Luces de puerto que rielan en la ensenada
oeste, calmas, silentes sin
interrupciones, dejando huellas imborrables por inexistentes. Un poco
más al norte la negra oscuridad hierve ahogada entre los designios por lo que
vendrá tras su telón. La calma que parece eterna, en pocas horas huirá a uña de
caballo como quien no sabe mantenerse como tal ante retos de furias y vendavales, sabedora de su
alternancia sempiterna.
Reflejos de interior que se
confunden en su éter salino mientras golpeas un teclado que todo lo acepta.
Retos nuevos en las mismas cuadernas sobre viejos libros, viejos recuerdos
vividos que se vuelven a visionar en
cada ventana, buques de acero entrando y saliendo ayudados por pequeños mulos de carga que pese a su fuerza nunca se
harían a partir mares más avante de unas pocas millas al norte. Recuerdos que
se cruzan entre luces rojas y verdes,
blancos topes de popa, mientras recala un mercante, de una caja sale un manojo
de viejas fotos a bordo de otros buques, padres sin apellido del que se dispone a largar estachas y maromas sobre
norayes cansados y resignados a dar
firma a cada nave.
Ventanas cerradas tratando de
evitar la entrada de sus vientos, con su aroma
a sudor y hierro humedecido entre agua y sal. Ventanas que siguen
queriendo aislar el seco y rutinario golpe de la maza sobre el futuro mamparo
que dará alas entre golpes de mar a
almas contradictorias por el ansia de partir esos mares mientras se combaten en
el ansia de regresar al brazo donde el
calor se siente.
Atalaya recuperada por la que
poder recibir lo vivido sin sentirlo
abandonado, desde donde poder ver al pequeño navío metálico ávido de viento que descansa a menos
de 10 cables desde donde esto escribo.
Hermanado con lo recuperado, amaneciendo
cada vez más pronto entre estrellas
reales tras nubes de realidad.
Trazando derrota como en cada
nueva singladura, virando el cable del
ancla vital, calculando cabos a doblar, puntos de destino imaginarios desde la
misma silla donde poder ver si hay rizos sobre las olas en la ensenada y así
zarpar a cada amanecida desde la misma mar alcanzada y reencontrada a la vista.
Tratando de sentir los caprichos de mi verdadera dama, independiente de los que
mantiene vivos sobre su piel, ávida de vientos por los que elevar de suaves pliegues
a salvaje piel erizada, sol por el que bullir con la pasión del huracán, del
tornado pasional, que todo lo lleva por delante sin calcular daños o dolor
ajeno.
Llueve de forma leve, poco a poco será la
fuerza mayor. No será nunca nada, pues
agua sobre si misma nada empequeñece salvo su ansia por superar a su madre
océana. Mucho sería si golpease con fuerza
en tierras baldías, poco es o
nada su suicidio entre mares. Pero escuchar su sonido sobre la ensenada en
calma o sobre el trapo de mi viejo navío
no tiene parangón, no se puede explicar sin poder sentirlo habiéndolo vivido. Y
tras haberlo vivido esta atalaya será la que permita revivirlo al poder ver su
lento o rudo golpear sobre la ensenada.
Refulge el arco iris
anunciando el frente que ya arriba a boga de combate por el oeste. Alguna luz
blanca de embarcación insegura que se recoge se divisa entre el chubasco que, en
pura nube a ras de mar, va devorando el
destello hasta convertirlo en la nada. La noche va entregando su destino sobre
la derrota solar, por rutinaria hoy
resulta algo nueva como el frío que ya se ha instalado en nuestras vidas.
Trato de memorizar, grabando en mi futuro recuerdo las imágenes de las primeras
nubes correosas marcando las líneas de ataque posicionadas por la división
de zapadores en forma de viento. No
quiero olvidar este momento en calma a este lado de la atalaya, al otro la
violencia del frío entre humedades y
vientos como recibimiento que hacen pleno este corazón tras varios cabos doblados.
Avante de este momento mas
cabos habrá que doblar, desconocidos
y sin más acierto que la suerte de la
decisión tomada, el labio mordido y la convicción plena de lo que hubiera de
encarar dando máquina a este corazón.