martes, 14 de agosto de 2007

Nada

La calle, gris de la plomiza lluvia que cae lenta pero continuamente, como si de un manto que quisiera cubrir de forma suave los automóviles que salpican de agua sucia a los viandantes encorvados, escondidos entre gabanes aún más grises mientras esconden sus cabezas bajo negros paraguas de puntas romas.
El aire sofocante; el higrómetro dejó de funcionar hacía ya dos días. La propia humedad había inundado el mecanismo bloqueando agujas y resortes internos. Mi dedo golpeaba el barómetro incesantemente con una ansiedad que iba a terminar por romper el cristal. 762 mm. ¡Mierda!, solo pensaba en el maldito viento que no se hacía presente desde hacía dos semanas. No podía pensar, razonar, juntar alguna letra que me dijera algo a mi mismo. Las cloacas ya rebosaban y los roedores salían de sus entrañas pues ni aquellos oscuros cañones de miseria estaban a salvo del agobio.


Los servicios sanitarios municipales atronaban la ciudad con sus sirenas pues cada poco acudían a los intentos de suicidio, a las muertes súbitas de ancianos, a salvar débiles golpeados por individuos mas fuertes que trataban a sí de desahogar su furia animal. La policía no era capaz de limitar los desmanes de personas normales fuera de sí que desbordaban violencia.
Decidí quedarme en mi casa, vivía en la planta 2º exterior de la calle Tormento en el nº 16. Siempre había hecho chistes con aquél nombre, ahora no tenía gracia.
Medio desnudo echado sobre la tarima del salón, la ventana abierta por la que entraba esa maldita humedad, las sirenas estridentes de tanto desorden.

Todo me daba igual...

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