El viejo Monte Nuria, con nuevo nombre tras la contienda hocicaba entre golpes de una mar que lo maltrataba desde más de tres días. Navegaba a la capa cargado de negro carbón
galés. Trataba de ganarle tiempo al final de sus días mordiendo a cada montaña blanca una vuelta en su corredera.
La bocana ansiada de la Ría de Bilbao se dibujaba en cuadros negros. Lo que no había conseguido
una guerra parecía que lo llevaría a cabo un dios inexistente ayudado por el
señor de los vientos del oeste, que bien había dejado definido Conrad. No
existían nubes, la negrura era inmoralmente real en su intensidad,
mientras se intercalaban explosiones
como verdaderos bombardeos entre el continuo y dantesco ulular de los vientos.
A cada explosión le precedía casi al
mismo tiempo un fogonazo que alumbraba los costados negros y su nuevo nombre
que trataba de mandar en su incierto
destino, “Monte Nuria”.
Faustino Goikoetxea tragaba el humo de su pipa sin sentir
nada más que el áspero sabor sobre su lengua. La calma que en otras situaciones
le aportaba aquél ancestral sistema de
aflojar el ansia era del todo inútil. A cada bandazo sus piernas, a la contra, traban de aferrar su vida al timón a popa del buque. Aún era peor con cada embestida de ola sin
piel ni piedad que trataba de abrir en canal la nave de puro acero vizcaíno. A
cada golpe de proa el pecho de Faustino parecía clavarse sobre la rueda doble.
Comenzaba a oscurecer, aunque eso no fuera perceptible; las
luces apenas podían adivinarse salvo
cuando la ola partida en mil pedazos por la proa vertical, enfurecida, trataba
de alcanzar la popa entre los dos
mástiles y a su paso, sobre el tope iluminado, se formaba
un halo luminoso tenebroso cual llamada a la otra vida por parte de un Neptuno cargado
de hambre de hombre. Pero la calma en su corazón se mantenía sin estridencias gracias al run run
cadencioso de sus 2.000 CV. de triple expansión que era lo que justificaba
su combate frente al temporal. Mientras
ese corazón metálico palpitase, la vida seguiría su curso si creía en
ella. Y creía.
Aquel mes de junio de 1963 los sentimientos de Faustino iban tanto
avante como la galerna que soportaba
firme al timón. Habían sido casi una década
sintiendo el lenguaje de aquel
buque gallardo, entendiendo el significado
de cada quejido entre cuadernas, la vibración mortal ante pantocazos que aturden
el sentido y demuestran lo poco que puedes llegar a ser, la sonrisa en el alma
tras semanas avanteando la costa africana
cargado de maíz desde El Cabo y avistar el Cabo Espartel, mientras se empieza
sentir el olor al hogar imaginario, pues su hogar real no era otro que los
mamparos del viejo Artagan Mendi. Qué decir de su orgullo al poner pie en tierra en el otro lado del
mundo y ver en su popa el mascarón con la Virgen de Begoña. Hombre descreído, pero
recio en todo lo que muestre su origen.
En medio de aquella galerna de furia incontinente otro
hombre se acercó a la caseta de popa
donde Faustino, como decía, mantenía el timón
como si fuera lo último que quedara por hacer. Don Ramón Bergaretxe,
capitán del Monte Nuria, hombre de pequeña estatura, fuerte y
de movimientos serenos. Barba recortada a la vieja usanza, con bigotes
poblados que lo hacían propio de viejos tiempos ya renegridos por su lejanía.
Ramón y Faustino, junto con el Monte Nuria eran los viejos de aquel mundo
que parecía terminar. Casi doce años a
bordo del buque los hacía hermanos de sal. Aquella navegación Cardiff Bilbao
los había reunido en brote de sentimientos como había estaciones que no habían
sentido. Cada uno en su escala de mando, Timonel y Capitán, eran la misma piel
fuera de sus puestos y hermanos a morir cuando la tierra era las tablas que
tenían a sus pies.
-
¡ - Faustino,
dura brega sin parar!
-
-¡ -Así
llevamos desde que se abrió en carnes esta puta galerna, capitán! ¡Mucho me
temo que no avanteemos nada, más si cabe
que nos arrastre a ciar la jodida marea!
-
- - Razón
llevas, Faustino. Al cambio de guardia vamos a entrar a la capa amurados a
babor. Total, ¡qué prisas son estas! Carbón es lo que sobra en Santurce, y lo
que nos retrase este viento cabrón, eso
que le dará de vida a nuestro Artagan. Maldita sea mil veces el jodido tiempo
que todo lo arrasa sin piedad. ¿Qué nos queda, amigo?
El timonel se miró en silencio con el capitán, fue una mirada larga en medio
de rociones de agua, cuchillos de viento y frio destemplado. ¿Qué contestar a
eso? No había respuesta a lo conocido. No quedaba nada más que asumir el final
de ese viejo barco, orgullo de Vizcaya con sus dos nombres pintados en sus amuras en tiempos distintos, el final
de sus vidas compartidas. Cada uno tomaría su destino. Faustino, timonel al que
la guerra en el bando perdedor lo
marcó dejándolo sin retiro, algo que lo
condenará a bregar a bordo de cualquier otro buque mientras sus huesos le
mantengan erguido y sus músculos le permitan marcar el rumbo dictado por otros.
Don Ramón viejo capitán, boina roja de los que la victoria lo permitió partir
mares y ascender en galones hasta mandar
este como su último reino para verlos entrar humeantes y agotados de
cualquier travesía y cruzar bajo la advocación del Puente Vizcaya.
-
- - -
Nada
nos queda más que lo sepamos tener entre los dedos cuando nos devore la última
corriente, Ramón. Esa que me contara mi padre en la que todo se acaba y como arena movediza te acaba por arrastrar
sin remisión ni ayuda posible.
- -
Nos
queda lo vivido, lo compartido juntos, Faustino. Estas olas oscuras aunque sean
diferentes del primer temporal que corrimos juntos son hijas del mismo padre y
siempre nos acompañarán. Y este viejo barco, al que desollarán vivo, olvidando
lo grande que se pudo ser y lo poco que
se llegar a ser.
Parecía que la negrura de la galerna, ayudada por el
anochecer a punto de caer, tenía más
alegría que la de los dos amigos. Faustino tras un golpe de pura fuerza con encapillada
de mar incluida trataba de confundir sus lagrimas con los restos del
roción recibido.
-
- Desembarcaremos
bajo el mismo sol si se deja asomar y
nuestras singladuras tomarán rumbos distintos, pero entre los dedos al dejarlo todo al fin quedará esto, Ramón.
De mundos distintos en la misma mar, sobre estos baos hemos luchado por lo
mismo, avanteando entre pocas horas de
sueño, resacas de buenos tragos en tabernas de todo tipo, peleas por cada uno
sin esperar explicación ni razón alguna. No hay más que lo que vives en cada momento para seguir
siendo el mismo cada vez.
- - Como
esa ola que parece otra y es la misma cada vez al mantener esencia y decisión.
La pipa apagada, la guardia terminada. Otro timonel más joven
aferró sus manos a la rueda mientras la maquina agotaba cadenciosa y sin
variación sus tres expansiones. Juntos por la banda de babor regresaban a la cámara. Una buena
botella de coñac estaba esperando para rematar sus desvelos por no terminar una
despedida cual condena de muerte entre tres
vidas, una con alma de acero, las
otras de carne, pero las tres mortales.
-
- - ¡Dos
cuartas a estribor! ¡A la capa!
Maniobra realizada, aquellos dos amigos desparecieron entre
viento y mar furiosa para perderse entre la nube de sus propios recuerdos aun
vivos.
Tres días después, con la mar entrada en calma de verano caprichoso
arribaba el Monte Nuria rindiendo honores al Puente Vizcaya en su última
singladura. No hubo homenajes para los tres, no los necesitaban…
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