martes, 1 de abril de 2008

Mas vale morir una vez (13)

... La travesía de casi 1.500 millas hasta Manila fue tranquila y solitaria. El once de febrero del año de nuestro señor de 1596 arribamos a la protectora bahía. Una salva de aviso nos indicó que esperásemos, por lo que dimos fondo entre la Isla de Corregidor y la de Caballo hasta que un galera de pequeño porte se acercó a nuestro Galeón.

- ¡Permiso para subir a bordo!
- ¡Permiso concedido!
Un alférez llamado Hernando de Ribaterra se presentó. Doña Isabel le entregó la documentación de la expedición, mientras él se presentó a los presentes en la cámara.
- Como alférez de nuestro gobernador, Don Francisco Téllez de Guzmán, os damos la bienvenida a vos Doña Isabel y a toda vuestra dotación. En dos horas la pleamar será completa y mi galera les remolcará hasta el apostadero donde les escoltaré al palacio del gobernador.
- En nombre de mi tripulación y en el del Virrey del Perú le quedo eternamente agradecida. Durante la espera por la pleamar le ruego comparta con nosotros un poco de aguardiente que aún guardamos, mientras nos cuenta un poco de la Islas y sus maravillas.
Así pasó el tiempo hasta atracar en el apostadero donde nos esperaban las autoridades con la excepción del gobernador. El alférez mandó un correo a caballo al palacio situado en la ribera del río Pasing donde se arremolinaba Manila, queriendo parecer la capital lo que aún era un villorrio grande. Don Francisco Téllez nos recibió a una pequeña representación de los supervivientes entre los que nos encontrábamos Don Pedro, Doña Isabel, Francisco Maseda, dos mujeres y yo. Nos habíamos vestido de la mejor manera posible, con nuestros mejores ropajes, pero el gesto torcido de los acompañantes de Don Francisco nos devolvió a la realidad de la que proveníamos. El gobernador se reunió con Doña Isabel en privado, mientras nosotros comenzamos a confraternizar con el séquito del gobernador. Entre ellos un hombre, cuyo nombre será el penúltimo en el que piense antes de morir, se acercó a Don Pedro y a mi. Don Fernando de Castro, general de los galeones de la carrera de Filipinas,
- Sean bienvenidos a esta isla en la que el calor y la asfixiante humedad son los verdaderos enemigos de un cristiano. Me presentaré, soy Don Fernando de Castro, General de galeones.
- A su servicio, vuestro navegante Don Pedro de Quirós y quién a mi lado se encuentra Don Martín de Oca, caballero y capitán de Doña Isabel.
- Pobre señora, el sufrimiento que han llevado todos ha tenido que ser doble en su grácil persona. Pero por favor caballeros, estoy ansioso por escuchar su historia vivida por esas latitudes desconocidas para cristianos como nosotros.
La velada se hizo muy agradable, siendo nosotros el centro de atención con nuestra historia que por una vez nos sirvió de excusa para disfrutar de las miradas de bellas damas, mientras degustábamos vinos y exquisiteces que habíamos dado por perdidas para siempre. Varias horas después Doña Isabel, acompañada del brazo por el gobernador, se unió a la reunión en la que fue presentada a todos por Don Fernando. Fue soltar su brazo del gobernador y dar el “primer asalto” el general de galeones con su porte de hombre bragado y aire gallardo; aquellos ropajes de cortesano frente a los míos de un mendigo del mar no tenían competencia. Aún no me percataba de lo que estaba sucediendo, pero Doña Isabel había cambiado, había vuelto la dama que nunca había conocido en la corte del Virrey del Perú.
Aquellos meses de vida en tierra fueron reparadores al ciento, engordamos, nos trataron como héroes, al fin y a la postre éramos españoles, que era lo que menos abundaba en aquellas remotas tierras de nuestro Rey. Muchos de los compañeros de singladura conocieron dama y entablaron relación que sin interrupción acabó en boda. Fuimos quedando los serios, los amargados, los derrotados, los que amábamos lo inalcanzable cada día que pasaba. A los que casaba el gobernador, les daba tierras y encomiendas para poblar y enriquecer aquellas tierras espesas de jungla y húmedas hasta el tuétano. Mi sueño estaba allí, en todo aquello que ofrecía el gobernador, pero se convertía en pesadilla sin su piel cerca.
No había festejo o reunión a la que ella no acudiera sino del brazo de aquel lechuguino que yo sentía como mi más acérrimo rival. Mi sangre hervía de celos y me embozaba el desánimo. Ni una sola vez hizo ademán ella de acercarse y si por azar nuestras miradas se encontraban, volvía su bella y ahora altiva cabeza con un gesto imperceptible de desdén. Un día sin más decidí acometer mi duelo mas temido, el único en el que temía por mi alma, enfrentarme a los ojos de Doña Isabel.
Acudí al monasterio de los dominicos en el que residía Doña Isabel por la venia de Fray Miguel de Benavides, hombre osco y entrado en carnes al que no comprendía aquel concentrado fanatismo que destilaba en su mirada. Solo vivía para su destino en Nueva Segovia, (Cagayan), donde decía que debía iluminar a esos “indios ignorantes y casi bestias” como los llamaba este peculiar “hombre santo”. La hice llamar a sus aposentos en el ala sur de aquella robusta casa sacerdotal. Tardó casi media hora que se me hizo eterna, estaba claro que ni estábamos a bordo del “San Gerónimo” y que Doña Isabel había recuperado los modales de una verdadera dama castellana dándome el tiempo de su espera como el valor de su persona.
- Buenas tardes, Don Martín. ¿Qué se os ofrece? ¿Os tratan bien en el palacio del Gobernador?
- Hola, Isabel. No hace falta que me trates así, estamos solos.
- Perdóneme, Don Martín. No os comprendo.
- Está bien, no me demoraré más. Isabel, os sigo amando como el día en que os sentí cerca, como el día en que avistamos la línea de tierra de esta ciudad. Os amo, mil veces lo diría y mil veces me repetiría. Percibo que de vos no es el mismo sentir y me duele. Ese hombre, el General de Galeones, Don Fernando os ronda y temo por vos, no creo que sean limpias sus intenciones...
- ¡Callaos, Don Martín!¡Cómo os atrevéis! Don Fernando de Castro es un caballero que lucha por mantener nuestro contacto con Nueva España, leal al gobernador, sobrino de otro gran gobernador como Don Gómez Pérez Dasmariñas. Un grande entre los que aquí vivimos. Os perdono por ser vos, porque os conozco y os aprecio. Además habéis de saber que estoy prometida con él y si Dios lo permite me casaré en las calendas julio.

Todo estaba dicho, había perdido el duelo, quizá mas importante de toda mi vida. Mi alma se esfumó dejando el cuerpo inerte del vencido sin remedio. Me despedí para siempre conteniendo las lágrimas pues de caballeros es aceptar la derrota sin queja ni dolor. Volví sobre mis pasos y aquel 25 de junio de 1596 decidí enrolarme en el "San Jerónimo" con destino a Nueva España. Don Pedro me había ofrecido embarcar, pero aún quería creer que ella me retendría allí.
La mañana del 10 de agosto con vítores y buenos deseos por parte de los que allí quedaban largamos las amarras, no sin antes despedirnos de Don Fernando de Castro como General que entregó documentos para el virrey de parte del gobernador. La pequeña galera que nos remolcó a la entrada hacia ya casi seis meses fue la que lentamente nos alejó de aquella tierra húmeda a la que creo nunca volveré...

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