... la mañana de aquel sábado no era tan fría como esperaba, estaba nublado completamente, chispeaba esa fina lluvia tan molesta. Cogí mi sobre y el paquete y me encaminé hacia la calle. Begoña me dio un abrazo, se quedó en casa con los niños aunque, por su cara, estoy seguro que daría medio brazo por estar allí conmigo. Desde mi domicilio hasta el hospital necesitaba coger el metro, por lo que eso me permitió volver a leer la carta esta vez solo y sin las pequeñas interrupciones de mis pequeños. Me preguntaba la excusa que daría a las enfermeras para visitar a un enfermo grave del que no tengo relación alguna, nunca había entrado en un hospital para visitar enfermo alguno, mis padres gozaban de buena salud y hasta el momento la salud de mis seres queridos iba de la mano de la buena suerte.
La entrada de aquel hospital siempre impresionaba. En la época en que vivimos estamos acostumbrados a hospitales de planta nueva, edificios modernos y en permanente reforma; este hospital ya tenía mas de cien años, su distribución en pabellones al estilo del XIX, con sus ladrillos rojos por todas partes hacía que te sintieras en otra época, como si de pronto al atravesar portalón del pabellón de entrada te sumergieses en finales del 18. Los coches, ambulancias aparcados junto a cada salida de pabellón, mis propias ropas y los uniformes de las enfermeras me convencían de que eso no había ocurrido.
El pabellón de agudos se encontraba en el centro de aquella enorme superficie hospitalaria intercalada de jardines sencillos pero extremadamente verdes. Era sábado, temprano, eso tenía la ventaja de la poca gente en el centro, pero la desventaja de poder ser visto mas fácilmente. Entré al pabellón y después de varias preguntas me encaminé hasta el control de enfermería donde se encontraba Antón. Me presenté como un amigo de la familia que había llegado sin avisar desde Cádiz en el tren de Madrid de esta misma mañana. En aquel momento la enfermera que se encontraba en el control no me hizo mucho caso; por lo que pude observar estaba terminando los tratamientos matutinos y no me debió ver “muy malas pintas”, así que me dejó pasar.
- Antón esta en la habitación 215, Sr...
- Imanol, Imanol Arceniaga
- Muy bien, procure no alterar su estado, esta sedado, después pasaremos a hacerle la habitación y las curas.
- Muy bien, gracias enfermera.
Con los nervios aflorando sin recato ninguno me encamine al final de aquel pasillo, donde el calor propio del hospital hacia que el sudor buscase también salida por cualquier poro de mi piel. Al fin estaba frente a su habitación, 215. Abrí lentamente la puerta, la pequeña ventana oculta tras las cortinas no podía ser la causante de la luminosidad de la habitación. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a aquella luz y pude ver a Antón. No era aquel niño de 12 años al que despidieron sus padres en el muelle de Uribitarte entre sangre y destrucción. Era un anciano avejentado más si cabe por aquella enfermedad y postración en una cama de hospital. Lo contemplé intentando ver a Alejandro en su interior, buscando los rasgos de su madre Amelia entre aquel mar de arrugas estancadas. La habitación era simple, su mesilla, sus máquinas pitando regularmente, con sus dibujos virtuales imitando al corazón verdadero que se perdía en su pecho. Un pequeño jarrón del que a duras penas luchaba una rosa marchita por seguir brillando, era lo único no “sanitario” de aquella habitación.
La entrada de aquel hospital siempre impresionaba. En la época en que vivimos estamos acostumbrados a hospitales de planta nueva, edificios modernos y en permanente reforma; este hospital ya tenía mas de cien años, su distribución en pabellones al estilo del XIX, con sus ladrillos rojos por todas partes hacía que te sintieras en otra época, como si de pronto al atravesar portalón del pabellón de entrada te sumergieses en finales del 18. Los coches, ambulancias aparcados junto a cada salida de pabellón, mis propias ropas y los uniformes de las enfermeras me convencían de que eso no había ocurrido.
El pabellón de agudos se encontraba en el centro de aquella enorme superficie hospitalaria intercalada de jardines sencillos pero extremadamente verdes. Era sábado, temprano, eso tenía la ventaja de la poca gente en el centro, pero la desventaja de poder ser visto mas fácilmente. Entré al pabellón y después de varias preguntas me encaminé hasta el control de enfermería donde se encontraba Antón. Me presenté como un amigo de la familia que había llegado sin avisar desde Cádiz en el tren de Madrid de esta misma mañana. En aquel momento la enfermera que se encontraba en el control no me hizo mucho caso; por lo que pude observar estaba terminando los tratamientos matutinos y no me debió ver “muy malas pintas”, así que me dejó pasar.
- Antón esta en la habitación 215, Sr...
- Imanol, Imanol Arceniaga
- Muy bien, procure no alterar su estado, esta sedado, después pasaremos a hacerle la habitación y las curas.
- Muy bien, gracias enfermera.
Con los nervios aflorando sin recato ninguno me encamine al final de aquel pasillo, donde el calor propio del hospital hacia que el sudor buscase también salida por cualquier poro de mi piel. Al fin estaba frente a su habitación, 215. Abrí lentamente la puerta, la pequeña ventana oculta tras las cortinas no podía ser la causante de la luminosidad de la habitación. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a aquella luz y pude ver a Antón. No era aquel niño de 12 años al que despidieron sus padres en el muelle de Uribitarte entre sangre y destrucción. Era un anciano avejentado más si cabe por aquella enfermedad y postración en una cama de hospital. Lo contemplé intentando ver a Alejandro en su interior, buscando los rasgos de su madre Amelia entre aquel mar de arrugas estancadas. La habitación era simple, su mesilla, sus máquinas pitando regularmente, con sus dibujos virtuales imitando al corazón verdadero que se perdía en su pecho. Un pequeño jarrón del que a duras penas luchaba una rosa marchita por seguir brillando, era lo único no “sanitario” de aquella habitación.
- Antón, Antón Arceniaga. No me conoces por la voz, pues aunque sea yo el que te lo dice, tu padre Alejandro, es otra garganta la que modula mi voz. Estás cerca de rendir cuentas a la conciencia que es la que realmente te las pide al morir. No te apures no temas que la tienes clara y limpia, te lo digo yo desde mi privilegiado lugar. Pero no es eso por lo que vengo a verte antes de que vengas tu a mi. Lo hago porque necesito explicarte tantas cosas, porque tengo una deuda contigo...
3 comentarios:
siempre me pasa igual... empiezo a leer la primera parte y me engancho con las siguientes, y es lo que tiene, que ahora hay que esperar a las sexta...siempre me digo lo mismo: no lo leas hasta que esté complento... pero es que es irresistible no leerte.
¡Qué calidez, qué ternura desprende tu descripción del enfermo!
¡Cómo me está gustando tu relato!
¡Qué calidez, qué ternura desprende tu descripción del enfermo!
¡Cómo me está gustando tu relato!
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