lunes, 12 de noviembre de 2007

Smerwick (1)

Aquel pequeño pueblo situado en la cola de pájaro que insinúa la silueta de la verde Irlanda esperaba a los que, desde mares mas cálidos, les trajesen aires de libertad hace tiempo perdidos. James deseaba ser como los demás, que su paisanos lo fueran con él. Buscando, buscando, al fin encontró algún argumento que lo armase de valor para luchar. El error de James era muy simple, sólo había buscado fuera y no era consciente que este se encontraba dentro de él mismo, sin lucha alguna. Simplemente valía sacarlo de las más recónditas capas de su pensamiento para poder convencerse y convencer a los corazones abiertos de su propia libertad.

Llovía, era lo suyo en aquellas latitudes y con el otoño queriendo establecerse. Para Juan, aquella lluvia no significaba nada nuevo, pues ya estaba acostumbrado a sentir cómo humedecía suavemente las piedras del pequeño muelle de Lequeitio, donde amarraba su pequeña chalupa de pesca.
Esta vez, otra de tantas, su rey les había embarcado en una nueva intentona contra su enemiga; tenían al pequeño pueblo de Smerwick a pocas leguas de su vista. Juan no acababa de comprender qué buscaba tan al norte, donde las gentes eran grises y pobres, donde la sangre corría igual que en cualquier parte solo que a menudo iba mezclada de traición.

Juan prefería navegar en la Flota de Tierra Firme, arribar entre los brazos de la Perla del Caribe, bañarse en su sol resecando su piel repleta de sal. Los ojos abiertos como ruedas de molino intentando grabar a fuego todos los colores que nunca pudo ver juntos en cualquier otra latitud del mundo conocido. Esta vez Su Majestad Católica, casi sin decirlo, decidió enviarlos a los vericuetos angostos que la niebla y la mar tendida forjan al acecho de los riscos afilados. Donde las corrientes traidoras son capaces de partir tu nao en dos partes irreconciliables y los gélidos e inmaculados brazos de esa mar cruenta acaben por golpearte sobre las pacientes rocas de un acantilado cortado a cuchillo.

Había ascendido desde sus inicios. Ya era patrón del patache “San Diego”. Sus hombres, mitad paisanos de su pueblo y mitad coruñeses recogidos en otra de las levas forzosas “a mayor gloria del Rey”, llevaban el fuego en la sangre y la pólvora había sustituido al tuétano en sus osamentas. Algunos esperaban mucho del botín que les podría esperar, otros simplemente seguían a Juan y al Almirante Recalde que marinaba la nao capitana. Eran pocos esta vez, pero aquel hombre, buen marino de la pequeña villa de Bilbao, les garantizaba la razón de su destino, donde el estuviese con el estarían.

Con ellos viajaban hombres y pertrechos para conseguir el sueño de James, un sueño sin compartir. La tensión mojaba su frente, el pálpito hacia temblar su pecho, pero tan solo lo sentía él. James soñaba con arrebatar lo que sentía suyo a los invasores del este y para ello necesitaba a gentes extrañas; Juan deseaba cumplir por sí mismo y abandonar aquellas latitudes.

Los acantilados ya se perfilaban en aquella amanecida del otoño del 79, de nuevo la suerte estaba echada...

1 comentario:

Anónimo dijo...

De nuevo me tienes expectante... a veces hasta me arrepiento de leer la primera parte de los relatos en cuanto los veo en tu blog, porque sé que siempre me dejas ese buen sabor de boca de un buen libro que te invita a leerlo con placer, sin darte cuenta que vuelan las páginas y el tiempo.

Alquimista