Había en El Callao dos tabernas de rancio olor portuario, en una frente a los pataches, chalupas y algún Galeón de la Armada no había mucha opción a mis aficiones; siempre había presente autoridad que lo vigilaba con desgana, pues allí era donde las tripulaciones se solían contratar. Por ello, los de mi gremio conseguimos que abriera algún alma tan negra como nos una taberna en un estrecho callejón con doble salida al centro y al muelle de forma lago retorcida, que permitía la huida en los casos de extrema necesidad que muchos eran estos, Dios lo sabe y por ello me perdone. La callejuela llevaba el nombre de un traidor como no podía ser de otra forma, “Bellido Dolfos” se llamaba; durante la noche la oscuridad realmente era allí dueña y señora.
Era aquella velada una de tantas, oculta entre el humo del tabaco y el angosto perfume de la humana presencia que nosotros mismos generábamos pues, como buenos cristianos, aborrecíamos del baño que tantos males nos predice la Santa Madre Iglesia. La partida iba como tantas, mi victoria se perfilaba nítida en el horizonte oscuro de aquella guarida. Aquella vez uno de los contrincantes no era de los habituales marineros con el perfume aún fresco a brea o borrachos con poco recato de sus bienes, a los que era tarea de infantes hacerles la recaudación, sus vestidos eran de mayor elegancia que la del resto, aunque no fuera aquello nada difícil. Aquel caballero estaba nervioso por la inminente pérdida que también vislumbraban sus pequeños ojos.
- ¡Maldita sea mil veces! ¡Cual es vuestro nombre! ¡Os lo pregunta Guzmán de la Hoz, caballero de la guardia del Virrey!
- Pues en malos tugurios os dejáis ver, excelencia. Un caballero como vos de seguro dispondréis lugares de mejor acomodo para vuestros momentos de holganza. ¿O quizá pensabais que aquí los doblones eran de más fácil recurso?
Su rostro enrojeció, mis compañeros de mesa se retiraron al instante. Fue mi primer error. Don Guzmán me retó a duelo a muerte.
- Nadie me llama ladrón y vos no sois nadie. ¡Defendeos!
No tuve otro remedio, mientras Felipe y Alfonso, mis únicos amigos hasta aquel día neutralizaban a los dos compañeros de Don Guzmán, nos luchamos a “juicio de Dios” en medio de aquella taberna. El círculo se hizo rápido, la taberna pasó a ser un palenque del que sólo uno saldría malparado, al otro lo sacarían muerto. Como imaginarán los que lean esto, de una estocada certera herí de gravedad a la altura del estómago a Don Guzmán y como un resorte mi “vizcaína” se hundió en su cuello sin remisión.
Un silencio recorrió la estancia ahora convertida en capilla ardiente, fue el tiempo que medió entre la muerte del caballero y los dos golpes secos sobre sus guardaespaldas. Felipe y Alfonso me dieron todo el dinero que había en sus bolsillos envueltos en dos abrazos que aun me aturden con el tiempo pasado, pues me reencontré con la amistad, algo perdido desde que me subí en aquel carro al salir de Lerma. Salí corriendo hacia el centro de la villa sin saber a ciencia cierta la dirección a tomar. Como podrá suponer quien esto lea, ese tugurio despareció y sus fieles parroquianos con él, cada uno con sigilo y calma se acomodó en otros lares, quizá huyeran todos a otro puerto, que los hay iguales o peores en toda la costa cristiana que domina nuestro Rey.
Al mismo tiempo que esto sucedía, mientras escapaba sin saber a dónde, con el pánico grabado en la mirada de mis amigos viendome como carne de soga y patíbulo, cuatro navíos habían zarpado de El Callao hacia dos días con destinos desconocidos. Ahora sé que partieron en busca del oro para unos y la mayor gloria del Rey para otros. Soñaban con encontrar las minas del Rey Salomón, solo que entre islas en vez de entre la selva africana. La naves era la Fragata Santa Catalina y la Galeota San Felipe de pequeño porte y los galeones Santa Isabel y San Jerónimo de buen porte. Este último es el mismo desde el que me encuentro escribiendo estas letras.
Perdida la poca honra de no ser perseguido, solo quedaba defender la vida que si ya era grande, en aquellos momentos era algo enorme, pues solo disponía de ella y los doblones que me dieron mis amigos. Robé una yegua de unos establos que encontré por el olor y los quejidos de los animales y partí a uña de caballo hacia el norte. Tenía que huir y alcanzar la forma de escapar de las garras imperiales y sus crueles ojos escondidos en cualquier parte. Soñaba con alcanzar las tierras del Caribe donde, como peor vida siempre encontraría la que me ofreciera algún filibustero que precisare de los servicios de un bravo por la paga del saqueo...
3 comentarios:
¡Uy! ¡Qué bien! De capa y espada, pendenciero y jugador.
¿Qué más?,por favor
Muchas gracias por estos relatos, la espera merece la pena.
Saludos
Qué hermosa forma de sacar de los dentros a los quijotes, Arcipestres, Cides, y tantos caballeros andantes y de los mares.
Blas, no conozco a alguien que se embarque en la tarea de escribir historias como las tuyas, esos temas son difíciles, mis respetos amigo.
Un abrazo desde México.
Buena salud a todos.
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