- ¡Dios mío, capitán! ¡A popa de la galeota, es imposible!
- ¡Todos a cubierto! ¡ cazar los juanetes y popa a la ola! ¡ Santa María nos guíe y nos salve!
El espanto se anunció con aquella orden. Blancos por el frío, la humedad, blancos por el espanto de que quizá no pasaríamos esta empopada. Doña Isabel, junto con las mujeres desde los sollados iba recitando nuestro Rosario redentor asintiendo ya aquella como única esperanza en la que uno deposita sus ansias por no poder soportarlas él mismo. Yo me aferré a la balaustrada que separaba el castillo de popa del combés, mirando fijamente a las pequeñas naves que recibirían el primer golpe de aquel monstruo inerte de vida y pasión, pero con el mismo ímpetu de un enemigo en plena carga mortal. Nuestro galeón escapaba arrastrado por las pequeñas velas altas a riesgo de partir los mástiles. Nos encontrábamos en la cresta de la última ola sobre la que volábamos cuando las dos naves caían sobre el valle que dejaba la ola que las había sobrepasado. La imagen, terrible, dura como el impacto un cañón me hizo llorar, mezclando mis lagrimas templadas con la frías gotas saladas que empapaban mi piel. Las dos naves en lo mas bajo de aquel valle de agua parecían pequeñas moscas en las fauces de una enorme boca oscura que, en un mordisco letal iban a ser devoradas por aquella gigante masa de agua con forma de ola de Dios. Muchos gritamos como una despedida instintiva al ver desparecer a nuestra familia, a nuestros compañeros para siempre. Don Pedro apartó su mirar a la amenaza que ya se cernía sobre nosotros poniendo a todo el mundo en atención.
- ¡Basta de contemplaciones!¡Arriad las velas! ¡ Rezad lo que sepáis!
Eso es lo que hicimos, nuestro galeón al destrincar las escotas de las velas de los juanetes perdido aquella fuerza quedando casi parado a merced de aquella tempestad. No hubo tiempo para más, la terrible ola nos devoró, no podía ver nada, solo agarrarme a la vida que me daba aquella balaustrada mientras quintales y quintales de agua caían sobre mi como queriendo arrastrarme a un infierno del que no debía haberme fugado allá en El Callao. No puedo decir el tiempo que tardó en atravesar ni lo que me mantuve en aquella postura encogido y llorando sin lágrimas ya. Solo sé que el brazo de Francisco Maseda fue el que me sacó de aquel letargo que creí muerte fatal. Don Pedro ya daba órdenes. ¡Habíamos pasado!
- ¡Don Martín, baje al sollado a ver las mujeres!¡Después ayude a los carpinteros y los demás en
las bombas de achique para sus relevos!
Todo el mundo, lento o deprisa acudieron a los puestos, la tempestad continuaba igual que antes, cazaron las escotas de los juanetes para mantener la navegación y nos pusimos manos a la obra. Así seguimos casi dos días mas en los que no se escuchaba palabra alguna, salvo las ordenes del piloto, del nostromo o del mismo Don Pedro. El carpintero reparó las averías mas graves con remedios de fortuna y la mañana de ese segundo día posterior al desastre pudimos para de trabajar en la bomba de achique y salir a respirar el aire en cubierta. Aquella mar furiosa fue menguando, lo que nos permitió asumir entre todos con una ceremonia la pérdida de nuestros compañeros de expedición. Estábamos mas que derrotados, en una semana avistamos una isla que nos dio refugió para curar nuestras heridas y reparar mejor nuestro solitario Galeón, la cristianamos con el nombre de San Bartolomé (Isla de Ponape). Recuerdo que leí en el diario de a bordo de nuestro Don Pedro como decía “...los marineros, por lo mucho que tenían a qué acudir, y por sus enfermedades, y por ver la falta de los remedios, iban ya tan aborridos, que no estimaban la vida en nada; y uno hubo que dijo al piloto mayor, que para qué se cansaba y los cansaba; que más valía morir una que muchas veces; que cerrasen todos los ojos, y dejasen la nao a fondo. No querían algunas veces laborar, diciendo que Dios ni el Rey obligaban a lo imposible; que ellos estaban sin fuerzas, y si se colgaban de los brazos, no se podían sustentar sin venir abajo; y si muriesen, ¿quién los habría de resucitar? Y al piloto mayor le dijo uno, que se echaría al mar, aunque le llevase el diablo cuerpo y alma; y otros muchos le decían, que pues los sabía mandar, que los diese de comer...”
Descansamos casi una semana hasta que todos nos recuperamos. Sin grandes celebraciones dimos la proa del galeón rumbo oeste hacia las Islas de las Velas, paso obligado para alcanzar la bahía de Manila. Las cenas que hacíamos en la cámara de la Almiranta con Don Pedro ya no eran mas que meros actos de sociabilidad humana en el que apenas surgían palabras. Así, día a día arribamos a nuestra puerto principal en la isla de las Velas, Agaña. A ya solo 1.500 millas al oeste nos esperaba Manila...
1 comentario:
Blas de Lezo:¡Qué relato, y qué manera tan maravillosa de narrarlo!
Mientras te leo, disfruto la historia y tu narrativa.
Te envío un saludo desde México,
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