Perdido entre los eternos árboles empeñados en tapar el
bosque real, tratando de dilucidar el paso real al reino de la certeza. Donde
los arboles son parte del bosque. Hombre incansable en su empeño,
continuaba tratando de convencer a su pensamiento de los porqués de sus decisiones, de la
conveniencia de avantear hacia el este o el oeste de la vida sin darse cuenta
que su pensamiento era él mismo. Como un bucle infinito acababa entrando en la
frecuencia de su propia resonancia en la que la decisión en cada instante era
su propio dolor por nunca estar seguro. En realidad nunca lograba convencer a
su pensamiento, pues era el mismo discutiendo contra sí.
Cuantas más veces trataba de encontrar el motivo, las mismas
veces llegaba su propia voz retornando desde cualquier parte a la que habría
dirigido sus lamentos. Era él, era su soledad, la misma de todos los mortales
que contemplaba en su devenir; cada uno con la suya, primas hermanas con distintos destinos según a quienes servían
cada una.
Viejos esquemas educacionales con sus taras contra las que el
desaprendimiento se hacía cuesta arriba,
se rebelaban como infranqueables en los lindes de ese pensamiento al que
trataba de encontrar paso y liberar. Después de logros increíbles pasados los
años, pasos dados ante calmas
ecuatoriales imposibles de sufrir por más tiempo, parecía haber logrado
doblegar el paso de las corrientes y mantener el rumbo a cada momento trazado.
Pero la vida es quien determina los
escollos, las oportunidades, los vientos favorables, los retos, las celadas, todos ellos sin marcarlos como
tales, sin definirlos para que sea cada mente, cada esquema aprendido el que lo
tome de una forma o de otra sin otra ayuda que tu soledad ante la decisión
concreta.
Aquél hombre, como los demás, aunque tal cosa importaba poco
pues los demás tenían, como ya dije, su propia soledad en cada paso, tenía cada
instante, cada día, cada semana, una decisión que tomar, una contestación que
dar y darse a si mismo sobre una y un ciento de situaciones. ¿Dónde estaban sus
escrúpulos?, envidiaba al vecino de acera pues veía en el los justos para
lanzarse mientras él no era capaz de
romper el cabo por tener tantos. ¿Dónde estaba su propio deseo?, ese creía
saberlo, pero a veces entraba en el
autoengaño sobre obligaciones y necesidades.
Solo la soledad autoimpuesta le permitía razonar de alguna
forma, aunque sabía que eso era imposible, pues no había suficiente espacio en
su mente y en el propio vivir como para encontrar la calma de lo bien hecho o
decidido sin dudar por ello de la correcta elección; al fin y al cabo por mucho
desaprendimiento, los surcos de la vida trasegada a golpes de ola y las
cuadernas forjadas junto a mamparos remachados en su crecimiento habían dado
una forma concreta a su proceder y eso era imposible de anular sin por ello
desaparecer en esencia.
Esa tarde ya entrada
en noche de febrero, entre pasos sin
claro destino entre un fresco demasiado suave para la época una mesa se ofreció
para sentarse a su vera mientras observar al mismo tiempo el mundo en sus 32 cuartas o rumbos de la rosa.
Cada visión era un mundo distinto, una razón para verse reflejado en sus ademanes, actitudes, formas y
gestos; al fin y al cabo los escollos,
oportunidades, vientos favorables, retos, etc., del mismo modo se aparecerían
sobre ellos. Estaban vivos, como ese hombre. Entonces ¿dónde residía el secreto para continuar?, ¿cuál era la
clave que daba paso al rumbo, demora y marcación que dejase la proa enfilada
sin duda?
Sentado frente a la mesa, mientras acudía el camarero el hombre encontró una pequeña llave, un
pequeño adorno que seguramente alguna
persona la extravió allí. Tenía la forma típica de las antiguas llaves de los
cofres para guardar pequeños documentos o
joyas. No parecía que tal fuera su uso y
si mas bien la del adorno femenino parte de un conjunto. Como un pequeño
símbolo el hombre lo recogía para guardarlo
en su haber, mientras pensaba qué podría abrir aquella llave imaginaria. Quizá
la puerta a otros mundos paralelos, o la caja con las respuestas inexistentes
con las que topaba todos los días en medio de sus miedos por vislumbrar sus respuestas,
pudiera ser la pieza de un puzle que tras su colocación ordenase el mundo,
ubicase cada sentimiento con su razón y cada razón bajo el sol del bien por si.
Pasó el tiempo, el fresco aumentaba y apetecía recogerse
mientras imaginaba encontrar “El Dorado” de todo lo que podía significar la
llave encontrada. Así, caminando despacio hacia su último domicilio un viento
helado, tempestuoso, lo empujó hasta el muro aledaño a su portal golpeándolo
contra él. Cayó al suelo al perder el control tras ese golpe y al apoyarse en
el suelo para reincorporarse se topó con
un bulto. Era una caja. Tenía una cerradura y, como no podía ser de otra manera,
probó con la llave. Esta, al entrar en el cerrojo se fundió con él quemándole los
dedos de forma instantánea. Lentamente se abrió mostrándole lo que siempre había estado ansiando disponer
para dirigirse en cada paso a dar, cada cabo que doblar, cada decisión que
tomar. Al fin su mayor deseo se apareció para no dejarle más, tenía las
respuestas, sabría lo que estaba bien, lo que era adecuado en cada momento y lo
que sería bueno también para los que con él tenían razón de vida. No más dudas
o errores con dolor para él o para los demás.
Una hora después una ambulancia del SAMU trataba de
reanimarlo sin éxito. Los vecinos,
arremolinados comentaban el incidente, lo extraño de todo, sin extrañarse de nada, pues no era
aquél hombre al uso de sus costumbres.
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