Aquella boca vomitaba fuego,
deslumbrando a sus servidores en cada cubierta mientras su mensaje de
destrucción salía sin poder
distinguirse sobre la amura de estribor
de ese otro navío, enemigo aparente en ese
trance de la vida. En ese momento por circunstancias impuestas por quien ellos no llegaban a conocer más que por símbolos
o razones lejanas y desconocidas, tan solo justificadas por el símbolo mostrado
y la gloria de vencer al que le habían impuesto por enemigo; alguien que de la
misma forma combatía a sangre y fuego.
Ambas naves, cargadas de
violencia estática, en ese momento en pura y mortal acción, flotaban sobre una
mar que podría ser nuestro aire por el que respirar. Nuestra vida en la que
navegamos cada día sin poder detener un instante la nave, largar el ferro y
observar la línea del horizonte para descubrir el
verdadero rumbo de una vida y
abocar, orientar tu velamen y así aproar el navío hacia el destino que
nunca tendrá fin pero si continuidad.
Errante, como el Holandés,
buscando entre tinieblas la luz que solo
se divisa entre tal oscuridad hasta encontrar esa orilla que la mar de cada día
esconde. Eterna la navegación; como único
reino la conciencia en la santabárbara
y el ánimo como viento que engolfe el
camino y el andar, a veces ágil y
alegre, otras cansino, derrotado y decepcionado por las mismas situaciones por las que
otras naves ya pasaron en otros estadios temporales, sin más opción que bregar
el aparejo, la jarcia firme bien tensa y capear avante entero y constante.
Así, errante pero convencido, entra
en combate tu navío, la santabárbara vaciando su pólvora sobre la nave que no
sabe que es como la tuya y trata de
disparar. Solo te queda pólvora y bronce, garfios y violencia sobre tu cubierta si
tienes a bien sojuzgar de la forma enseñada por quien dicen te dirige sin
conocerte.
Pero esta nave sabe que las 140 bocas de bronce,
cargadas de recio balerío y pura pólvora nada lograrían en un combate a fuego más
que tratar de hundir una nave contraria que en verdad no lo es. Solo es otro navío.
Así con sus portas abiertas, que nunca se ha de dejar la guardia, ni la vista
al frente, sotaventeando, deja de comprometer a esa nave
ciega que, como tantas por sus reyes momentáneos desea combatir, sin
saber que no está dotada de bala que
atraviese las amuras de madera de iroko, teca y buen trabajo
de ajuste hecho por el maestro del tiempo y la experiencia. Queda, al fin, esta a distancia de
disparo de cañón de caza por su popa mientras observa la sorpresa de la tripulación de la menor.
Tras tantos pantocazos, golpes de
ola, temporales de sal sobre heridas de piel abierta, este navío sabe que no hay acero, ni pólvora que destruya la razón. No
hay nada más que el valor sobre el
miedo, la audacia sobre la temeridad y el tiempo sobre la premura.
Desaparece la humareda de los iniciales
disparos provocados por el miedo a los 140 cañónes prestos a la defensa que podría parecer capaz de
destruir lo indestructible que sigue siendo la razón. El navío, de menor porte,
sus 31 bocas de bronce a cada banda, ya en silencio solo pueden ver su propia
navegación, su situación de calma tensa sin rumbo fijo salvo por la propia brújula
aun si corrección de desvíos ni ajuste
sobre reales referencias.
La mar vestida de tiempo circúndate que sin
detenerse marca cada segundo a golpe de ola poco a poco y sin más sentido que
su propio ser, va demostrando que no hay amenaza desde el enorme navío que
permanece a la espera más a popa. La niebla
parece ocultar la vista de este que ni con el largomira se hace posible
distinguir a quién lo maneja y por qué detiene su andar. Sin embargo la vista
desde ese navío de mayor porte, sobre sus cuatro puentes es posible avistar sin
dificultad la derrota del sorprendido navío de dos puentes. Aprestado al viento
de ese momento para mantener un rumbo inconcluso al que seguir.
Desde el castillo de popa del gran navío se sabe que
no hay razones de hierro sin hierro, que
no hay motivos por los que avanzar sin
derrota trazada, que en medio
del mar vital las decisiones son solo de cada capitán de su navío y que hay
muchos grados en tal nombramiento y la experiencia, amiga del tiempo, es la que
marca el grado. El navío a popa espera y
se previene para prestar apoyo al que a
proa aún no ve las tormentas, galernas y
vientos momentáneos, ni las soledades frente
a enormes montañas enfurecidas sin poder comprender sus golpes tantas veces
sobre los propios costados.
Sabedor que el acero verdadero,
el que abre las mentes y las conciencias de cada nave solo está en la voz y la
palabra. Que la valentía esta en el corazón,
junto a la audacia y para eso hay que dolerse a sí mismo y enfilar la oscuridad hasta encontrar la luz que solo así
se puede descubrir; sin dobleces con uno mismo, sin culpar a la marea, sin esconderse tras el cabo más sencillo que casi
siempre es de arena y acaba por desmoronarse.
La noche poco a poco va echándose
sobre los navíos. Es entonces cuando el gran navío, en silente navegación
lentamente va avanteando por su costado de babor, al que parece contrario. Una
vez a proa y a distancia prudente de sus
cañones de caza prende su fanal para mostrar
esa luz por la que procurar rumbo y así descubrir al fin la
posición al que sin saberlo, ya lo sigue…
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