El tímido sol no lograba aportar un mínimo gesto de calor que avivara la marcha silenciosa de la mesnada; don Alfonso, deseoso de plantar sus derechos en las tierras donde consideraba que su sobrino con artería y la ayuda de los infieles le había arrebatado, mantenía la marcha forzada. Fue alcanzar Autilla, una vez pasado Palencia con la noche ya a punto de cerrar sus contraventanas al sol, cuando decidió hacer base y descanso para la jornada final en la que entrar en el Castillo de Urueña. Se organizaron las guardias oportunas y los hombres se echaron cerca de las cabalgaduras que garantizaban calor animal a cambio de olores que a esas alturas de la marcha ya a nadie ofendían.
Tello cabalgó durante toda aquella jornada entre la mitad y la parte de atrás de aquel ejército pues, a la orden inicial de adentrase hacia la villa de Cisneros se contrapuso la de ir juntos todos hasta Ampudia. Su misión junto con otros caballeros de recién armadura no era otra que mantener vigilada la retaguardia con al menos dos leguas a la redonda. No era aquella misión agradable en tales condiciones de los elementos, pero al menos era improbable encontrar espía alguno en semejante situación. Los miedos y temores eran debidos más a una mala caída sobre los suelos helados, fríos y cortantes, que al filo de acero enemigo. Antes de retirarse a su lugar donde recogerse y tomar respiro fue Don Diego quién lo reclamó.
- Como vos digáis, Don Diego.
Aquel trato de sumiso respeto hizo que una sonrisa brotase de las comisuras de los helados labios de Don Diego. Con algo de chanza que no sobraba en aquellos instantes se dirigió a Tello
- Perdón os demando, Don Tello, de los Pérez de Carrión, que el don os sustraje de vuestro nombre sin haberlo pensado. ¡Ja, Ja! Tello, mi buen Tello, somos caballeros y además amigos, somos casi hermanos, tu el pequeño y yo el mayor pero como hermanos al fin y al cabo. Mantengamos ese trato frente a otros caballeros, pero entre nosotros seamos y tratémonos como hermanos.
- Gracias, Don Diego… Diego.
- Lo sé, Tello. Lo sé
El alba, al igual que la vivida la jornada pasada, los despertó áspera entre la ventisca, el hielo y las hogueras ya muertas de la noche pasada imposibles con el frio reinante de encender. Ensillados los caballos, Don Alfonso se acerco a Tello con paso firme.
- Don Tello, confiamos en vuestra valentía y acierto en la razia. De sobra sabéis que debe ser fulminante y sin piedad. No debe quedar árbol, huerta ni ganado que pueda dar sustento a peón enemigo tras vuestra grupa. Don Diego lo mismo espero de él desde el sureste mientras nos, engañamos al grueso del ejército. ¡Suerte, por Santiago!

Con un fuerte abrazo dejó a Tello henchido de orgullo, como cualquier joven con ansias de triunfo que, ciego ante el riesgo, batirá sus fuerzas por quién le da la opción. Así se utilizan desde las muchas veces grises alturas de los poderes mundanos los buenos deseos y las buenas lides de hombres enteros, que todo darán sin percatar cuán fútil es la lealtad a tales alturas.
Se despidieron los hermanos ya sobre sus caballos, tres días quedaban por medio, tres jornadas que prometían sangre y fuego sobre hielo y ventisca. Tello con cincuenta armaduras a caballo, partió a uña de caballo, Villarramiel, Villafrades y Melgar, villas que debía pasar sin verse su cabalgar. Quizá desde los altos cielos un infanzón de su misma edad, en esos momentos estuviere observando aquellos primeros pasos con una somera sonrisa al bies, mas es esta época menos proclive a los triunfos de un guerrero como lo fue mas de cien años antes, los de Don Rodrigo el de Vivar. La suerte estaba echada...
Entre idas y venidas...
ResponderEliminarNo creas que no te leo, te sigo, siempre.
Lo que no hago es comentarte, quizás debiera hacerlo, quizás debiera romper el silencio y llevar a Don Diego que me diga su verdad, esa que en esta historia parece ocultar.
Te dejo un abrazo.
Alicia