... Comenzamos a pasear acompañados de la Ría en su tramo final, la lentitud propia de su edad y el silencio absoluto que nos rodeaba hacia que pareciésemos flotar en una burbuja aislada del mundo real conocido por mi hasta hacia pocos minutos. La gente que nos cruzaba, los niños jugueteando a nuestro alrededor no nos veían. Si no fuera por el leve olor que todavía desprendía mi polo a la colonia infantil de mis hijos, estaría soñando.
- No te inquietes, no soy un extraterrestre que vaya a abducirte a la vuelta de aquel recodo. Lo primero es presentarme, perdón pero nunca me caractericé por mi exquisita educación, me llamo Alejandro, nací con los albores del siglo pasado, así que ahora tendré..., bueno, qué mas darán unos años más o menos. Soy, bueno, fui marino, hasta que de la forma esperada pero nunca imaginada por mi encontré mi fin lejos de mi salado elemento, pero eso ya te lo contaré mas adelante. Ahora tan solo quiero que me acompañes, que me permitas mostrarte algo de gran importancia para mi, pues si eres como creo que de verdad eres, me ayudarás.
Lo miré mientras me sonreía desde aquel mar de arrugas en calma. No sabía que era lo que estaba pasando, pero la sensación era de una invasión en toda regla de calma, bienestar y una suave ola de ilusión por lo que todo aquello me podría deparar. No puedo asegurarlo, pero creo que mi mirada le devolvió lo que ya esperaba. Continuamos el paseo hablando de lo que nos rodeaba y como era cuando él tenia mi edad. Alcanzamos el extremo del faro que marcaba la entrada en la rada de Santurce, al norte la mar a punto convertir el invierno en realidad, al sur la Ría admitiendo su derrota final.
Soplaba un duro viento noroeste cargado de humedad, pero en aquella burbuja ideal nada nos afectaba. ¿Estaría muerto, quizá?. No, me di cuenta al instante pues, como a todo ser vivo cada cierto tiempo, me entraron ganas de ir al baño. Una vez repuesto de tal incontinencia Alejandro me invitó a sentarme junto a él sobre un petril que sobresalía del rompeolas quedándonos con la vista del puerto y la mar liberta a nuestras espaldas.
- Josu, te contaré mi humilde historia, aunque sea para mi la mas importante de este mundo irreal en el que deambulo desde 1938. No te asustes si te ves en medio de lo incomprensible pues te llevare directamente hasta allí.
Dicho y hecho, como si de la varita de un mago que tanto disfrutan mis hijos los sábados en TV me vi trasladado a los tristes y violentos años treinta. Realmente en ese momento no sabía si aquello lo estaba viendo en casa medio dormido en el sofa como tantas tardes de viernes, pero parecía del todo real. Podía ver a un Alejandro joven, rozando la cuarentena, vestido de militar con una mujer a su lado y un chaval que no alcanzaría los doce años. Andaban de forma apresurada hacia el muelle de... parecía el muelle de Uribitarte en el pleno centro del actual Bilbao. Un montón de gente con niños hacían cola en la pasarela de embarque, humo de máquinas de vapor entremezclado de hollín, gritos desgarradores me alcanzaban al oído. De pronto, una sirena lo tapó todo y la gente se puso a correr como buscando un sitio donde protegerse...
...- ¡Corre Amelia, por lo que más quieras!. ¡Corre!
Alejandro corría todo lo que le daba sus piernas, de la mano derecha arrastraba al pobre Antón que estuvo a punto de caer dos veces. Por fin se refugiaron debajo de un vagón de mercancías entre un grupo de hombres aterrorizados.
- ¡Son los nazis!. ¡Cubriros!
Las baterías antiaéreas no consiguieron abatir a ninguno, pero al menos lograron echarlos por esta vez. Recuperados del susto las gentes se fueron aproximando al buque aunque algo había cambiado, el silencio era espectral, ni un sollozo, tan solo se podía oir la voz del sobrecargo dando los nombres de los niños que irían a bordo hacia Inglaterra. El Nombre de Antón Arceniaga sonaría pronto, había que despedirse. Alejandro se puso de cuclillas frente a él.
Soplaba un duro viento noroeste cargado de humedad, pero en aquella burbuja ideal nada nos afectaba. ¿Estaría muerto, quizá?. No, me di cuenta al instante pues, como a todo ser vivo cada cierto tiempo, me entraron ganas de ir al baño. Una vez repuesto de tal incontinencia Alejandro me invitó a sentarme junto a él sobre un petril que sobresalía del rompeolas quedándonos con la vista del puerto y la mar liberta a nuestras espaldas.
- Josu, te contaré mi humilde historia, aunque sea para mi la mas importante de este mundo irreal en el que deambulo desde 1938. No te asustes si te ves en medio de lo incomprensible pues te llevare directamente hasta allí.
Dicho y hecho, como si de la varita de un mago que tanto disfrutan mis hijos los sábados en TV me vi trasladado a los tristes y violentos años treinta. Realmente en ese momento no sabía si aquello lo estaba viendo en casa medio dormido en el sofa como tantas tardes de viernes, pero parecía del todo real. Podía ver a un Alejandro joven, rozando la cuarentena, vestido de militar con una mujer a su lado y un chaval que no alcanzaría los doce años. Andaban de forma apresurada hacia el muelle de... parecía el muelle de Uribitarte en el pleno centro del actual Bilbao. Un montón de gente con niños hacían cola en la pasarela de embarque, humo de máquinas de vapor entremezclado de hollín, gritos desgarradores me alcanzaban al oído. De pronto, una sirena lo tapó todo y la gente se puso a correr como buscando un sitio donde protegerse...
...- ¡Corre Amelia, por lo que más quieras!. ¡Corre!
Alejandro corría todo lo que le daba sus piernas, de la mano derecha arrastraba al pobre Antón que estuvo a punto de caer dos veces. Por fin se refugiaron debajo de un vagón de mercancías entre un grupo de hombres aterrorizados.
- ¡Son los nazis!. ¡Cubriros!
Las baterías antiaéreas no consiguieron abatir a ninguno, pero al menos lograron echarlos por esta vez. Recuperados del susto las gentes se fueron aproximando al buque aunque algo había cambiado, el silencio era espectral, ni un sollozo, tan solo se podía oir la voz del sobrecargo dando los nombres de los niños que irían a bordo hacia Inglaterra. El Nombre de Antón Arceniaga sonaría pronto, había que despedirse. Alejandro se puso de cuclillas frente a él.
- Antón, hijo, ya eres un hombre, tu madre y yo estamos orgullosos de ti y sabemos que vas a saber aguantar esta separación temporal. Hijo, te quiero con toda el alma y esa es la razón de que hagamos eso, porque te queremos y esta guerra no es buena para un niño. Volverás, te lo prometo, por todo lo que valga la pena.
La voz le temblaba, estaba a punto de llorar, siempre había soñado con embarcar a su hijo con él, enseñarle sus secretos; la ola a evitar, el viento que debería seguir, la luna que miente, el compañero leal. Ahora lo dejaba a bordo de un barco con nombre extranjero con la sospecha de que quizá no lo volvería a ver más. Era demasiado peso para él, no pudo más, rompió a llorar.
- Padre, no llore. Le propongo algo, un pacto entre soldados. ¿Acepta?
Alejandro lo miró tras sus ojos vidriosos, su cara llena de agua y sal sonrió.
- Dime Antón. ¡ A ver ese pacto!
- Yo dejaré muy arriba a los Arceniaga frente a los Ingleses y usted nos devuelve la libertad a madre y a mi. Esa que dicen que nos quieren quitar los rebeldes.
- ¡Trato hecho Antón!. ¡Un apretón de manos y un abrazo como los paisanos!. ¡Te prometo cumplir y estoy seguro que cumplirás!
Se abrazaron, Amelia lloraba aunque la sensación del amor circundante entre aquellos dos corazones daba a sus lágrimas un regusto agridulce.
Menos de una hora después, lágrimas, llantos, gritos de histeria, todos mezclados entre los largos y graves pitidos del buque que zarpaba ayudado por dos remolcadores hacía Inglaterra...
2 comentarios:
sólo decirte que me has hecho llorar...
Vidas marcadas por el destino, azar, incontrolable...¿Será Josu una llave?
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