre los que tuve la honra y orgullo de hallarme, pusimos pie en tierra para tomar esas tierras en nombre de su Majestad Católica Don Felipe II, dándole el nombre de Santa Cruz, (Ndeni), a aquella isla de suaves colinas y frondosa vegetación.

Fueron dos meses en los que todo cambió, mis sentimientos florecieron desde las profundas celdas ocultas tras las rejas de mi corazón. Dos meses en los que los mayores proyectos crecieron como la mar de viento que sientes encresparse por momentos, dos meses en los que mi mano hubo de batirse como en los viejos tiempos olvidados, dos meses en los que Dios nuestro Señor en su omnipotencia innata decidió castigarnos mas, si es que ello fuera posible en nuestras extremas circunstancias, dos meses en los que pude sentir al fin la verdadera paz del que logra tocar el cielo en la tierra.



Una vez tomada posesión de las tierras, Don Álvaro dispuso la fundación de un asentamiento estable al que no supo dar nombre en aquellos primeros días. Comenzamos a levantar pequeños edificios, una capilla modesta pero bendecida por nuestro capellán con las primeras palabras en latín pronunciadas a tales latitudes. Es de ley indicar que era un latín no muy “católico”, pero era el que había. A partir de la primera semana, por un lado la galeota a remos por la costa a las órdenes de Don Pedro y por el otro un grupo de bravos entre los que me encontraba a las órdenes de Don Álvaro, comenzamos a reconocer la isla. Costo un grande esfuerzo la cumbre no muy elevada del la isla y fue al llegar allí donde descubrimos un poblado que luego supe del nombre de sus gentes, los papúes. Bajamos allí en son de paz y ellos así nos recibieron, no sin muestras de recelo entre algunos jóvenes con espíritu mas bravo. Intercambiamos pequeños obsequios, mientras buscábamos con los ojos alguna pista dorada que nos diera razón de nuestra dura expedición.


La encontramos, el jefe de la tribu acompañado de su brujo, chaman, hechicero o como Dios quiera llamarlos, nos invitaron a entrar en su pequeña cabaña de bambú. La luz que entró al abrir la puerta dio buena cuenta del brillo dorado que nos cegó al pasar. El trono del jefe estaba labrado en sus brazos por oro puro. Lástima que no supiéramos el origen de tal riqueza, pues de de seguro que las desgracias posteriores no hubieran llegado a ser tan importantes. Nos despedimos invitándoles por señas a nuestro poblado al otro lado de la colina. El retorno a nuestro asentamiento fue más silencioso de lo que cabía esperar, la fiebre de la avaricia barnizada de ambición había empezado a calentar como brea de antorcha las mentes de los que allí caminábamos...

viernes, 21 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (5)

...Don Álvaro fue el que me franqueó el paso a la cámara. Doña Isabel con un abanico desplegado en su mano izquierda me sonrió, indicándome con la derecha que me sentara en un pequeño sillón a su lado. Mientras, Don Álvaro me ofreció una copa de aguardiente
- Don Martín, nunca os podré agradecer su providencial intervención en el sollado de los colonos. Mi esposa esta aquí a salvo gracias a su decidida actuación. Brindemos por ello
El aguardiente, rancio, seco y fuerte, como aquellas dos personas que mi lado me observaban me abrió las entrañas como si me hubieran empalado.
- ¡Pardiez, mi almirante! Doy fe de que es bravo este licor.
- Me lo regaló el Virrey que lo trajo de España. Pero por favor, sírvase más si es su deseo y cuéntenos un poco de su vida, estamos ansiosos por conoceros, Don Martín.

Con la vida fogueada en tantos lugares donde la mentira es reina, no me costó crear de mi humilde y real figura la de un verdadero caballero castellano de Lerma, sin olvidar jamás mi cuna en Villahoz en uno de los viajes de mis padres por sus dominios. Mi necesidad de búsqueda de gloria y honor fue la razón sencilla de colgar de mis hombros esa maldita condición de “segundón” . Debo decir que todo fue mas que perfecto y desde aquel día pasé a engrosar parte en el grupo de Don Álvaro. Por eso y por mi feliz intervención, Doña Isabel me dedicaba parte de su dorado tiempo.
Pasó otros dos meses más de dura y en realidad monótona navegación, el orden se restableció progresivamente gracias a un cambio de actitud por parte de don Álvaro, siendo mas duro con los cabecillas y dando soltura al resto de la dotación. Doña Isabel se empeñó en motivar a las mujeres en la mínima mejora que permitían las escasas provisiones , en ya no muy buen estado. Al fin el día de Nuestro Señor del 20 de agosto hicimos ferro frente a una isla que llamamos San Bernardino en honor al santo del dia, San Bernardo. Recorrimos las islas cercanas en la que a punto estuvo la Santa Catalina de encallar sobre unos bajíos que rodeaban a una isla inhóspita y sin vegetación a la que llamamos La Solitaria.
Navegamos dos semanas mas hacia poniente con la esperanza de llegar a las islas que prometieron Don Álvaro y Don Pedro, que tanto nos llenaron a todos los ojos de brillos dorados y subieron las fiebres con sus enormes minas de oro.
- ¡Tierra por babor! ¡ Parece una pequeña isla montaña!


Acudimos todos a la banda de babor y se pudo distinguir no muy lejos, a dos o tres leguas quizá, la silueta de una isla que tenia forma de montaña con las faldas de esta sobre la misma mar. En esos momentos un penacho de humo gris ceniza brotó como un saludo de macabros presagios
- ¡Don Pedro, ponga proa a la isla! ¡ gaviero, señale a los demás barcos nuestro rumbo!




La operación fue sencilla pues el mismo viento, quizá fuerte en demasía nos llevaba hacia ella, que ahora conozco su maldito e inolvidable nombre, Tinakula. Dos horas después rodeábamos la isla, que como ya dije antes, no era mas una montaña a la que el agua marina rodeaba en sus misma faldas. No había un lugar de mínimo abrigo y aquél penacho de humo era ahora una hercúlea columna retorcida en su elevar decidido. Sin esperarlo nadie una terrible explosión oscureció aquel mediodía tirándonos sobre cubierta a todos. La galeota perdió la mesana que quebró por el efecto de aquella onda sonora. Una lluvia de piedras siguió la detonación cuando nadie se había repuesto de la primera. Lo peor estaba por venir. Don Pedro ordenó virar al norte, a las demás embarcaciones no hizo falta darles la señal, había que alejarse de aquella isla viviente.
- ¡Don Martín, cace la escota de babor! ¡hay que ganar barlovento y zafarse de aquí!

Estaba haciendo aquello cuando volví la vista a la isla y no había miedo capaz de expresar lo que vi. Una enorme ola se echaba encima nuestro sin remisión.

- ¡Capitan! ¡a popa! ¡No saldremos de esta!
- ¡Dios mío! ¡Todo el mundo al suelo. ¡Aférrense a lo que encuentren y que Dios nos salve si ese es su designio!
Un tremendo golpe levantó nuestro galeón por ser en la virada el último en el convoy. El estruendo de la ola chocando a popa contra los ventanales de la cámara de Don Álvaro, mezclado de gritos de terror, maderos rotos, barriles rodando, todo se fundió en mi memoria mientras La Santa Isabel se elevaba por su popa hasta quedar quilla arriba. Alguien me sujetó por el brazo, eso fue lo último que sentí pues me debí golpear con la rueda del timón. Cerré los ojos con una imagen ciega por las turbulencias y un sabor salado de la mar que me inundaba los pulmones...

jueves, 20 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (4)

...una lluvia inmisericorde golpeaba la madera de cubierta, incapaz esta de empaparse más simulaba un minúsculo mar en medio del océano solitario que nos circundaba. Otro gris amanecer en continuo movimiento, el maldito color gris nos acompañaba como una segunda piel desde la segunda semana en que zarpamos de Paita. Ya había pasado más de un mes más o menos, pues a falta de calendario fiable, las muescas que hacían los marineros en la base del trinquete eran todo lo fiables que podían ser. Los ánimos navegaban acordes a la situación, hacía semanas que nadie cantaba aunque fuera desafinado alguna canción de su terruño. Las rencillas se sucedían cada vez en menores intervalos de tiempo y algunas rayaban en plenas reyertas entre imaginarios clanes.
Mi ánimo en cambio brillaba alto y seguro, la ilusión por recuperar la vida y el futuro hacia de contrapeso robusto en el herrumbroso fiel sobre la otra balanza, la de mi existencia. Sólo había algo que me reconcomía el pecho, ese algo era el deseo de entablar relación con Doña Isabel. Había a bordo colonos que llevaban a sus mujeres y a sus hijas, pero nadie tenía su mirada, sus ademanes propios de alguien segura de sí misma, la belleza que aturde por ser serena y por saberse tal. Deseaba conocerla y que me conociera, ganarme su respeto. No deseaba su roce, ni su amor aunque sin ser consciente de tal, mi corazón había claudicado después de años firme como castillo sobre loma.

Sucedió al fin, fue un domingo ya entrados en el mes de junio. El capellán, en ese latín de clérigo de taberna más parecido a la jerga de los bravos que allí navegábamos, que a la liturgia catedralicia del mismo Cuzco, hizo los oficios en honor a nuestro Señor. Posteriormente se dieron los castigos “al cañón” de los penados de la semana y cada quien que no tuviese labor se fue a descansar entre aquellos muros imaginarios que formaban los límites del Galeón. Como tantas veces me apoyé sobre la amura de estribor para sentir la vida del barco en sus tozudos golpes contra la necia mar, cuando escuché varios gritos femeninos y ruidos como de golpes secos y cristales rotos. En tanto sonó el segundo golpe me apresuré por la húmeda cubierta hacia los sollados de los colonos, desde donde se escuchaba el tumulto. A pesar de la poca luz que entraba por los tambuchos, pude ver a Doña Isabel protegiendo a dos mujeres aterrorizadas frente a Barrientos con los ojos desorbitados y una botella rota en la mano. No tuve que dudar lo más mínimo, eché de menos mi espada, pues aunque no era caballero así me consideraba y no deseaba ensuciar mis manos con aquella ralea humana. De un puño en la garganta y una patada en su estómago ya derribado logré que soltara la botella. Con desprecio hacia él y hacia los hombres que me rodeaban lo saqué a cubierta donde mandé llamar a Don Pedro que ya llegaba presuroso desde popa.

- ¿Qué ocurre, Don Martín? ¡Barrientos...!
- Con el debido respeto, capitán, este hombre ha intentado agredir a varias mujeres incluida a Doña Isabel en el sollado de los colonos armado con una botella rota.
- Pero Barrientos, tu nunca...
No terminó de hablar, fue ver aquellos ojos implorando perdón desde una mirada aún roja de furia sobrepasada, para darse cuenta que había perdido a su mejor gaviero.
- ¡ José, Iñigo, coged a Barrientos y encerradlo en la sentina!
En aquel momento salieron las mujeres del sollado con Doña Isabel ayudando a las dos mujeres a recuperarse. Doña Isabel se acercó a mí con una leve sonrisa que ni la ola del fin de los tiempos podría borrar ya de mi recuerdo.
- Don Martín, os agradezco vuestra hombría y disposición. De no haber sido por vos a estas horas sólo Dios conoce lo que hubiera sucedido. Me sentiría gustosa si esta tarde acudís a la cámara de mi esposo para charlar y conocernos mientras tomamos un poco de aguardiente.
- No hice nada que no hubiera hecho cualquier caballero en tal situación. Os agradezco la invitación y allí estaré. Mis respetos, señora.

Mi vida cambiaba como el océano, a oleadas, el reconocimiento de Doña Isabel era doblemente gratificante pues no solo existía para ella, sino que era ya alguien de probada reputación entre el resto de la dotación. Pasadas las seis de la tarde me dirigí a la cámara del Almirante, aunque el galeón no sobrepasara las 4.000 quintales en su desplazamiento y su eslora no alcanzase los 2500 pies de Burgos, tuve la sensación de que me dirigía a la otra parte de una ciudad cualquiera de la Vieja Castilla. Sin más dilación llamé a su puerta

- ¿ Da su permiso, mi Almirante?...

miércoles, 19 de marzo de 2008

Montaña que fue

Por mas que miro el ventanal,
por mas que atravieso la ramas
desnudas por el manto invernal
es azul el color que golpea mis retinas.

Miro el ventanal sin mácula, irreal.
mostrando en falso ese mundo armonioso
en el que las huellas no quedan marcadas
por el lento caminar de tantas almas indefensas.



Maldigo tal suelo que no demuestra el paso
del cansado esfuerzo por quienes sangran
verdadera espuma de sal por miles de poros
al empujar por algo en lo que ya no sueñan.

Maldigo tal suelo que no demuestra el paso
al vagar entre jornadas unidas ya solo por el calendario
de unos tiempos vencidos que ya no alcanzan
pues sin la fe ya no mueven la montaña
que poco a poco ya solo como duna se siente
donde millones de granos se dejan, se pierden
olvidados, ajados por la ya exigua ligazón
de su minúsculo peso inconsciente del verdadero ser.

Duna o montaña, estable o vagabunda, eso soy.

martes, 18 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (3)

...En diez jornadas terribles arribé a Trujillo en mi camino hacia el norte, donde cambie de vestidos intentando aparentar la honradez que me faltaba con ropajes mas propios de caballero. Sin causar sospecha alguna, que la plata del rey es remedio de Fierabrás, partí en mi búsqueda de Panamá. Un jornada de trote constante reventó a mi fiel yegua, que la fidelidad no la dan los papeles de un escribano sino la verdadera libertad en la elección. Con la yegua a punto de dejar esta vida me tope con la villa de Cherrepe. Fue allí donde vi por primera vez aquella pequeña escuadra poblada de gentes de los mas diversos oficios, mujeres incluidas. Me informé acerca de su destino y comprendí que aquella era mi segunda oportunidad, mi segundo carromato hacía la libertad. Subí a bordo de la Santa Isabel pues los lugareños me dijeron que era “La Almiranta”. La parada en Trujillo fue providencial.

- ¿Qué deseáis, señor?
- Mi nombre es Martín de Oca. Soy caballero de fortuna y me encuentro de paso hacía Panamá. Me han dicho que sois una expedición de conquista y colonización de islas al oeste del mar del Sur.
- Así es, Don Martín. Zarpamos con la marea de mañana hacia Paita para hacer la última aguada y provisión y ese rumbo tomaremos con la ayuda de Dios.

Aquella era mi oportunidad y debía quemar mis propias naves en el empeño.

- Mi capitán, si así me permitís que os nombre. Me ofrezco como voluntario. Soy diestro en las armas, tengo dinero para pagar mi manutención y lo que es mas importante, mi palabra de hidalgo de Castilla. Aquel hombre no era el capitán. Me miró con un cierto brillo en la mirada, la oferta era interesante, no hay muchos voluntarios de aquel porte que deseen embarcar por la buenas. Me indicó que esperase y se apresuró a ver a otro hombre que departía en el castillo de popa con una bella mujer, una dama de semblante sereno, de piel bronceada y gestos claros. Desde allí aquel hombre hizo un gesto a la dama, retirándose esta y con paso decidido se acercó a la plancha de embarque donde me encontraba.

- Me dice don Pedro que deseáis embarcar. Os llamáis...
- Martín de Oca, Señor. Hidalgo castellano de la noble Lerma en la vieja Castilla. Creo que mi viaje a Panamá puede esperar y que podemos ayudarnos mutuamente, vos a mí en embarcarme y yo a vos con mis brazos en lo que se presentare.
- Mi nombre es Álvaro de Mendaña y como os ha informado mi capitán, Don Pedro, vamos en expedición al servicio de su Majestad Católica. Antes de embarcarse, entregue sus armas a Don Pedro, en la mar necesitaremos brazos, valentía y fe, la pólvora ya se hará necesaria cuando arribemos.

Don Álvaro se retiró al su camarote a popa mientras me sentía libre de nuevo, esta vez la sensación iba acompañada de la ilusión por ser partícipe en algo grande y, Dios es testigo, a fe que lo fue.
Mientras seguía a Don Pedro pude observar la intensa actividad a bordo del Galeón, marineros que acarretaban provisiones frescas, animales vivos cruzándose en el camino, velamen de respeto que embarcaban con el cabestrante. El aire que se respiraba portaba la intensa fragancia de la ilusión mezclada del temor a lo desconocido, un gas que poco a poco me inundó con tal profundidad que creí poder percibir el olor del trigo en plena cosecha cuando era niño. Era feliz, me sentía feliz, ya no me importaba mi destino sólo disfrutar del regalo que me había puesto nuestro Señor en mi cuenta del debe.

- Muy bien Don Martin, estos serán vuestros acomodos, quizá no sean de su rango pero es lo que dispone la Armada de su Majestad.
- Son perfectos después de pasar días sobre las grupas de una yegua y noches en húmedas ciénagas, muchas gracias capitán. Por cierto. ¿Quién era la dama que acompañaba nuestro almirante?
- Os habeis fijado, ¿eh?. Y no os equivocáis en la elección de la bella señora Doña Isabel. Procurad mantener vuestras piernas y vuestras miradas lejos de ella. Don Álvaro es hombre de pocos miramientos con los que merodean su esposa.
- Gracias por el consejo.

Don Pedro se alejó mientras me acomodaba en aquel sucio coy, sobre el que mi vida se iba a balancear durante muchas jornadas. La escasa luz de aquella pestilente bodega no dejaba ver a la mayoría de los compañeros de singladura. Dejé mis cosas, salvo lo de valor, y volví a cubierta donde el fuerte viento del orgulloso Perú me rodeaba como queriendo darme un adiós para siempre.

Zarpamos con la marea como bien me había indicado Don Pedro. Navegamos barajando la costa hasta hacer otra arribada en la aldea de Paita, para dos días mas tarde, aquel 16 de abril de 1595, con viento fresco del este volamos hacia el profundo Pacífico en busca del Oro del Rey Salomón...

lunes, 17 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez (2)

... Como les relataba, la “espléndida” formación en supervivencia vital recibida en la Villa y Corte me permitía vivir holgadamente a base de sacudir los bolsillos de incautos, unos merecidamente por intentar hacerlo conmigo sin conocerme y otros, que Dios me perdone, a los que mis necesidades los designaba como víctimas inocentes. Realmente la baraja y el duelo eran mi forma habitual de sustento y logro de roce postrer con el sexo opuesto siempre de forma rápida y sin demasiado esfuerzo. Esta forma de vida fue la causa de todo.

Había en El Callao dos tabernas de rancio olor portuario, en una frente a los pataches, chalupas y algún Galeón de la Armada no había mucha opción a mis aficiones; siempre había presente autoridad que lo vigilaba con desgana, pues allí era donde las tripulaciones se solían contratar. Por ello, los de mi gremio conseguimos que abriera algún alma tan negra como nos una taberna en un estrecho callejón con doble salida al centro y al muelle de forma lago retorcida, que permitía la huida en los casos de extrema necesidad que muchos eran estos, Dios lo sabe y por ello me perdone. La callejuela llevaba el nombre de un traidor como no podía ser de otra forma, “Bellido Dolfos” se llamaba; durante la noche la oscuridad realmente era allí dueña y señora.

Era aquella velada una de tantas, oculta entre el humo del tabaco y el angosto perfume de la humana presencia que nosotros mismos generábamos pues, como buenos cristianos, aborrecíamos del baño que tantos males nos predice la Santa Madre Iglesia. La partida iba como tantas, mi victoria se perfilaba nítida en el horizonte oscuro de aquella guarida. Aquella vez uno de los contrincantes no era de los habituales marineros con el perfume aún fresco a brea o borrachos con poco recato de sus bienes, a los que era tarea de infantes hacerles la recaudación, sus vestidos eran de mayor elegancia que la del resto, aunque no fuera aquello nada difícil. Aquel caballero estaba nervioso por la inminente pérdida que también vislumbraban sus pequeños ojos.

- ¡Maldita sea mil veces! ¡Cual es vuestro nombre! ¡Os lo pregunta Guzmán de la Hoz, caballero de la guardia del Virrey!
- Pues en malos tugurios os dejáis ver, excelencia. Un caballero como vos de seguro dispondréis lugares de mejor acomodo para vuestros momentos de holganza. ¿O quizá pensabais que aquí los doblones eran de más fácil recurso?


Su rostro enrojeció, mis compañeros de mesa se retiraron al instante. Fue mi primer error. Don Guzmán me retó a duelo a muerte.

- Nadie me llama ladrón y vos no sois nadie. ¡Defendeos!


No tuve otro remedio, mientras Felipe y Alfonso, mis únicos amigos hasta aquel día neutralizaban a los dos compañeros de Don Guzmán, nos luchamos a “juicio de Dios” en medio de aquella taberna. El círculo se hizo rápido, la taberna pasó a ser un palenque del que sólo uno saldría malparado, al otro lo sacarían muerto. Como imaginarán los que lean esto, de una estocada certera herí de gravedad a la altura del estómago a Don Guzmán y como un resorte mi “vizcaína” se hundió en su cuello sin remisión.

Un silencio recorrió la estancia ahora convertida en capilla ardiente, fue el tiempo que medió entre la muerte del caballero y los dos golpes secos sobre sus guardaespaldas. Felipe y Alfonso me dieron todo el dinero que había en sus bolsillos envueltos en dos abrazos que aun me aturden con el tiempo pasado, pues me reencontré con la amistad, algo perdido desde que me subí en aquel carro al salir de Lerma. Salí corriendo hacia el centro de la villa sin saber a ciencia cierta la dirección a tomar. Como podrá suponer quien esto lea, ese tugurio despareció y sus fieles parroquianos con él, cada uno con sigilo y calma se acomodó en otros lares, quizá huyeran todos a otro puerto, que los hay iguales o peores en toda la costa cristiana que domina nuestro Rey.

Al mismo tiempo que esto sucedía, mientras escapaba sin saber a dónde, con el pánico grabado en la mirada de mis amigos viendome como carne de soga y patíbulo, cuatro navíos habían zarpado de El Callao hacia dos días con destinos desconocidos. Ahora sé que partieron en busca del oro para unos y la mayor gloria del Rey para otros. Soñaban con encontrar las minas del Rey Salomón, solo que entre islas en vez de entre la selva africana. La naves era la Fragata Santa Catalina y la Galeota San Felipe de pequeño porte y los galeones Santa Isabel y San Jerónimo de buen porte. Este último es el mismo desde el que me encuentro escribiendo estas letras.




Perdida la poca honra de no ser perseguido, solo quedaba defender la vida que si ya era grande, en aquellos momentos era algo enorme, pues solo disponía de ella y los doblones que me dieron mis amigos. Robé una yegua de unos establos que encontré por el olor y los quejidos de los animales y partí a uña de caballo hacia el norte. Tenía que huir y alcanzar la forma de escapar de las garras imperiales y sus crueles ojos escondidos en cualquier parte. Soñaba con alcanzar las tierras del Caribe donde, como peor vida siempre encontraría la que me ofreciera algún filibustero que precisare de los servicios de un bravo por la paga del saqueo...

sábado, 15 de marzo de 2008

Mas vale morir una vez... (1)

Hoy 14 de octubre del año 1596 se cumplen ya mas de dos meses desde que zarpamos de Manila. Navegamos a bordo del galeón “San Gerónimo” hacia las costas cristianas de La Nueva España. Quiera Nuestro señor darnos la gracia de arribar sanos y sin dolor a la, según dicen, hermosa y acogedora bahía de Acapulco. Si les soy sincero, que eso es lo que pretendo a estas alturas de mi vagar por esta vida, no me importa en absoluto por mi, sino por mis compañeros de travesía a los que en algún lugar de las tierras de nuestro Rey y Señor de seguro esperará algún lazo de sangre, alguna persona que los ame, que los cuide, los escuche y los de razones para continuar en la eterna lucha por alargar el definitivo encuentro con Nuestro Señor. Para mi, que hasta mi propio nombre, Martín de Oca, es tan falso como lo que justifica mi retorno, mi vida quedó mas allá de la suave estela de nuestro Galeón, al dejar por estribor la isla de Corregidor y abandonando así el último nexo de unión con ella, con mi estímulo, con mi razón, Doña Isabel. Mi mente, mis recuerdos durante estas dos semanas de vacío y soledad frente a la inmensidad de este océano, en su intento por huir, por inmolarse en sus procelosas aguas casi han logrado convencerme de acompañarlos hacia su oscuro fondo. Quedan aún muchas singladuras antes de la añorada arribada a Nueva España, por ello he decidido sacarlos de mi mente para plasmarlos en estos humildes pergaminos, quizá esto pudiere servir a otro espíritu dolorido como el mío que lo leyese y alguna conclusión sacase frente a el oro imaginario y el amor imposible que en tantas ocasiones como desea el vil demonio nos aparece adornado de bellos plumajes y blancas sonrisas de falsa intención.

Mi nombre es Martin de Oca, el verdadero lo olvidé en El Callao hace ya varios años. Adopté este nombre en abril del año 1595 de Nuestro Señor. Se preguntarán las razones y espero que en las próximas líneas las pueda exponer de forma ligera y sin entrar en muchos detalles . Yo fui uno de tantos que arribe a las tierras del Perú desde mi tierra castellana, atraído por los cánticos de riquezas, de gloria y de libertad que escuchaba cuando acompañaba a mi padre con el ganado a Lerma desde nuestra aldea pequeña y tranquila de Villahoz. Para mi Lerma era una ciudad enorme, sus edificios, las multitudes, los caballeros que hablaban de la corte enfundados unos en corazas adornadas de vistosos plumajes, otros con sus trajes a la imagen, según ellos mismos decían pomposamente, de Su Majestad. Para un muchacho de doce años aquello era el cielo al que aspirar, la meta final donde arribar.

En uno de aquellos viajes con mi padre a vender el ganado lo decidí sin valorar mucho lo que atrás quedase, cuando él me dejó, como hacía simpre, darme mis paseos mientras terminaba la venta de las ovejas, me oculte entre los sacos de cereal de un carro que iba en tránsito hacia la Villa y Corte. Si desde alguna parte del cielo reflejado en este inmenso mar mis sagrados padres me observan, les ruego, les imploro su perdón. Nunca pensé en su dolor hasta que comenzó el mío, hasta que me di cuenta de mi traición hacía su lealtad. Os pido perdón desde aquí con el corazón de alguien que ya solo cree en el amor, en las personas y en que la felicidad de uno se apoya siempre en la de los que le rodean, perdón.

Tardé casi un año el alcanzar Sevilla como criado en el séquito de un señor que se dirigía a Cartagena, la del Caribe. No diré como lo logré, pero sí que desde que entré en la Villa y Corte mi aprendizaje sobre la supervivencia fue rápido y letal para muchos infelices que de mi rostro algo aniñado se confiaron. Fueron casi tres años los que me llevaron pisar la plaza de armas de Cuzco donde, con mi habitual presteza me zafé de mis obligaciones y alcancé El Callao donde comenzó mi verdadera historia, donde los azares de un destino buscado de forma inconsciente dieron con mis ojos en los de Doña Isabel y mis huesos probaron la verdadera dureza de la soledad del que no tiene nombre ni pasado...

viernes, 14 de marzo de 2008

Nieva


Nieva de forma cansina sobre el oscuro Caserón
tornando su oscura faz en un blanco falso y nunca eterno,
pues cualquier sol que sobre él alumbrare
de ello dará fe y le sobrará razón.

Voces que se cruzan sin conciencia,
sin ese sabor que deja a veces la paciencia
que permite ver donde no queda,
donde ya no abunda el resuello del perdón.

Buen sol que a mi me encuentres
loco de atar por la agónica espera.
Me aturde el esfuerzo, mas vence la paciencia
y resiste constante mi vieja mente de mareante.

“¡Zafarrancho y prevención para el combate!”,
voces de antaño que aquí reverberan,
pues nada, pues nadie se planta delante.
Mientras, la nieve fuera disfraza su falso talante

No es eterno, no lo será, Kronos no lo permitirá,
dará al tiempo su valor mortal
matando de miedo al reyezuelo de este castillo
envuelto de la tristeza innata de su espíritu

borroso y oculto en un agónico final.






jueves, 13 de marzo de 2008

A mi Hermano

A él, al que mi sangre intenta emular la suya
a él, que un traidor golpe de mar inesperado
cazó sin posible tregua, a maldita traición
dejando su casco varado cuartearse al sol.

A ese quiero contarle la verdad del brillo leal
de nuestra montaña erguida sobre la amistad
que deslumbra en plata como la mar en calma
llevando la mente en volandas como un mágico terral
dando el orgullo de mirar el tapiz estrellado
donde segura alumbra tu voz y nos guía tu estrella.


Piloto forjado entre valles enormes de espuma de mar
en días de soledad, con horizontes perdidos prontos a recuperar.
Millas por cumplir, recuerdos que solo son para guardar
en las más profunda sentina del navío que transporta tu corazón
pues la mar es mucha y enormes retos te aguardan,
que tu alma es oro y tu ánimo siempre esa plata que empuja mi nave.

Gracias José, gracias por seguir alumbrando,
a pesar del temporal que aguarda, por el ya pasado.
Gracias por ser de la balanza el fiel en la duda
por ser ese faro frente a la necia mar tendida del malvado


Gracias por saberte cerca, amigo.

martes, 11 de marzo de 2008

Temporal

Violentos golpes de mar que pretenden desmoronar
pétreos muros de granito eternamente enfrentados
por permanecer en el mismo espacio, al mismo tiempo.

Poseidón, melena al viento en su penúltimo intento,
Gea, constante, resistente en su agónico combate.
Ambos manejados por las fuerzas que hacen, que deshacen.




Mientras visten y desnudan las vergüenzas de otros,
mientras Gea impotente, sin creer es victoriosa
entre lágrimas de herrumbre y gritos humanos asustados
resurge al morir estallando en mil gotas el alma de él.
Resucitando, muriendo, resucitando tras cada explosión
absoluta como el fin de los tiempos reales de cada deseo,
absoluta como el inicio de un deseo inventado de nuevo.

Es tarde, Helios refleja su luz sobre el escudo de Perseo,
de un grito, de un rayo los confunde regalando victorias,
sendas, falsas y perennes. El tridente se sumerge agotado,
mientras, el granito empapado añora el secano de su origen.





Quizá la Luna con la palidez de la luz robada
permita que Poseidón y Gea de nuevo comiencen
lo que nunca terminó, hasta que uno de ambos triunfe.

domingo, 9 de marzo de 2008

Recuerdos, Musica y Libertad

Son ya mas de las once de la noche. Noche previa a las elecciones generales en esta España en la que algunos, a veces pienso que muchos, desearían retornar a las previas de febrero del 36. Una pena mirar atrás para revivir y no para recordar lo que hay que evitar.
No es de esto de lo que me apetece escribir en este duerme vela. Hace un rato encontré entre los CD que tengo desperdigados por el estante de la música uno de Laura Pausini. No es la imagen mía la de alguien que escuche este tipo de música, pero las apariencias engañan. Creo que su voz y la sonoridad de las canciones en italiano fueron determinantes en el espacio y en el tiempo en el que las escuché por primera vez.
Corría el año 1993, harto y muy defraudado de mis dos años partiendo mares entre el Sur de África y la costa norteamericana del Golfo de México decidí abandonar una empresa que me ofrecía un futuro sereno en lo material y profesional. Abandone la majestuosidad de la navegación a bordo de los petroleros más modernos que en ese momento había en la flota española, para embarcarme en pequeños barcos de poco más de 100 metros de eslora, barcos con banderas de países que, si no fuera porque su trozo de tela flameaba a popa, hubiera pensado que eran de películas. Nos dedicábamos a transportar coches por toda la costa Europea.
Mi primer trayecto fue para llevar los famosos Twingo de la Renault desde ese puerto romano y bimilenario de Tarragona hacia Salerno de Capri, a los pies del Vesubio. Mi cuerpo y mi mente navegaban todavía con los reflejos, los resortes, las manías de mi anterior experiencia. Desperté directamente para comer, pues hacía la guardia de 12 a 16. Comí deprisa para estar listo y lo que me encontré fue la calma, no había prisa, los coches se cargaban solos, no había que controlar la turbo bombas de descarga, mantener presiones y salir disparados en cuanto estuviéramos descargados.
Terminé aquella extraña guardia de puerto, mi primera guardia de puerto a bordo del “Jarama”, que así se llamaba el barco. No conocía a nadie a bordo así que decidí salir de paseo. La ciudad acababa en una fina playa con una pequeña muralla de separación; la brisa suave y de profundo olor salado me golpeó en mi cara, retumbó en lo más profundo de mi corazón. La sensación de paz, de calma, de tranquilidad me devolvió con creces la merma en el sueldo abandonado a bordo de los petroleros. Me compré un helado y me apoyé en la pequeña muralla mirando a la gente de aquel pueblo grande pasear un día normal con el sol mediterráneo acariciando a todos y sin quemar a nadie.
Volví varias veces más a dejar los twingo desde la “imperial Tarraco”. Ya no fueron igual, solía bajar con algún compañero y siempre nos acababa acompañando una cerveza en cualquier terraza. Dos años después Laura Pausini triunfaba en España con “La Soledad”. Yo acababa de regresar de Singapur para dejar de navegar, al menos hasta esta noche. Fue escuchar esa canción y sentir al instante como su melodía se convertía en una alfombra mágica que nos llevaba a mi cuerpo de la mano de mis recuerdos hasta allí de nuevo. Podía sentir aquel olor de nuevo, escuchar las voces cantarinas, los rostros cálidos de aquella tarde en Salerno a bordo del “Jarama”.


De nuevo pude degustar entre mis labios el sabor que tiene la decisión correcta, percibir otra vez el verdadero sentido de la libertad de elección contra los elementos que conforman la corriente necia que nos empuja a todos.



Por eso para mi, Laura Pausini no es solo una cantante italiana mas.

viernes, 7 de marzo de 2008

¿Por Qué?

¿Por qué?

Esperabas cruzar las fuentes
orgulloso pisabas sobre cubierta
creías tu mente mantenías despierta.
Soñabas alcanzar el Tártaro.

¿Por qué?
Huir para poder regresar, poder un cabo largar
a ese muelle inhóspito de la tierra desconocida
en el que ser al fin el hombre que sabes hay en ti.

Zarpaste entre vítores, algaradas y buenos deseos,
orgullosa, la recia roda sesgaba el tapiz de Neptuno
mientras Eolo acariciaba las sienes de tu destino.

Solo tú desconocías que no hay futuro tras los rápidos
que el tártaro es eso, nada más, oscuridad y vacío.
Mas tu proa hacia él se encaminaba orgullosa,
trinquete, mayor, mesana, enhiestas mirando al cielo
cazando viento para servirte, para allí llevarte,
ignorantes en su amor por ti hacia el fin se abandonaban.

Solo esa mujer que ya lo vivió, ya lo sintió
esperaba paciente una señal que alumbre que gobierne
tanta inútil fuerza gastada, tanto sueño despedazado.
Una señal que devuelva cordura a la locura.



Resignada, entre la fragancia de otros naufragios
seca sus labios inundados de viejas lágrimas
Mientras aquel orgulloso navío dejaba su ser y su vida.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Duda, Acierto, Deseo

Creo que es cierto lo que leí hace tiempo de Tápies, cuando decía que “dudar es el camino mas rápido al acierto”. Pero dudar de qué. Dudar de tus propios sentimientos, dudar de las personas, dudar de los proyectos, dudar de tus fuerzas, dudar de los recuerdos, dudar de lo que tus ojos y oídos te cuentan. Dudo de la validez de la frase en tales situaciones.
La razón de mi discrepancia es que no define lo que considera por acierto, ni siquiera el espacio temporal de éste. Entonces qué puede ser un acierto para uno. Lo mas sencillo sería la consecución exitosa de un fin. Creo que es más complicado, pues ese fin igual lleva veneno en sus propias entrañas, viciando y matando las expectativas de la verdadera felicidad. ¿Será por eso que la felicidad no existe?. Será por eso, pero esta existe, lo sé.

Por qué escribo esto, los que me leéis os quedaréis algo extrañados, yo tambien lo estoy, pero ha sido volver a caer en mis manos tal aseveración y al deambular por este sol Mediterráneo en pleno Cantábrico, mis neuronas azuzadas con la tibieza impropia del invierno se decidieron a saltar y rozarse entre si. Sin querer las conclusiones a las que llegué, a riesgo de ser peregrinas como mi deambular estos días fueron algo así como estas.

El deseo por algo es como el café recién de la cazuela que demanda un tamiz hecho de las fibras que brotan de tu propia conciencia. Ese elixir resultante concentrará así nueve partes de deseo y una intensa parte de conciencia. Una vez destilado tendrás que decidir como beberlo desde la botella del acierto. Y el acierto no siempre será el llegar a la meta, quizá sea atravesar los pasos antes de alcanzarla. El acierto podrá esconderse entre tus pasos alrededor de tanto desvío y atajo sin garantías. El acierto estará en la ternura de las personas con las que compartas tus deseos de meta, en la fuerza que te transmitan, en las traiciones que te seguirán justificando la confianza en los demás. El acierto será caminar viendo detrás de la mirada de tu rival, de tu amante, de tu amigo; será cuando cierres los ojos y tu oídos te demuestren que hay mas sonidos que los que ves sin esfuerzo.


Cuando el deseo y el acierto así funcionen
será la duda la que desee venir a tal festín
mas como un ejercicio, no como un temor
a equivocar los destinos que creemos desear
cuando en realidad ellos solo brotan del azar.

lunes, 3 de marzo de 2008

________Dios, Palabra y Voluntad.

De nada le sirve rezar al que cree, de nada
de nada sirve creer al que dice la verdad
de nada sirve escuchar al que te habla, de nada
de nada sirve ser persona y aceptar la dura realidad.
Si, tú que lo lees con la mirada esquinada tras el vago sonido
de una música que cada día taladra más tu vacía conciencia
buscando el escrúpulo humano para el que nunca fuiste escogido,
que ves en los ariscos canes reflejados tus propios miedos.
De nada sirve una sola palabra, tierna o cierta, compasiva o temblorosa
pues no queda nada por decir a un cadáver envuelto en honra dudosa.

Dios, palabra y voluntad, tres palabras que dos son para mi,
susurran juntas lo mismo, llevándote hacia ese lugar
donde el final roza el principio, donde no llegan los que no creen
que los clavos no clavan, que son tus manos las que en su golpear
el duro metal de la terquedad abren paso con su voluntad a la palabra.


sábado, 1 de marzo de 2008

___________Reflejo de Nada

Sueña en colores grises, ve como la paloma negra que se equivoca,
observa por sus ojos filtrados a través de telas tejidas entre la mísera adulación,
piensa atenazado por el miedo al tiempo, el terror a la verdad eterna
que lo espera sentada a que caiga y descubra su fatal equivocación.

Ya no quedan aldeas donde los vientos no soplen libertad,
ya no quedan esquinas donde no sepan de su debilidad.
Solo le queda descubrir el débil pilar donde su antiguo cuerpo reposa,
mas cuando esto ocurra ya será tarde, tarde como la lluvia de julio.

Retuercense los caminos por los que sisean sus zapatos
mientras su mirada no alcanza la distante mirada
que muere en cada espejo que tapa con viejas mantas
hiladas entre dolor, depresión y soberbia desmedida.

Es tu risa reina de mi casa, es tu apoyo reina de La Habana,
es tu fuerza liberadora sin retorno, como el rayo que adormeces,
es todo lo que su gris devenir enfrenta lo que le amilana.
Es todo y siente, sabe, se compadece porque no puede, porque no sabe.