Once de mayo de 1819, un sol de primavera me acompañaba a bordo del “San Telmo”, buque insignia de una exigua flota; desde su cubierta veo alejarse las costas de Cádiz con un destino lejano, apremiante y agónico. Los españoles del otro hemisferio, como los bautizamos en nuestra traicionada Constitución, quieren dejar de serlo y, la verdad, no les quito la razón de su deseo.
Mi señor, Don Fernando VII, al que llamamos “el deseado”, cuando unos luchábamos contra el invasor y otros forjaban aquella carta magna, ha provocado que tal término quede desfasado y contrariado por el ahora de “odiado y temido señor” y, aunque es lealtad lo que debo a la Corona, comprendo y hasta envidio la posible carta de libertad que se abre a los ojos de tanto compatriota allende los mares.
Luchamos por la libertad frente al francés, una nación que nos sangró durante tantas generaciones por no se que parentesco entre holgazanes con corona. Al menos les dimos bien a todos ellos durante la guerra de liberación. Luchamos mientras añorábamos la llegada de su Majestad, ahora sólo nos permiten gritar “¡vivan las caenas!”, maldita sea la tierra y sus caprichosas vueltas.
No traicionaré a mi patria en esta misión, pero en el fondo de mi alma deseo que se cumplan los sueños de libertad de nuestros hermanos, que alcancen el anhelado festín del que ya disfrutan los que pueblan el norte del continente. Quizá en otro giro arbitrario de este mundo mi humilde existencia acabe allí, lejos de ese oscuro reinado anclado sobre restos putrefactos de siglos ya superados por la humanidad.
Andrés Murguía era un capitán del ejercito de Su Majestad. Su fulgurante carrera hasta su actual mando no fue sino "batiéndose el cobre" frente a tanto invasor que no les traía nada bajo su mosquete, un enemigo que solo pretendía llevar lo valioso de su tierra, dejándoles la parte oscura, la conocida por tanta gente de forma interesada. Luchó en los dos sitios de Zaragoza junto a Palafox. En aquel heroico combate, tras tanta muerte y destrucción, le propuso a su general hacerse pasar por el cuando cayeron las ultimas defensas de la ciudad. Era una forma valerosa de continuar teniendo a ese hombre frente al invasor, pero este se negó pues consideraba mas importante estar con sus hombres en todo los momentos, fueran del tipo que fueran, igual que ellos estuvieron con él.
Poco a poco las derrotas fueron menguando frente a las victorias. Perdió la visión de su ojo izquierdo por una esquirla malencarada en la victoria de Arapiles y cuando se levanta, el espejo le recuerda con el dibujo de su cicatriz el sable francés del capitán que se negó a huir en la derrota francesa de Vitoria. Habían pasado ya casi cinco años y solo eran libres de forma nominal. El rey los había traicionado. Y ahora iban a combatir por perpetuar aquello contra sus hermanos del otro hemisferio. Su lealtad no le daba otra opción...
Mi señor, Don Fernando VII, al que llamamos “el deseado”, cuando unos luchábamos contra el invasor y otros forjaban aquella carta magna, ha provocado que tal término quede desfasado y contrariado por el ahora de “odiado y temido señor” y, aunque es lealtad lo que debo a la Corona, comprendo y hasta envidio la posible carta de libertad que se abre a los ojos de tanto compatriota allende los mares.
Luchamos por la libertad frente al francés, una nación que nos sangró durante tantas generaciones por no se que parentesco entre holgazanes con corona. Al menos les dimos bien a todos ellos durante la guerra de liberación. Luchamos mientras añorábamos la llegada de su Majestad, ahora sólo nos permiten gritar “¡vivan las caenas!”, maldita sea la tierra y sus caprichosas vueltas.
No traicionaré a mi patria en esta misión, pero en el fondo de mi alma deseo que se cumplan los sueños de libertad de nuestros hermanos, que alcancen el anhelado festín del que ya disfrutan los que pueblan el norte del continente. Quizá en otro giro arbitrario de este mundo mi humilde existencia acabe allí, lejos de ese oscuro reinado anclado sobre restos putrefactos de siglos ya superados por la humanidad.
Andrés Murguía era un capitán del ejercito de Su Majestad. Su fulgurante carrera hasta su actual mando no fue sino "batiéndose el cobre" frente a tanto invasor que no les traía nada bajo su mosquete, un enemigo que solo pretendía llevar lo valioso de su tierra, dejándoles la parte oscura, la conocida por tanta gente de forma interesada. Luchó en los dos sitios de Zaragoza junto a Palafox. En aquel heroico combate, tras tanta muerte y destrucción, le propuso a su general hacerse pasar por el cuando cayeron las ultimas defensas de la ciudad. Era una forma valerosa de continuar teniendo a ese hombre frente al invasor, pero este se negó pues consideraba mas importante estar con sus hombres en todo los momentos, fueran del tipo que fueran, igual que ellos estuvieron con él.
Poco a poco las derrotas fueron menguando frente a las victorias. Perdió la visión de su ojo izquierdo por una esquirla malencarada en la victoria de Arapiles y cuando se levanta, el espejo le recuerda con el dibujo de su cicatriz el sable francés del capitán que se negó a huir en la derrota francesa de Vitoria. Habían pasado ya casi cinco años y solo eran libres de forma nominal. El rey los había traicionado. Y ahora iban a combatir por perpetuar aquello contra sus hermanos del otro hemisferio. Su lealtad no le daba otra opción...
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