A veces parece imposible creer que lo que se dice. A veces las palabras que salen de uno parecieran tratar de volver a guardarse, pero salen y se impregnan de realidad. Quedan en su casilla, se plantan como ese caballo que amenaza el centro del tablero y tras su salto ya es imposible retornarlo a su antigua posición. Quizá el movimiento haya sido un suicidio, quizá era eso lo que habría de hacerse precisamente. Pero quizá de esa manera la partida vital se torne asumible para quien la juega y, gastado, no puede imaginar otras situaciones en el tablero después de bastantes jugadas del pasado en las que como es normal la derrota es la que siempre acaba por mostrarse amenazante sobre el propio rey de la conciencia que es el que tratas de defender.
A veces el final es lo que deseas porque es lo más sencillo para poder volver a empezar y evitar en la nueva partida no cometer los mismos errores, sabedor, porque es así, que en la partida habrá otro jugador enfrente con el planteamiento distinto al anterior y por ello los errores seguramente volverán a surgir. Pero crees que esta vez no será tan duro, que no te golpeará donde ya te duele sin más porque crees saber de qué va esto. Pero el golpe, aunque sea una caricia te abre la herida y todo se derrumba sin sentido.
El silencio te agarrota sin poder gritarle, sin saber cómo enmendar lo que se rompe sin más. La asfixia en el ambiente sofocante del fracaso propio se pega a tu piel como una lápida sin nombre que ya no se separará de ti, como la marca del grillete del galeote liberado a quien se señalará en cada lugar a pesar de ser hombre libre, pues el daño ya está hecho. Un daño que solo acaba por provocar dolor en los que le rodean. Por eso lo que queda es alejarse para no provocar el mal propio entre los demás.
Tumbar tu rey y salir apresurado del combate, tratar de desaparecer del lugar y buscar un acomodo como espectador de otros combates donde poder opinar sin riesgo, donde apoyar o no a quien consideres, sin jugar tu el momento de la verdad. Sabes que no lo hay pues está dentro de ti todo el bien y el mal con el que jugar la partida vital en la que la derrota es la misma para todos. Solo existen movimientos y errores que decantarán el acierto y la salud de tu conciencia o el desánimo y el temor sobre ella. Pero la partida sigue mientras cada pieza implacable solo hará lo que uno le conmine.
Es el final, siempre es el final, cada segundo en un instante final, aunque a veces son infinitos segundos los que unidos marcan el final en mayúsculas y todo parece haber terminado sin lugar, sin fecha, sin gloria. Algo que acaba complicando a almas gemelas, a las que devolverles su verdad y su independencia es el deseo y sin embargo parece imposible no arrastrarlos con la partida de forma inmerecida.
6 comentarios:
¿¿¿Don Blas????
¿o de quién son esas palabras?
Si recuperaras el valor de confianza no existirían finales
No existen los finales, solo nuevos principios
Y por cierto... Detrás de los gris no arde la luz???
Tras lo gris arde la luz, sin duda.
Un artículo interesante! Voy a leer más en este blog más tarde.
Bienvenido a mi blog don Gerardo de Suecia en esta dirección:
http://turbeng.wordpress.com/
(Allí hay unas experiencias de chinchetas y muchas otras cosas).
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