- Hola Inés. Nada me dijo Agustín de vuestros poderes adivinatorios, será un secreto entre nosotros.

Diario de a bordo.



sión contenida por el lloro deseoso de brotar, las vicisitudes de su padre en la lejana Asturias Inés se perdía entre los murmullos del rio y la brisa de un aire cargado de historia. Al frente la Torre del Oro, orgullosa de un pasado defensivo ante los que hoy la cuidaban de no caer en el escombro que es la muerte de un edificio, a su izquierda el puente de barcas, único paso de Triana a la Sevilla que paciente y rendido ante los periódicos enfados del rio dejaba a este acariciarlo sobre sus barcas que nunca vieron mar como sus hermanas las naos de tanta flota que, entre olores lejanos permitían imaginar las tierras desde donde zarpaban. Más de dos horas habían transcurrido desde que dejara a María con Diego cuando esta la llamó junto a Agustín.
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Luces de vástago, sueños de infante
que no los destrocen un maldito instante.
ón y los porqués de mi vida tras aquellos momentos vividos. Como os dije, fue mi familia destrozada por aquella sentencia inhumana, que aunque salvara a mi hermano, llevada a la más terrible bancarrota a mi familia. No sólo perderíamos la presencia de Juan, sino que todos mis hermanos acabaría lejos de Sevilla para siempre menos yo. A mí me entregaron infante al convento de Santa Inés para servir a la clausura y con ello pagar mi manutención, amén de recibir de esta forma la mínima educación. Mientras todo eso ocurría, en Córdoba Isabel tuvo a su vástago de nombre Diego que sin piedad alguna por parte de sus “piadosas madres” fue enviado a Sevilla a la casa de Don Francisco por orden de él mismo. Isabel destrozada y a punto de perder el juicio entró en un estado de algo parecido a la catalepsia, nada sentía, nada le importaba. Pasó mas de dos años hasta que su recuperación ya patente permitió que la trajeran a Sevilla donde fue preparada para su ordenación en el convento. Mientras tanto su padre nada quiso saber de su hija.
a vigilia se impuso dando permiso al alba para entrar en los ojos abiertos de María. Había escuchado la historia de forma quizá más moderada de voz y letra de Juan meses atrás, y acababa de escuchar la misma en su más cruda expresión de boca de su hermano Agustín. María en aquella vorágine de pasiones, odios, castigos y frustraciones casi había olvidado el por qué de su situación. Su marido tragado por una mar que nada daba sin reclamarlo antes o después, su vida como sueño prometedor en su villa de Gijón roto por aquella muerte y la carroña que tantas veces espera hacerse con los despojos sin que estos hubieran llegado a serlo. Todo aquello tras los últimos días reviviendo los azares de Juan Delgado y su amada Isabel le parecían lejanos dolores que había de dar paso y continuar adelante. mientras esto pensaba, los primeros ruidos de una ciudad que despertaba la incorporaron del camastro que compartía con sus dos hijos y comenzó a preparar el desayuno para sus hijos y los que iban poco a poco alcanzando tal sentir en su propio interior, que muchas veces es la que sientes como tal la que en verdad es pariente y la que lo es de sangre, no es más que lo que te trae el sufrir por no poderla asi sentir.
entras hablaba Agustín la Iglesia aparecía serena al final de la calle Betis junto al Hospital de la Virgen y la Universidad de los Mareantes, un todo dedicado a la mar, a las Indias y quienes a recorrerlo se dedicaban sobre naos, galeones y cualquier mercante que pudiera flotar a las órdenes de su majestad. Doblaron la esquina del mismo hospital y ya sobre la calle Pureza con el Guadalquivir como su compañero silencioso enfilaron el camino hacia la iglesia para acudir a la ceremonia religiosa.Tras los rezos, la eucaristía y la bendición, Agustín saludó a muchos de los que allí se encontraban mostrando a Inés y María que era un hombre querido y respetado entre aquellas gentes de mar. Salieron hacia un viejo chopo que nadie sabía cómo había resistido las avenidas del rio enfurecido y las manos humanas que sin furia necesaria acaba por segar de manera metódica los viejos árboles en pos de nuevas viviendas, caminos y veredas. Bajo su sombra protectora frente a un sol ya casi de noviembre, Agustín comenzó a explicar los destinos de Isabel y su hijo y los que a él lo unieron para siempre con la Virgen del Buen Aire…
avemente y que hoy, día de su pronunciación, oiga la misa que se dijere en la capilla de este Santo Oficio en forma de penitente en cuerpo y una vela de cera en las manos y no se humille salvo desde los Santos hasta haber consumido el Santísimo Sacramento y acabada la misa ofrezca la vela al clérigo que la dijere. Y le condenamos en destierro perpetuo de esta ciudad y su gobernación. Más le condenamos en dos mil ducados de Castilla para gastos extraordinarios de este Santo Oficio, con que acuda al receptor de él y por esta nuestra sentencia definitiva juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos y por ellos. El licenciado Pedro Tejado de Ubrique, el licenciado Fernando Ortega, Fray Severo de Montilla.…Como les fue relatando el Sacristán, al principio Don Francisco se avino a razones pues la principal de todas que no era otra que su hija había dejado clara con su determinación. Pero aquella situación solo era la de un hombre dolido, con el ánimo golpeado y desarbolado por su propia sangre; estaba claro que Don Francisco no iba a dejar que la aparente clara derrota de su vida cambiase su andar por muchas cuartas que haya virado el metal de la aguja en la vieja rosa de su navegar. Así continuaba relatando la historia Agustín a Inés y María cuando la otra orilla del Guadalquivir los recibió junto al recio castillo de San Jorge, justo allí María se aferró al brazo de Inés, un temblor se apoderó de sus reflejos mas primarios.
- Señora, lo que vio eran los penados que iban al quemadero de Tablada. Infelices y desgraciadas almas de las que, Dios y la Santa Inquisición me pe
rdonen, dudo que sus males a la cristiandad fueran merecedores de tal pena y castigo. Pero continuo con vuestro permiso, como iba diciendo Don Francisco recapacitó y dio marcha atrás en sus deseos de condenar a mi hermano a la pena más terrible en tiempo y dolor. Así, al día siguiente retiró los cargos ante el Alcaide que dio orden de levantar estos sobre los grilletes de Juan. Mi madre me permitió ir de su brazo a las puertas de la Cárcel donde la imagen de Juan en el dintel de aquella enorme puerta, titubeante en su mirada perdida, con el paso tembloroso por la incomprensión ante todo hizo que acabara siendo empujado, casi echado por los corchetes de la cárcel sobre el sucio lodazal que se abría frente a la puerta de hierro del edificio. Un grito con el nombre de Juan casi invisible entre el estertor agónico producido por los gritos de mi madre me hizo reaccionar y seguirla mientras esta se abalanzaba sobre el cuerpo de mi hermano. Los tres días siguientes fueron una procesión imaginaria de abrazos de mis hermanos y padres sobre mi hermano intercaladas en los preparativos para la marcha de Juan a la villa de Sanlúcar donde esperaría el tiempo pertinente a que la flota que partiese hacía el otro lado del mundo zarpase. Mientras la flota no zarpase no debían sus pasos quebrar los límites de aquella villa ni nadie de nosotros tomar contacto con él salvo por carta.
- Pero…
- Pero las velas del ánimo se atinan al viento que sopla y este decide en su arbitrio cuál será su próximo rumbo sin consultar al que templa el aparejo de la vida. No pasaron los tres días cuando unos desmayos y la sabiduría de las ancianas criadas que Don Francisco tenía le confirmaron el terrible desgarro en la honra de los Mallaina con el filo venenoso que era y aún es el deshonor de una hija mancillada. Esta vez la procesión sería la del silencio, el veneno que ya corría por la venas de don Francisco había anulado cualquier razón que no fuera la de hacer mal de manera fría y sin lugar a retracto. A Doña Isabel como vos la llamáis o a la hermana Piedad, que así será para mí hasta el fin de mis días, Don Francisco mandó escoltada tal que futura reina de España por el propio servicio de Don Francisco a la ciudad de Córdoba. Con el permiso de la madre del convento de Sevilla y la autorización de la misma en el de Córdoba fue internada en el más absoluto secreto para la mayor atrocidad que alguien de la misma sangre pudiera hacer con su hija.
Las lágrimas ahora brotaban lentas y casi sin deseos por fluir sobre el arrugado rostro de Agustín Delgado. Revivir aquél trance vivido mil veces en las palabras que Isabel le tatuó en su pensamiento tantas veces en las que ella necesitaba encontrar en él a Juan Delgado le devolvió a la vida.
- Agustín, nos os aflijáis, dejad el relato por hoy si no os sentís con fuerzas para continuar. Vuestro hermano estará orgulloso desde donde os esté escuchando pues nadie como vos pudo haber ayudado a Doña Isabel en su ausencia…
- Gracias querida María, que así me place llamaros, pero deseo continuar con este; aunque no lo creáis hacía años que de mis ojos no brotaba lágrima alguna. La soledad los había secado; ahora parece que los fantasmas han vuelto para darme un soplo de sus vidas mientras revivo sus memorias ante vuestras mercedes. Mientras Isabel quedó presa en Córdoba, Juan se preparaba para partir hacia Sanlúcar, la mañana del tercer día, como así había sido pactado fue la de la despedida. En silencio acompañamos a Juan hacía el embarcadero próximo a la Torre del Oro pues allí esperaba una pinaza que entre los fardos, unos legales y otros de contrabando, se dirigía hacia Sanlúcar y tras su barra enfilaría el Estrecho para perderse en el viejo mar romano. Mi madre con el llanto contenido se aferraba al brazo de mi hermano mientras mi padre cargaba el hatillo a modo de pena impuesta por algo que aún no era capaz de comprender. El mismo olor que ahora percibimos a humedad y brea mezclada por el calor de un sol que entonces parecía querer ser castigo con todo lo demás nos decía que los muelles estaban a pocos pasos, la pinaza apenas si se movía al paso de cada hombre y fardo que como uno sólo subían por la plancha de la nave, fue en ese momento cuando una voz como un trueno tenebroso, que aún me enfría la sangre ahora que casi no hay calor dentro de mi viejo cuerpo, nos paralizó a todos casi como si el mundo nos hubiera abandonado en su lento girar.
- ¡¿Qué ocurrió?! ¡¿Qué fue lo que oíste, Agustín?!
- ¡ Alto en nombre del Santo Oficio!...



No lo hagas tú con mis humildes letras encadenadas