Me fui de Gijón con una niebla intensa, los faros no eran capaces de traspasar aquella inmensa nube baja que me devolvía multiplicada por dos la luz que yo le daba. Dos días después, a la vuelta, el camino había cambiado, era una preciosidad de luz la que me obligaba a proteger la vista, podía percibir al bajar la ventanilla del coche el frescor propio de un invierno que está siendo flojo en sus embates, en sus típicas oleadas de aire frío siberiano o directo del Ártico. El sol con forma de yema tostada se acostaba lentamente delante como queriéndome decir donde debía llegar.
¿Qué pasó?¿Cómo un mismo camino puede ser inaccesible en sus propios límites en una ocasión y un perfecto trazo como una vía de tren en otra?
“La meteorología es así”, es lo que debería haber pensado, sin embargo la suavidad de la conducción mezclada en ese ruido familiar de los niños atrás, mientras mi mujer leía en el asiento del copiloto, hizo que mi visión traspasase sin esfuerzo el parabrisas delantero. La nitidez era absoluta, se podía leer perfectamente la matrícula de quien me precedía, las hojas aún resistentes de tanto castaño y roble que delimitaban el autopista me saludaban desde sus puestos de combate, vencedoras al otoño y agonizantes en su lucha por enlazar la esperada primavera.
Conseguí despegarme del cálido run-run que tarareaba aquel motor mientras nos llevaba a casa, no pude distinguir quién conducía mientras me alejaba, solo podía ver unas manos aferradas al volante como una imagen cada vez mas minúscula y silenciosa. Mientras, aquel disco incandescente en sus últimos minutos de gloria se me hacía más y más grande, la velocidad con la que me desplazaba aumentaba de forma exponencial. Por mis pies pasaron Gijón, La Coruña, Finisterre, hasta que una mancha enorme me envolvió desde abajo, su color era gris oscuro, cada vez más. Solo una larga línea del color del disco dorado que esperaba más adelante daba algo de variedad a ese manto de agua y sal, dividiéndolo como una bisectriz en un ángulo de lados imaginarios con su vértice bajo aquel sol que se iba, dejándome en medio de aquella soledad.
La noche me atrapó viajando, creo más despacio pues podía escuchar el rumor de las olas unas sobre otras pugnando por ganarle un beso a su príncipe, el que les daba vida, Eolo o Ehécatl, como le conocían más al oeste. No sentía frío aunque si temor, esa sensación de la nada sobre la que no podía apoyarme era irritante. Nunca sabes lo que vale el apoyo hasta que lo pierdes y lo había perdido, no me caía, no me golpeaba, nada necesitaba pero no me sentía partícipe de nada, simplemente una hoja seca que se dejaba llevar por su excelsa majestad el Viento del Este. Intenté concentrarme para olvidar la situación, pensé que los recuerdos me ayudarían a centrarme.
Poco a poco empecé a recordar momentos próximos en el tiempo, los dos días en Bilbao me hicieron sonreir, mi ansiedad desapareció, y parecía que podía distinguir el faro de Finisterre. Todo iba bien pero, sin darme cuenta y como tantas veces mi mente empezó a recordar pasajes desagradables protagonizados por mi o por gente desagradable y comencé a perder altura, la mar se abría en mi eje vertical como el gran remolino que engulló al Nautilus del capitán Nemo. No podía permitir que me tragase pero no entendía por qué sucedía. Seguían pasando historias tristes por mi mente, la oscuridad ahora ya era total, había entrado en el ojo de aquel enorme remolino, mirase a donde mirase solo veía paredes de agua girando a gran velocidad en la que se veían proyectadas las imágenes de mi mente.
Fue en ese momento a algo después, no lo sé, pero entonces me di cuenta. Debía pensar en los bueno de mi vida, de mis próximos, olvidarme de tanta miseria gratuita. Lo hice de inmediato, tengo que decir que solo pensar en los que más cerca tengo, ya sea físicamente o por esa red de redes, fue remedio de santos pues comencé a elevarme, el remolino se alejaba mientras yo ya podía distinguir la secuencia fija del faro de Finisterre...
¿Qué pasó?¿Cómo un mismo camino puede ser inaccesible en sus propios límites en una ocasión y un perfecto trazo como una vía de tren en otra?
“La meteorología es así”, es lo que debería haber pensado, sin embargo la suavidad de la conducción mezclada en ese ruido familiar de los niños atrás, mientras mi mujer leía en el asiento del copiloto, hizo que mi visión traspasase sin esfuerzo el parabrisas delantero. La nitidez era absoluta, se podía leer perfectamente la matrícula de quien me precedía, las hojas aún resistentes de tanto castaño y roble que delimitaban el autopista me saludaban desde sus puestos de combate, vencedoras al otoño y agonizantes en su lucha por enlazar la esperada primavera.
Conseguí despegarme del cálido run-run que tarareaba aquel motor mientras nos llevaba a casa, no pude distinguir quién conducía mientras me alejaba, solo podía ver unas manos aferradas al volante como una imagen cada vez mas minúscula y silenciosa. Mientras, aquel disco incandescente en sus últimos minutos de gloria se me hacía más y más grande, la velocidad con la que me desplazaba aumentaba de forma exponencial. Por mis pies pasaron Gijón, La Coruña, Finisterre, hasta que una mancha enorme me envolvió desde abajo, su color era gris oscuro, cada vez más. Solo una larga línea del color del disco dorado que esperaba más adelante daba algo de variedad a ese manto de agua y sal, dividiéndolo como una bisectriz en un ángulo de lados imaginarios con su vértice bajo aquel sol que se iba, dejándome en medio de aquella soledad.
La noche me atrapó viajando, creo más despacio pues podía escuchar el rumor de las olas unas sobre otras pugnando por ganarle un beso a su príncipe, el que les daba vida, Eolo o Ehécatl, como le conocían más al oeste. No sentía frío aunque si temor, esa sensación de la nada sobre la que no podía apoyarme era irritante. Nunca sabes lo que vale el apoyo hasta que lo pierdes y lo había perdido, no me caía, no me golpeaba, nada necesitaba pero no me sentía partícipe de nada, simplemente una hoja seca que se dejaba llevar por su excelsa majestad el Viento del Este. Intenté concentrarme para olvidar la situación, pensé que los recuerdos me ayudarían a centrarme.
Poco a poco empecé a recordar momentos próximos en el tiempo, los dos días en Bilbao me hicieron sonreir, mi ansiedad desapareció, y parecía que podía distinguir el faro de Finisterre. Todo iba bien pero, sin darme cuenta y como tantas veces mi mente empezó a recordar pasajes desagradables protagonizados por mi o por gente desagradable y comencé a perder altura, la mar se abría en mi eje vertical como el gran remolino que engulló al Nautilus del capitán Nemo. No podía permitir que me tragase pero no entendía por qué sucedía. Seguían pasando historias tristes por mi mente, la oscuridad ahora ya era total, había entrado en el ojo de aquel enorme remolino, mirase a donde mirase solo veía paredes de agua girando a gran velocidad en la que se veían proyectadas las imágenes de mi mente.
Fue en ese momento a algo después, no lo sé, pero entonces me di cuenta. Debía pensar en los bueno de mi vida, de mis próximos, olvidarme de tanta miseria gratuita. Lo hice de inmediato, tengo que decir que solo pensar en los que más cerca tengo, ya sea físicamente o por esa red de redes, fue remedio de santos pues comencé a elevarme, el remolino se alejaba mientras yo ya podía distinguir la secuencia fija del faro de Finisterre...
De pronto una pelota de papel que me lanzó uno de mis hijos desde atrás me sacó de aquel bucle. Había vuelto y no iba a dejarme ir nunca más.
2 comentarios:
Niebla, volante, asfalto, velocidad, mar, viento... cóctel de pensamientos sentimientos y pasiones.
Pura vida...
Atrapados en el remolino de la cotidianeidad podemos consumir demasiado tiempo, demasiado esfuerzo en preocupaciones inútiles, miras demasiado terrenas, zancadillas innecesarias, pequeñas rencillas, intereses vanos, perdiendo altura como personas… perdiendo altura, ocultado el horizonte, olvidando momentáneamente las cosas verdaderamente importantes, esas que son nuestro real sustento y que tú, con tozuda obstinación recuperas y nos regalas en cada uno de tus escritos, palabras con sentido, palabras vivas.
¿Qué decirte sino ¡gracias!?
José Miguel
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