miércoles, 14 de diciembre de 2011

No habrá montaña mas alta.. (126)


El Mentidero
… Con el fresco de la mañana despegó Daniel el lazo de piel que lo mantenía  aferrado a Dora Macleod. Un beso brindado con la esperanza de recuperarlo con creces antes de que el sol de la siguiente jornada tratase de abrir un alba nueva fue el sello de partida con el que Daniel Fueyo ya recorría la ciudad  tan desorientado como falto de ganas por recuperar rumbo y demora con el Hospedaje y su habitación. Dando bordadas entre las estrechas callejuelas de aquella ciudad más parecida a nave blindada fondeada para siempre acabó por  salirse de nuevo a la parte exterior y  con la fortaleza de Santa Catalina como resguardo  para atacar de nuevo la ciudad por el Mentidero, la plaza de San Antonio  en la que ya con el sol en plena faena  se topó con compañeros como él ganando tiempo mientras este, necio y castigador, se  detenía como  verdadera condena ante ellos sin embarque y con la paga tan exigua como sus expectativas de tal. Daniel en su misma situación, sin embargo se sentía en esos instantes como quien comandase la escuadra del Océano en pleno con destino a los Downs donde bloquear al  inglés  en sus propias narices. Eso no era sino el  sentimiento  culminante de la felicidad  rozando con sus leves dedos  la nuca del joven capitán, nada más que eso, algo que el mismo  en aquellos instantes no podía ser consciente como humano en su propia levedad y cortedad en el tiempo.

Decidió no recogerse al pasar por el hospedaje y desde la plaza en la que se encontraba este dobló a la izquierda y tras la Puerta de mar se encaminó sobre los muelles  donde  el bergantín que pocas horas antes había avistado desde la alcoba de Dora comenzaba las maniobras de aproximación ayudado por el esquife de la propia nave que, con denuedo y a golpe de remo por quienes ya olían el regusto de la tierra y su catálogo de tesoros  tan poco valorados por quienes  de ellos disponían cada amanecer, acercaba sus costados a besar los del embarcadero. poyado en la muralla, con la mirada perdida  en la maniobra y su mente  en lo vivido,  que según decantaba en el tiempo mas difícil se le hacía de creer,  fue una voz la que le devolvió al real de los tiempos como un un golpe, sacándolo como digo de su melancólico letargo.

-          ¡Daniel! ¡¿Dónde te metiste, gañán?! ¡¿Es que ahora vas a ser tú el de los triunfos y yo el de las esperas?! Hace rato que desayuné con nuestra bella casera con la que tuve buena conversación. Anda, cuenta. Ahórrate detalles pero cuenta, cuenta.

Con desgana por  tratar como siempre de asimilar en su soledad  las grandes  cosas que le pasaban de vez en cuando por su vida, pero en realidad deseando compartir su felicidad con quien  también compartía amistad verdadera Daniel le relató  lo vivido las pasadas horas  como un verdadero colegial. Segisfredo  lo escuchaba con agrado por ver a su amigo en  ese trance tan maravilloso que es sentir  el amor como  viento sin vela capaz de  detenerlo ni recogerlo en  aspa de molino  del mismo  Don Alonso Quijano. A pesar de esos momentos de euforia  y tras lo visto con la amiga de su amada,  el Teniente Cefontes no las tenía todas claras.

-          Capitán, creo que  un buen chocolate con  bizcocho recién hecho nos hará bien.  Se de un buen café donde lo sirven, pero antes demos un paseo que  nos despierte a cada uno de nuestros  mundos respectivos.

Caminaron ya dentro de las murallas, tras la aduana se dieron un tiempo por entre la alameda coronada al final por el bastión de la Candelaria que ponía en firme a nave que osara  acercar sus cuadernas más cerca de lo debido sin permiso de  los que allí la servían. Desde allí una virada de 90 grados a la izquierda y el café, de nombre “La Reina”, ya se hacía oler a chocolate escondido en la pequeña plaza de San Francisco. Sentados antes dos tazas sobradas de reconfortante chocolate Daniel se vaciaba con la cascada de sentimientos encontrados en lo mas profundo de su corazón,  lugar tanto tiempo encerrado y protegido del exterior como santabárbara de navío del rey, que ahora reventaba al contacto con la explosiva sensación del amor encontrado sin saber siquiera lo que esto había sido en ninguna  situación antes vivida. Su amigo Segisfredo lo acompañó en la escucha  y  tras ello lo dejó descansado en el lecho del Hospedaje mientras él,  casi sin poder aguantar más, se ponía sin más dilación sobre la pista de todo aquello.

Un par de horas antes, el teniente Cefontes  con sus halagos y lisonjas a Doña Ana ya poco acostumbrada a tales regalos la convenció en indagar entre sus  conocidos sobre las dos damas católicas irlandesas y su  educado protector don Alfonso de Marcos. Solo esperaba que la información  que pensaba conseguir de la dueña de la posada no fuera a cambio de otras lisonjas menos deseables por él mismo. No volvería a verla  hasta  más allá del atardecer así que  se encaminó hacia la taberna “El estribo” en plenos muelles de la villa. Allí  estaña seguro de encontrar a Antúnez o si no fuera así  tenía claro que le darían sus señas  para llegar hasta él.

No hizo falta, allí mismo se encontraba, recién llegado de Capitanía con la misma letanía sobre su embarque que los días pasados ya. Con una frasca de  vino y dos vasos Segisfredo se sentó en la mesa donde  sin  más el  vino de Antúnez escaso ya se calentaba en exceso.

-          ¡Cefontes, vaya sorpresa! ¿Qué se os ofrece por estos  lugares?
-          ¿Acaso no es de ley compartir  la sangre de nuestro Señor con otro cristiano y además compañero de fatigas? ¿Me permitís  invitaros, Antúnez?
-          Cómo no. Haced los honores y  de paso alegradme el día con buenas historias, ya sean de  vuestras  batallas  al enemigo del rey o de vuestras victorias frente a dama que se haya plantado ante vuestro afamado nombre.
-          Pues de batallas igual lo dejamos que  bastante es  tenerlas para después tener que contarlas como  nuestros mayores. Y qué decir de nuestro débil flanco  femenino que tan mal se me está dando en estas últimas  lunas.
-          No me creo eso último, teniente. Vuestra fama dobla las millas de aquí hasta el mismo rio de la Plata en  los confines de nuestro imperio. ¿Os encontráis enfermo, quizá? Ja, ja. No me lo toméis en serio, Cefontes que de algo debemos aligerar esta espera como verdadera pena.
-          Pues la verdad es que  últimamente  no me ha ido bien. Además, desde  la última velada en la Casa de Las Lilas hay algo que me   está dando que pensar sobre  alguna de las damas que vos nos presentasteis a mi amigo el Capitán Fueyo y a mi.
-          ¿ Las damas Irlandesas?
-          Si, Antúnez. Creo que no son trigo limpio. Y no me refiero a su largueza en  virtud y moral que nada mas deseamos vos y yo. Me refiero a que esas damas y quizá ese engolado  que aparenta  como su protector algo se traen entre manos.
-          ¡Bah! ¡No os preocupéis por  ellas! Esta la ciudad repleta de  otras que mil vueltas las dan y  encima mejor se las entiende.
-          Estoy de acuerdo, Antúnez. Pero creo que el Capitán Fueyo  no piensa lo mismo y  necesito saber si   la tierra que pisa  es más cenagosa de lo que habitualmente  es en esto del sexo contrario.  Creo que mi capitán  está navegando a ciegas y con todo el trapo… ¿Me comprendéis?
-          Creo que sí. Pues acabemos esta frasca que  mi buen primo, al que bien conocéis, Luis Peláez, está al  cabo de la calle, pues para eso está en  la Casa de Contratación y lo que no sepa, dad por seguro que lo  consigue conocer antes de que el sol  vuelva a pasar por el mismo lugar.



Con el culo de la frasca seco, las monedas  por su  precio al lado de esta, ambos marinos  pusieron destino a la Casa de Contratación…


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