El Mentidero |
… Con el fresco de la mañana despegó Daniel el lazo de piel que lo mantenía aferrado a Dora Macleod. Un beso brindado con la esperanza de recuperarlo con creces antes de que el sol de la siguiente jornada tratase de abrir un alba nueva fue el sello de partida con el que Daniel Fueyo ya recorría la ciudad tan desorientado como falto de ganas por recuperar rumbo y demora con el Hospedaje y su habitación. Dando bordadas entre las estrechas callejuelas de aquella ciudad más parecida a nave blindada fondeada para siempre acabó por salirse de nuevo a la parte exterior y con la fortaleza de Santa Catalina como resguardo para atacar de nuevo la ciudad por el Mentidero, la plaza de San Antonio en la que ya con el sol en plena faena se topó con compañeros como él ganando tiempo mientras este, necio y castigador, se detenía como verdadera condena ante ellos sin embarque y con la paga tan exigua como sus expectativas de tal. Daniel en su misma situación, sin embargo se sentía en esos instantes como quien comandase la escuadra del Océano en pleno con destino a los Downs donde bloquear al inglés en sus propias narices. Eso no era sino el sentimiento culminante de la felicidad rozando con sus leves dedos la nuca del joven capitán, nada más que eso, algo que el mismo en aquellos instantes no podía ser consciente como humano en su propia levedad y cortedad en el tiempo.
Decidió no recogerse al pasar por el hospedaje y desde la plaza en la que se encontraba este dobló a la izquierda y tras la Puerta de mar se encaminó sobre los muelles donde el bergantín que pocas horas antes había avistado desde la alcoba de Dora comenzaba las maniobras de aproximación ayudado por el esquife de la propia nave que, con denuedo y a golpe de remo por quienes ya olían el regusto de la tierra y su catálogo de tesoros tan poco valorados por quienes de ellos disponían cada amanecer, acercaba sus costados a besar los del embarcadero. poyado en la muralla, con la mirada perdida en la maniobra y su mente en lo vivido, que según decantaba en el tiempo mas difícil se le hacía de creer, fue una voz la que le devolvió al real de los tiempos como un un golpe, sacándolo como digo de su melancólico letargo.
- ¡Daniel! ¡¿Dónde te metiste, gañán?! ¡¿Es que ahora vas a ser tú el de los triunfos y yo el de las esperas?! Hace rato que desayuné con nuestra bella casera con la que tuve buena conversación. Anda, cuenta. Ahórrate detalles pero cuenta, cuenta.
Con desgana por tratar como siempre de asimilar en su soledad las grandes cosas que le pasaban de vez en cuando por su vida, pero en realidad deseando compartir su felicidad con quien también compartía amistad verdadera Daniel le relató lo vivido las pasadas horas como un verdadero colegial. Segisfredo lo escuchaba con agrado por ver a su amigo en ese trance tan maravilloso que es sentir el amor como viento sin vela capaz de detenerlo ni recogerlo en aspa de molino del mismo Don Alonso Quijano. A pesar de esos momentos de euforia y tras lo visto con la amiga de su amada, el Teniente Cefontes no las tenía todas claras.
- Capitán, creo que un buen chocolate con bizcocho recién hecho nos hará bien. Se de un buen café donde lo sirven, pero antes demos un paseo que nos despierte a cada uno de nuestros mundos respectivos.
Caminaron ya dentro de las murallas, tras la aduana se dieron un tiempo por entre la alameda coronada al final por el bastión de la Candelaria que ponía en firme a nave que osara acercar sus cuadernas más cerca de lo debido sin permiso de los que allí la servían. Desde allí una virada de 90 grados a la izquierda y el café, de nombre “La Reina”, ya se hacía oler a chocolate escondido en la pequeña plaza de San Francisco. Sentados antes dos tazas sobradas de reconfortante chocolate Daniel se vaciaba con la cascada de sentimientos encontrados en lo mas profundo de su corazón, lugar tanto tiempo encerrado y protegido del exterior como santabárbara de navío del rey, que ahora reventaba al contacto con la explosiva sensación del amor encontrado sin saber siquiera lo que esto había sido en ninguna situación antes vivida. Su amigo Segisfredo lo acompañó en la escucha y tras ello lo dejó descansado en el lecho del Hospedaje mientras él, casi sin poder aguantar más, se ponía sin más dilación sobre la pista de todo aquello.
Un par de horas antes, el teniente Cefontes con sus halagos y lisonjas a Doña Ana ya poco acostumbrada a tales regalos la convenció en indagar entre sus conocidos sobre las dos damas católicas irlandesas y su educado protector don Alfonso de Marcos. Solo esperaba que la información que pensaba conseguir de la dueña de la posada no fuera a cambio de otras lisonjas menos deseables por él mismo. No volvería a verla hasta más allá del atardecer así que se encaminó hacia la taberna “El estribo” en plenos muelles de la villa. Allí estaña seguro de encontrar a Antúnez o si no fuera así tenía claro que le darían sus señas para llegar hasta él.
No hizo falta, allí mismo se encontraba, recién llegado de Capitanía con la misma letanía sobre su embarque que los días pasados ya. Con una frasca de vino y dos vasos Segisfredo se sentó en la mesa donde sin más el vino de Antúnez escaso ya se calentaba en exceso.
- ¡Cefontes, vaya sorpresa! ¿Qué se os ofrece por estos lugares?
- ¿Acaso no es de ley compartir la sangre de nuestro Señor con otro cristiano y además compañero de fatigas? ¿Me permitís invitaros, Antúnez?
- Cómo no. Haced los honores y de paso alegradme el día con buenas historias, ya sean de vuestras batallas al enemigo del rey o de vuestras victorias frente a dama que se haya plantado ante vuestro afamado nombre.
- Pues de batallas igual lo dejamos que bastante es tenerlas para después tener que contarlas como nuestros mayores. Y qué decir de nuestro débil flanco femenino que tan mal se me está dando en estas últimas lunas.
- No me creo eso último, teniente. Vuestra fama dobla las millas de aquí hasta el mismo rio de la Plata en los confines de nuestro imperio. ¿Os encontráis enfermo, quizá? Ja, ja. No me lo toméis en serio, Cefontes que de algo debemos aligerar esta espera como verdadera pena.
- Pues la verdad es que últimamente no me ha ido bien. Además, desde la última velada en la Casa de Las Lilas hay algo que me está dando que pensar sobre alguna de las damas que vos nos presentasteis a mi amigo el Capitán Fueyo y a mi.
- ¿ Las damas Irlandesas?
- Si, Antúnez. Creo que no son trigo limpio. Y no me refiero a su largueza en virtud y moral que nada mas deseamos vos y yo. Me refiero a que esas damas y quizá ese engolado que aparenta como su protector algo se traen entre manos.
- ¡Bah! ¡No os preocupéis por ellas! Esta la ciudad repleta de otras que mil vueltas las dan y encima mejor se las entiende.
- Estoy de acuerdo, Antúnez. Pero creo que el Capitán Fueyo no piensa lo mismo y necesito saber si la tierra que pisa es más cenagosa de lo que habitualmente es en esto del sexo contrario. Creo que mi capitán está navegando a ciegas y con todo el trapo… ¿Me comprendéis?
- Creo que sí. Pues acabemos esta frasca que mi buen primo, al que bien conocéis, Luis Peláez, está al cabo de la calle, pues para eso está en la Casa de Contratación y lo que no sepa, dad por seguro que lo consigue conocer antes de que el sol vuelva a pasar por el mismo lugar.
Con el culo de la frasca seco, las monedas por su precio al lado de esta, ambos marinos pusieron destino a la Casa de Contratación…
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