miércoles, 30 de noviembre de 2011

No habrá montaña mas alta... (124)


…La plaza de  San Juan de Dios  volvía a  abrir sus   límites entre tantas casas de grandes familias. Una de ellas, la que se conocía como de Las Lilas iba a ser esta vez el  nuevo frente de batalla  sin pólvora y con la  única metralla la decisión y bravura sobre el reto de   rendir  el castillo de alguna dama que osara retarlos. En este caso uno  de los dos iba abierto a cualquier fuerte  que  lo hiciera sin menospreciar almena por prometida torre del Homenaje, que las batallas  para este debían de contarse por victorias o retiradas honrosas, nunca derrotas por incomparecencia; sin embargo, el otro ya enfilaba sus huestes azuzadas por el ánimo que se encastra entre los deseos y la ilusión hacia el castillo más  brillante según sus puras sensaciones, aunque éste aún no apuntara sus almenas en la línea del horizonte.

Doblaron las puertas   volviendo a encontrar el gentío del día anterior en la casa de los Lasquetti. Esta vez habían enviado un mensaje a su compañero Antúnez en el que le decían  que se verían en la misma fiesta para  en lo posible evitarlo si el asedio  se presentaba más pronto que tarde. No parecía que todo fuera   a ir como lo habían previsto, pues las dos damas en cuestión no se hacían ver entre tanta máscara.   Ellos lograron hacerse con un burdo  antifaz que  entregaban en la entrada a quienes no lo trajeran, era un mero formalismo pues los dorados de sus uniformes dejaban a las claras quienes eran  con la duda para quienes no los conocieran de sus nombres.

-          Capitán Fueyo, no hay fragata irlandesa a la vista. Creo que debemos otear  nuevas embarcaciones de porte mas hispano que más gracia tendrán.  ¡Mira, por ahí anda Antúnez y parece que bien acompañado! ¡Venga, que no se diga  de  vuestra merced que no se adapta a los mares  tal y como presenten sus respetos!

Daniel no tenía ganas de nuevos escarceos donde  ver lo que no deseaba, pues su  deseo solo descansaba en la obsesión encontrada en una mirada, un aroma y una voz que ansiaba volver a sentir de nuevo sin más. Pero sabía que había que mantener al menos en  mínimo las apariencias y siguió a  su amigo. Como siempre, no muy lejos el primo lejano de Antúnez  mantenía cercada la mesa de las viandas y vigilaba  el acecho de  competidores sobre los licores. Había que reconocer que  sabía cumplimentar a quienes consideraba  de los suyos y en menos que   era capaz de trasegar un cucharón de ponche ya  ofreció dos copas de buen jerez a  los dos marinos recién llegados. Con las copas aferradas a sus manos se presentaron por  las aletas de Antúnez.

-          ¡Capitán Fueyo y teniente Cefontes!  ¡Os echaba de menos! Pero dejadme que os presente a estas damas escondidas tras sus  máscaras. 

Las presentaciones dieron paso a las sonrisas  siempre vigiladas por las  damas de compañía que recelosas acechaban  con no poco acierto ante dorados y entorchados   sin mucho bagaje en  caudales y edad. En eso estaban cuando una voz conocida, sin posibilidad de error por su  acento, alcanzó  el  sentido de Daniel. Un giro fue suficiente para desarbolar y  no poder contestar sin tartamudear. Mientras, por la otra banda  la situación de similar comienzo fue de distinta respuesta. Las frustradas damiselas desinflaron sus mínimas risitas mientras las damas de compañía aprovechaban  semejante ocasión para  mostrarles  lo que significaba todo aquello al alejarse, dejando a Antúnez derrotado frente a los bocaditos de comida como único consuelo momentáneo.

Ambos se  separaron de forma tácita y sin mediar palabra con destinos inciertos.

-          Veo, capitán, que   no permanecéis mucho tiempo en la misma bahía, aunque  sea esta la que os haya ofrecido abrigo…

Tan rojo como bandera de combate trató de contestar.

-          ¡Oh! No se confunda  señorita Macleod. Simplemente dábamos conversación a esas damas  que en realidad acompañaban a nuestro amigo el teniente Antúnez mientras esperábamos encontrarnos con  vuestras mercedes. En realidad es lo que esperaba con deseo… volver a veros.
-          Os creo a vos, que no a vuestro amigo. Pero eso será un problema de Temperance y no mío. ¿Conocéis esta casa, capitán?
-          Daniel, llamadme Daniel si os place, señorita Macleod. No conozco la casa, si eso  querías saber de mi.
-          Pues Daniel, acompañadme    que yo, para vos, Dora, la conozco  gracias a mi amistad con Mariana la menor de la hijas. Venid, os llevaré a los jardines donde escondernos de tanto ruido y nos permitirán ver la bahía desde su altura.

Daniel no daba crédito a su suerte. Sin casi hacer fuego la fragata parecía rendida y  sin esfuerzo arrumbaba  sin resistencia él mismo sus destinos al suave andar de aquella musa para sus deslumbrados ojos. Al fin, tras doblar un largo pasillo ascendente en  dos escalinatas  y sin cruzarse con nadie  apareció un pequeño jardín elevado sobre la casa coronado por dos torres por las  que acostumbraban los dueños de la casa y sus invitados a disfrutar de la vista de la bahía gaditana en todo su esplendor. Sentados entre las dos torres con el puerto y la bahía al fondo de la vista la tensión comenzó a ascender por el  estómago de Daniel.

-          Se por  vuestra fama que os precede en la palabra de vuestros amigos que sois hombre de coraje y dotes de mando, aunque  por vuestro comportamiento ante  esta humilde dama recogida en vuestra patria pareciera lo contrario.  Daniel, contadme de vos, de vuestros viajes y vuestra vida entre mares y guerras. Desde que  atravesé el océano desde Roslare hasta  esta villa mi amor por ese mágico elemento no ha parado de crecer.

Aquella cabeza de puente tendida por Dora dio pie a que Daniel abriese sus  sentimientos vivos  en agua y sal sobre aquella mujer que podía ver la pasión  del capitán Fueyo en el fuego de sus ojos. Mas  lejos el reflejo de la luna ya gibosa en fase creciente sobre  la bahía permitía ver  los palos de  los navíos, algunos listos para virar sus anclas con la marea del día siguiente y otros, más lejanos tras  el estrecho marcado entre Matagorda y el Puntal en puro desarmo por no haber caudales en los arsenales para  pertrecharlos aún. Daniel no se detenía, disfrutaba describiendo las bondades de unos navíos frente a otros y sus sueños   reales sobre  aquella o esta fragata. La luna serena parecía observar desde el cielo sobre la bahía,  sobre tierra su pasión encendida  en volandas crecía, de pronto las yemas del índice y el corazón de Dora se posaron en su boca para  sin vergüenza por ser dama y amparada por la luna que todo lo protege fundió sus labios entre los  de Daniel en un beso tan largo como el placer de tal cosa puede hacer que parezca.



La eternidad se detuvo cuando de uno volvieron a ser dos y sus ojos se reencontraron sin saber  lo que decirse entre más besos que  deslumbraban la luz muerta de la propia luna ahora envidiosa. 

-          Daniel, sois  caballero y marino audaz. Os deseo sin más preámbulos que la vida trata de imponer por no  querer saber que ella misma  tiene final. Mi casa esta  no muy lejos de aquí, cerca de la puerta de La Caleta. Llévame hasta allí, seremos lo que deseemos sin más juez que nuestra propia pasión.

Nada mas tuvo que decirle a Daniel, que  como si  de combate penol a penol con el  cuchillo de abordaje en la boca y la razón de la furia en su cerebro, arrastró a Dora Macleod a través de las callejuelas estrechas y sin el viento  sempiterno de día hasta la casa donde decía alojarse…



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