domingo, 31 de agosto de 2008

Oro en Cipango (36)

…con dignos pasos de algo mas que los de un mero prior de navío, nuestro pater, crucifijo delante, avanzó adelantado hasta subir al alcázar de popa. Los demás acompañamos su lento peregrinaje hasta aquél atrio de la nave, como parecía en aquellos momentos. Con un gesto, Don Sebastián dio la orden al nostromo de formar sobre cubierta y frente a nosotros a toda la dotación. Comenzó la ceremonia con las oportunas oraciones, en un latín mas español antiguo que lengua de césares, acompañadas de varias genuflexiones al viento y besos al crucifijo con rictus de iluminación puramente divina. Después, nuestro Padre Ruiz indicó al marinero de guardia en el alcázar que recogiese agua de aquel océano, en esos momentos pacífico como deseando pasar desapercibido en aquellas ceremonias humanas, ritos por los que se toman ciudades al asalto y se acuchillan infantes que desconocen razones y tan solo las sufren. Quizá les parezcan mis letras algo descreídas, a estas latitudes de mi existencia nos son más que el resultado de la dura vida, la magra convivencia con tanto hombre dado de santo, cuyo ejemplo no ha sino demostrado que su halo de santidad viene dado por el poder que le infieren reyes, cañones y maniobras certeras sobre multitud de mentes que ignoran verdades, asombrados por los brillos del oro y superados por la propia y sempiterna ignorancia. Nuestro Señor, que no es de este mundo, estoy seguro que cuando a su puerta mi alma llame, sabrá juzgar con su sabiduría mis palabras, mis acciones y sobre todo pensamientos que son los que mayor libertad ejercen. De ello estoy seguro como de mi muerte y de que todos los que de capa negra o de claro hábito santo se disfrazan, no son mas que útiles de un poder que si es de este mundo, que humano y no divino es.

Con la señal de la cruz dibujada sobre las tres frentes de Ayame, Kazuo y Akemi, el pater comenzó a derramar agua del Océano izada por el marinero, mientras pronunciaba los nombres de cada uno, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La ceremonia terminó poco después con el beso de cada uno a la cruz, esta vez de plata que el padre Ruiz sacó del interior de su raido hábito religioso. Con la dotación por testigos, los documentos fueron firmados por el Pater y nuestro comandante; documentos que certificaban tal conversión, mi rostro con la mirada perdida hacia ese sol con su perpetuo brillo me hizo percibir que su esplendor era aún mayor. Solo era una respuesta a la felicidad interior que llevaban a ver por mis ojos todo con el fulgor propio que se sabe más cerca de su sueño, pero dejemos este en suspenso hasta nuevos aires que no tardarían en llegar.

Me llevé a los niños a su cámara para darles descanso e intentar explicar con mas detalle el significado de aquella ceremonia en su futuro mientras Ayame fue con el Padre Ruiz a confesar sus pecados. Aquella confesión debió ser del todo graciosa pues no veía a los dos muy prestos a entenderse en sus sendos malos japonés y español. Entretanto el viento arreció de fresquito a fresco con lo que nuestro andar se incrementó, los deseos de arribo eran enormes entre todos, Don Miguel procuraba cazar todo el viento que nos mandaba ese Océano ya parte de nuestra piel. Así, a unas dos horas de la arribada de la segura noche un grito nos sacó de nuestros sueños. Era el marinero Alberto Muruve desde el juanete del trinquete, Muruve antes de embarcarse en esta expedición dedicábase a la pesca en las costas próximas a Acapulco, por lo que conocía perfectamente los secretos ocultos de aquella mujer mitad arena, mitad orilla que se ocultaba de nosostros.

- ¡La Roqueta! ¡La Roqueta! ¡A proa, Acapulco!

Como una ballesta nos plantamos todos en la borda de babor cercanos al alcazar de popa. Yo no conocía aquella pequeña isla que cerraba por el noroeste la bahía de Santa Lucía, donde, como verdadera perla del mar del sur, se preparaba para descansar la villa de Acapulco. Mi largomira me decía que aquello era una péquela isla pero a Don Sebastián no, prueba de ello era el brillo de su dentadura mostrada por su sonrisa producto de la satisfacción de saberse en casa al fin.

- Don Miguel, mantengamos el navío a buen recaudo hasta el amanecer en que arribemos con honores a nuestra cristiana tierra. Un cazo de aguardiente para todos y prevención durante la noche.

Así nos mantuvimos hasta la amanecida del siguiente día. Creo que nadie fue capaz de conciliar sueño alguno. Quien no limpiaba sus armas y ropas, estaba pendiente de que el sol tuviera a bien despuntar tras la bahía de nombre Santa Lucía. Intensa espera hasta que con voz serena nuestro capitán dijo lo que todos esperábamos.

- ¡Todos los hombres listos para maniobra de entrada! ¡Artillero, andanada de aviso! ¡Cárguelo bien de pólvora, que sepan que somos un navío del Rey!

Retumbó, no como en tanto combate naval pasado, pero si lo suficiente como para devolvernos después de su eco desde las recónditas tierras mexicanas, el retumbar del cañón desde el bastión defensivo firme sobre la entrada de la bahía. Un grito de júbilo explotó, nos unió como un solo espíritu. Abrazos, lloros, rezos de algunos hombres que un humilde servidor nunca hubiera esperado ver arrodillado sobre cubierta; abrazos con Sebastián, mi ahijado, a quién ya vi hecho un verdadero hombre del rey, un capitán propio de tercio, con Don Miguel Rocha, gran piloto que reflejaba en el vidrio de sus ojos la real necesidad humana del tacto de la tierra por muy hombre de mar que fuera, tantos hombres sin hacer diferencias a sus clases en pleno desahogo, descarga de miedos acumulados durante tantos meses al que el único sentido lo daban su capitán, su navío y el pabellón ondenado sobre este que les recordaba de donde eran. Entre todo aquél maremagnun de sentimientos, como un islote sereno permanecían Ayame, Kazuo y Akemi erguidos y expectantes. Crucé mi mirada sobre la suya, creo que fueron mis botas las que me plantaron frente a sus ojos. No escuchaba nada de aquella batalla de alegría, los empujones no me afectaban y con la lentitud y el aplomo que nunca creí recuperar frente a una mujer, me arrodillé dando un paso al frente con mi pierna derecha apoyando la rodilla de mi pierna izquierda en la cubierta.

- Ayame, no he sido para vos quizá nada más que un carcelero, alguien que os ha arrebatado a golpes de acero de vuestra tierra madre. Mis intenciones nunca fueron otras que vuestro bien aunque de principio tan solo os viera como una extraña oriental. Con el paso de los días, de las jornadas sobre mar y cielo os he sentido cada vez más cercana a mis sentimientos. Vuestros hijos ya ha que los siento como míos y puedo prometeros que guardaré sus vidas con la mía hasta mi último hálito de existencia. Ayame, aceptaré vuestra decisión cual condena si es de rechazo o temporal de felicidad si esta un sí. Deseo con toda mi gastada alma unirme a vos en santo matrimonio, os amo y mi vida hace ya tiempo que es la vuestra, mi futuro puedo asegurar también que será el vuestro. Perdonad mi atrevimiento si os he ofendido, pero como hombre de armas no entiendo otra forma de hacerlo que avante y por derecho.

Quede mirándola, no sabría decir el tiempo que transcurrió en aquella burbuja que dibujábamos con nuestros cuerpos. Ella me sonrió desde su mirada naciente en sus ojos rasgados mientras se acercaba a mi hasta hacer algo que nunca imaginé. Rozamos levemente nuestros labios, sus manos cogieron mis desgastados guantes presionando éstos suavemente, mientras un maravilloso “acepto” provocó en mí la turbación propia de un infante recién hecho hombre. La abracé como hacía tiempo no había hecho, quizá en aquellas Islas de Santa Cruz, quizá Doña Isabel, mi Isabel de Barroto pudo sentir algo así de mis brazos, de mi cuerpo mortal. Nos separamos, ella volvió a su distancia mientras con una mirada me despedí dirigiéndome a mi puesto en el alcázar; Don Sebastián ya largaba órdenes a través de Don Miguel y el nostromo para enfilar correctamente en aquel momento de mi vida la bahía más bella que nunca había conocido.



Arribamos a sus muelles cargados de tesoros, con la cartografía de la mano de Don Miguel que sería de gran utilidad para futuras expediciones, con importantes informes para nuestro Rey, el triunfo en verdad había sido del todo real. La conquista de aquellas tierras quizá fuera en otras jornadas o quizá nunca lo sería, mas eso no era ya nuestro menester. Con la firma del Virrey, desde México, arribó la confirmación de mis títulos, la autorización de matrimonio con mi querida Ayame; mi ahijado fue declarado capitán del rey con su soldada de 40 escudos de oro y, a pesar de no tener hombres bajo su mando aún, se le concedió 25 escudos más de ventaja por su honor y honra en el combate; aquello, en su hogar, al lado de la familia que me lo confió tiempo atrás me recompensó por todos los tragos pasados. No habían mis ojos llorado con aquella intensidad nunca hasta entonces...

sábado, 30 de agosto de 2008

Oro en Cipango (35)

…avistábamos tierra al fin, los errores propios de aquella navegación tan larga hizo que demorásemos la latitud algo más al norte de lo esperado, por lo que hubo que barajar la maravillosa costa de Nueva España desde la bahía de Potosí en demanda
de la esperada bahía de Acapulco; en busca de sus maternales brazos de tierra con ansia de abrigo y protección, como niños en busca de una madre largamente esperada. Faltaban unas 90 millas marinas, distancia que disfrutamos con la visión de aquella línea de costa, adornada de una arena brillante por un sol ya de propia familia. Mi cabeza hervía, quedaba algo más de un día de singladura para largar el ferro frente al Fuerte de San Diego y debía hablar con nuestro Capitán, con mi protector y amigo, Sebastián Vizcaíno.

- ¿Da su permiso, capitán?
- Adelante, adelante mi buen Martín. ¿Qué se os ofrece esta mañana tan serena y con la vista de tierra tan cercana?
- Buenos días, Don Sebastián. Bien decís de la vista que llevamos al costado de babor de nuestro navío. Mis deseos no saben qué otra cosa desear ya que sino arribar sobre Acapulco y pisar tierra cristiana, donde poder pasear y escuchar nuestra lengua entre sonrisas y corteses saludos de sus habitantes. Más mi visita es por otro menester que me trae el alma atribulada.
- No habéis de penar ni un minuto por vuestra pena declarada por el Virrey, pues en mi misiva después de la toma de aquel bergantín holandés, reflejé con orgullo vuestro bravo proceder y mi alta consideración hacia vuestra persona. Por ello estoy seguro que en no muchas jornadas después de nuestro desembarco en Acapulco, recibiréis confirmados vuestros títulos de nobleza y vuestra condición de entera libertad para recorrer y estableceros allá donde deseéis en las tierras de nuestro Rey católico.
- Mi capitán… Sebastián. No es eso lo que ahora me preocupa, son mis protegidos por vuestra decisión, la mujer y los dos niños a los que he tomado cariño. Desearía confesaros secretos que la madre me rogó no diera voz hasta desembarcar en tierra. No entendí tal deseo, pero lo respeté; como vos, estoy acostumbrado a estos caminos del pensamiento y conducta tan diferentes a los nuestros, así que decidí cumplir con ese deseo.

- Hablad, Don Martín, os escucho.

- Como sabéis, nuestro pater, en los primeros días de travesía, no cejaba en su empeño evangelizador sobre Ayame, hasta que ocurrió aquel hecho que nos enfrentó a ambos con la feliz intervención de vos. Ella agradeció mi defensa y me confesó su origen noble, pues era la mujer de aquel energúmeno que Don Miguel y yo descabalgamos para siempre de su vida. Iban a ser ajusticiados en Edu por orden de su marido y padre de los dos niños. La razón no era otra que el haberle desobedecido. Mi asombro se colmó al saber que la razón, no fue otra que la conversión de Ayame y sus dos hijos a nuestra Santa Religión. Si, capitán, no se asombre que ya lo hice yo por ambos aquel día. Quise saber cuál era entonces la razón de su secreto y me relató cómo vio la luz de nuestro Señor de manos de un misionero portugués, que tantos tenemos en aquellas islas sembrando nuevas almas cristianas y labrando de esta forma nuestra futura labor de conquista. Este misionero, desconocedor de la feliz unión de las dos coronas en la cabeza de nuestro rey siempre le previno de los sacerdotes españoles y su fiereza con quienes no eran verdaderos seguidores de la fe. Vos comprenderéis que con semejante idea sobre nuestros sacerdotes, la imagen de un encendido Padre Ruiz, que frente a ella parecía el verdadero Santiago, martillo de moros, ella se inundase de aquel temor y esperase a mayor seguridad. Ya ve que donde hay hábito santo, el miedo reina sin competencia.

- Desde luego, Don Martín. Pero, ¿cómo sabéis que esto es cierto?

- Ella me enseñó el crucifijo de plata repujada que aquél misionero le entregó al bautizarlos. Me habló de nuestra santa religión, de nuestros ritos, me atrevo a decir que sabía más que muchos de nosotros y quizá fuera su tez blanca y su serena expresión, pero si nuestro Señor habría de tocar a alguien con su dedo, creo que a ella fuera a la que tocase.

- Bueno, bueno, Don Martín, usted y sus pasiones. Tan sólo es una mujer a bordo y eso revoluciona la sangre de todo varón embarcado, nada más. En fin, es toda una noticia, así que he de hablar con nuestro pater, aclararle la situación para que confirme lo que vos me contáis. Mientras, necesito saber que rango es el de su familia y habéis de informarle que habrá de pasar un leve, insístale en lo de leve, interrogatorio conmigo y el padre Ruiz. Tenéis vos y vuestra protegida mi palabra que el pater se comportará.

- Don Sebastián, hay algo más. He cumplido, como vos me ordenasteis, en mi comportamiento, manteniendo el decoro y el respeto a ella, a vos y al resto de la dotación. Quizá por ello, quizá por que mi corazón sea blando con los que asi se presentan a mi pecho, pero mi deseo es el de unirme a ella en Santo Matrimonio cuando la venia de nuestro Virrey sea firme. Siento amor verdadero por esos niños y Ayame y creo que este es correspondido.

- Don Martín, os juro que me lleváis de sorpresa en sorpresa. Tras ese bravo corazón que no da respiro a enemigo, clavando aceros y quemando pólvora sobre sus vanguardias, siempre me acabo encontrando a un caso perdido de personaje más propio de las viejas novelas de caballerías. No dudéis de mi regalo de boda, estad seguro que no será otra cosa que mi libro ya envejecido donde se narran las andanzas de Don Amadís de Gaula. En él os veréis a cada capítulo vencido y vencedor, quizá unas veces os haga reir y en otras lloraréis, mas no se parece a otra cosa que a vuestra vida en palabras de viejo castellano. Mi querido, mi respetado Martín de Oca, tendréis mi bendición; ahora marchaos a ver a vuestra amada para indicarle lo que os he dicho.

Acudí a la cámara que tiempo atrás mía había sido, donde permanecían Ayame y sus hijos desde que el anuncio de arribada habíase ya convertido en una confirmación de inminente cumplimiento. Deseaba decirle lo que sentía, aunque por mujer estaba casi seguro que ella sabía lo que no dejaba de martillear las cuadernas de mi corazón. Con la ayuda de Kazuo fui relatando los pasos necesarios para que aquella conversión a nuestra verdadera religión ante los misioneros portugueses, fuera de facto aceptada por las autoridades de nuestro Santo Oficio. Al nombrar al Padre Ruiz su rostro sereno torno a enmudecer su reflejo de calma, era como si hubiera visto a un fantasma. Insistí en la garantía de la presencia de Don Sebastián como representante del Virrey, de su conocida extrema caballerosidad y humanidad para quien de bien se muestra, como ella demostrado tenía después de tan larga travesía. Con gran esfuerzo y, sobre todo, la ilusionante ayuda de Kazuo conseguí que aceptara pasar por tal necesario trago.

Llegó el momento, como tutor de aquellas tres almas tuve derecho a presenciar aquel extraño oficio religioso que dirigía el padre Ruiz. Presidía Don Sebastián y sufrían aquellas tres almas, que nunca hubieran imaginado protagonizar tamaña escena sobre un navío a miles de leguas de su tierra. En aquel acto percibí con claridad un perfecto control de la situación por parte de nuestro capitán. El pater, a cada latinajo vomitado sin pudor y agitado movimiento aferrado al crucifijo siempre acababan sus ojos en busca de aprobación de Don Sebastián. Llegaron las preguntas sobre la fe, a las que Ayame dejó con las bocas abiertas como portas de navío presto a combatir debido a su conocimiento de nuestra fe. Para finalizar, fue ella la que como si hubiera guardado aquella última bala, les cedió al pater una biblia en portugués que guardaba en absoluto secreto, algo que acabó de certificar la veracidad de tal acristianamiento. El padre Ruiz con la palabras atoradas en su garganta consiguió largar en un castellano antiguo a mi parecer, lo que aquí les escribo


- Vistos los hechos que confirman la sumisión de estas tres almas a Dios. Y siendo Dios, que es cumplido y cumplidor de todos los buenos hechos, por la su merced y por la su piedad quiera que los que así cristianos se declaran se apresten a sus mandatos a servicio de Dios y para salvamiento de sus almas y aprovechamiento de sus cuerpos, así como Él sabe, que yo, humilde sacerdote, lo declaro a esa intención.

Alegría era lo que inundaba sin límites mi interior. Salimos a cubierta con la pausada solemnidad del acto que restaba, que no era otro que el bautismo renovado de aquellas almas que pudiera así certificarse en documento oficial….

viernes, 29 de agosto de 2008

Mi Diente se quiere ir


Tengo un diente que se quiere ir
de esta mi boca tan fresca de sonreír.
De tantos nervios hasta el techo salto
y sin querer a todos sobresalto.

¿Cuándo llegará el ratón?
Pérez me cuentan que se llama
y que de noche se acerca a mi almohada,
mientras en sueños viajo en mi nave del mañana.

Mi diente, mi diente, se mueve.
Mi diente se va, pero no acaba de despedir
pues fue aquí donde descubrió el sonreír,
pobre, no sabe si eso hará donde el ratón le lleve.


Me duermo mientras sueño
con piratas, rebeldes y caballeros,
islas que surgen, volcanes que explotan.
Miles de cosas vivo mientras al ratón espero.


martes, 26 de agosto de 2008

Oro en Cipango (34)

…con el paso del tiempo mi relación con el pater fue lentamente recuperándose, aun que creo que el rencor por ser humillado le ensombrecía el alma. La vida continuaba, la navegación ayudaba por su continuo andar de la nave sin contratiempo. Gracias a las provisiones gustosamente “cedidas” por nuestros amigos de fortuna holandeses, dispusimos durante más tiempo de alimentos frescos; así, pasado el mes de travesía matamos el último carnero, cuyo sacrificio nos propició una buena fiesta aquella jornada de navegación. Aquel ultimo ser vivo comestible se cocinó con las hierbas aromáticas que Ayame fue indicando al cocinero. Deseábamos hacer un pequeño homenaje a esa mujer que, poco a poco, con su saber estar entre tanto hombre rudo, sin sentirse su paso entre ellos, fue logrando que aquel navío ganase en comodidad; supo hacer que los olores de los animales vivos se disfrazaran de fragancias a hierbas suaves, consiguió que los bronces del navío, no sólo brillasen sino que cantasen a la mirada con sus indicaciones de limpieza a través de Kazuo. Sus cortas risas, ese torpe andar a bordo junto con las gracias de Akemi y las preguntas a todo el que delante se parase un segundo delante de Kazuo, hacían que la travesía fuese menos monótona, menos ruda. Los hombres no jugaban sus doblones de futuras ganancias o procuraban hacerlo en momentos que su visión no importunara, las peleas, que por tantos motivos de incierta justificación siempre había que acudir a sofocar, casi ya no se producían. Don Sebastián estaba encantado con aquella travesía en extraña calma interior, algo que le permitió redactar una verdadera carta de relación sobre lo pasado y logrado, lo perdido y encontrado, que debía entregar al virrey de forma extensa y con la debida reflexión, algo que en situaciones de normalidad en navío armado fuera del todo imposible.

Se bendijo la comida y todos como un solo hombre nos abalanzamos a saborear el ultimo plato de carne hasta la arribada a Nueva España. Aprovechando el perfecto día de viento y mar, Don Sebastián, Don Miguel, mi ahijado, el Pater y Ayame con sus hijos, comimos sobre el alcázar de popa. El vino aguado en una tercera parte consiguió mantener a la dotación en condiciones aceptables para la navegación, aunque creo que, si algún hijo de las pantanosas tierras de Flandes, o Japonés desviado de su tierra nos encontrase, habría dado buena cuenta de nuestro preciado navío, su dotación y su valiosa carga.


Como les había relatado anteriormente, mis sensaciones al lado de Ayame ganaban en placer por su simple proximidad, sus hijos ya los sentía tan cerca de mi como si los hubiera visto nacer. Era también esto producto de la estrechez de la convivencia a bordo de un navío durante tanto tiempo, aunque hoy, al borde de mi desembarco de este otro navío que ha sido mi vida, puedo decir que en aquellas placenteras sensaciones había algo más. Al finalizar la comida, con mi vaso de plata aferrado en mi mano derecha, valiosos regalo de Don Sebastián, me apoyé sobre la balconada de popa observando el suave andar del San Francisco, la ligera estela que al mirarla me devolvía sus reflejos mezclados del blanco espumosos de la revuleta sal y el oro calmo del rey sol.


Una manita tiró de mis botas, miré hacía abajo imaginando quién era quien así asía el borde mis gastado cuero encontrándo a la pequeña Akemi. Me miraba aferrada al borde de mi bota, mientras con la otra sujetaba un pequeño trozo de madera tallado toscamente con forma de muñeco. Ayame se acercó a mi junto a su particular "lengua", que no era otro que el muchacho, Kazuo.

- Don Martín, mi madre desea saber si puede hablar con vos.

La miré, ella evitó cruzar su mirada con la mía


- Claro que puede hacerlo, Kazuo. Estoy a su disposición.

El niño habló con ella, devolviendo esta una larga parrafada que a duras penas hoy creo que consiguió traducir su hijo.
- Mi madre desea agradeceros todo lo que habéis hecho hasta ahora por ella y por nosotros dos. Desea deciroos que siempre será su sombra de portección, pues le devolvió la vida aquel día frente a nuestro padre, que iba a entregarnos a los jueces por haberle desobedecido.

- ¿Vuestro padre? ¡Dios mío!

Aquel niño me contaba aquello de forma impersonal, como si hablara de un hombre que no conociera. Yo me sentía un sucio criminal delante del juez más absoluto que pueda haber en la tierra, que no es otro que un hijo de padre asesinado ante su culpable. De pronto su madre hizo un gesto y le volvió a enviar una larga parrafada que con un golpe en el hombro obligó a traducir.

- Mi madre dice que no debéis preocuparos, ese hombre no era bueno y su destino era el que recibió de vuestra mano. Un padre que decidió que mataran a su familia por desobedecerlos no debe llamarse de tal manera.
- ¿Cuál fue vuestra falta?¿En qué desobedecisteis a vuestro padre?
- Mi madre renunció a la religión de nuestro padre y el nos condenó a morir según el dictamen del Shogun. Escapamos durante una semana, pero el hambre y su dura persecución hizo que mi madre decidiera suplicarle piedad. Él se negó y cuando vos nos encontrasteis nos llevaba a Edu a ser juzgados.
- Dile a tu madre que lamento lo que habéis sufrido y que le doy mi palabra que, bajo mi protección, podréis vivir con la libertad propia de un súbdito del rey católico. Decidle también que le agradezco su confianza por relatarme tal terrible historia sufrida.

El niño con una serena sonrisa en los labios se giró hacía su madre traduciendo cada cosa que yo había largado desde el fondo de mi garganta. Ella me miró y al fin pude percibir su sonrisa, pequeña, pero sin principio ni fin como debe de ser el sentirse agradecido.

A partir de aquellos momentos nuestra relación fue a más, aunque siempre con el escrupuloso cumplimiento exigido por Don Sebastián. Cierto es que mi cuerpo no demandaba pasión, sino serena compañía, la caricia de aquellos niños me bastaba y las cada vez mas expresiones dichas en español por Ayame, me parecían golpes de de felicidad que superaban a tantos golpes de pasión de tiempos pasados. Isabel, mi verdadero amor, Isabel de Barroto, mantenía su espacio entre los jirones gastados de mi corazón. Creía sentir sus consejos, sus bendiciones hacía aquella relación; quizá el que esto lea le cause mofa, mas no es distinto de quién escucha a los santos, o a La Virgen indicándole el camino a seguir.

Casi dos meses más de navegación nos llevaron a pocas leguas de Nueva España, los secretos que mi corazón albergaba los debía hablar con Don Sebastián. Mi situación, mortal y espiritual ya era también la situación de Ayame, Kazuo y Akemi…

lunes, 25 de agosto de 2008

Oro en Cipango (33)

…Pasamos varias singladuras bañados en cascadas de la euforia propia del saberse de retorno a la cultura conocida, a las costumbres propias que hacen que uno se sienta como horma en zapato de su medida. La normalidad fue poco a poco invadiendo los ánimos de todos, ahora tan sólo había que conducirse de forma serena y marear bien la nave, algo de lo que estábamos verdaderamente preparados.

Esta rutina, sin otro sobresalto que un cambio repentino de viento o la presencia de alguna ballena en deliciosa y cercana visión, fue propiciando una relación con aquellos “extraños” pasajeros cada vez más cercana y familiar a pesar del carácter frío y poco expresivo de su cultura, pero había niños y ellos no saben que es eso de la diferencia hasta que se la enseñamos nos con nuestro ejemplo. Los marineros, en cuanto un momento de holganza se presentaba ante ellos, corrían casi todos hacía los infantes. Realmente aquella oportunidad era algo que alimentaba la vida de ambas partes, a ellos les daba motivos para creer, para sonreír, para saberse buenos en un mundo que solo les ponía armas, órdenes a cumplir y no permitía buenos sentimientos salvo cuando así estaba visto por quienes mandaban. Enseñaban a los niños a hacer nudos, coser las velas, pasaban horas jugando con los pajes en los ratos de holganza de estos.

Algo que en verdad poco me gustó, era la actitud de nuestro padre Ruiz; este de pronto iluminado por una fe redentora, no dejaba a Ayane ni a barlovento ni a sotavento de la nave, intentando realizar en aquellos momentos lo que ni pensó un solo instante en hacer durante los meses que estuvo entre tanto pagano, como él mismo los llamaba. Sin saber una palabra del idioma, cual corsario al abordaje, se lanzaba a impartir los dogmas de nuestra fe cristiana. Aquello importunaba a Ayane. Ella, por medio de su hijo, de nombre Kazuo, que ya dominaba nuestro idioma, iba dándose cuenta de las intenciones del orondo pater, enfureciendo su ánimo pues no era persona de poca formación, por lo que uno iba descubriendo. Al principio de nuestro encuentro y secuestro postrero, pensé que era una sierva de aquél señor al que mi acero dio con su alma en fuga y su cuerpo en tierra. Pero esto no era así, ruego me perdonen pacientes lectores de este humilde relato vital, pero con la venia de vuestras mercedes, este tema creo será mejor relatarlo con más detalle paginas avante.

Como relataba, el Pater llegaba a acosar en exceso a, en aquél momento la imaginaria "esposa" de toda la tripulación; esta actitud la consideraba un servidor de vuestras mercedes, en una elevada medida de cobarde, por ser mujer sola cuando dispuso de un amplio grupo de almas a popa de nuestra nave allá en Japón. Así, una mañana de buen viento dando de través a nuestras velas, con una mar de tantas formas tatuadas sobre su piel como caprichos del viento perfilador sobre ella, quizá pudo ser el gris de alguna de aquellas nubes cargadas de agua que amenazantes nos perseguían, quizá quise adelantarme a la explosión de esa inmensa humedad constreñida entre sus variables formas, quizá nuestro Señor en sus torcidos renglones de buen jugador no aceptase ese tipo de trampas del pater y me empujó a ello. Me interpuse entre su hábito y cruz de madera y Ayame de forma clara y un cierto amenzante al primero.

- ¡Basta, Padre Ruiz! ¡¿No le parece algo excesivo intentar convertir a alguien que no entiende sus vocablos, mitad en español, mitad en latín?! Deteneos y reflexionad que muchas son las leguas que restan y a esta desgraciada mujer mucha vida le aguarda en las cristianas tierras de Nueva España.
- ¡Qué decís, Don Martín! ¡¿Osáis interponeros entre Dios, Nuestro Señor, y estas pobres almas sin credo salvador?! ¡No esperaba tal cosa de vos!
- No digáis insensateces, Pater. De sobra sabéis mis creencias y la sangre vertida por la Verdadera Religión, solo os ruego que reflexionéis sobre vuestra actitud. Esta mujer está sola, no conoce el idioma y no tenéis competencia de moro a pagano que pueda robaros la pieza.
- ¡¡¡Apartaos!!!

No me quedó más remedio que desenvainar; en ello estaba cuando la mano providencial de Don Sebastián con acierto, premura y en tiempo oportuno retuvo aquella acción a la vista de toda la tripulación, que son pocas las varas de manga y eslora de un navío por muy grande que este sea.

- Acompáñenme los dos a mi cámara. ¡Todo el mundo a sus obligaciones! ¡Ya!

Tras nuestro capitán como ganado sumiso nos dirigimos nuestros pasos hacia la cámara de popa. Giré de manera instintiva mi cabeza y allí crucé mi mirada con aquel rostro oriental, en aquel momento golpeado por un sol que se abría paso entre las hasta ahora triunfantes nubes del oculto firmamento. Sentí alcanzarme un primer esbozo de sonrisa.

- Bien, ambos, caballero y sacerdote me deben una explicación. Explicación que no deseo escuchar de semejantes zoquetes. Vos, Don Martín, cuándo aprenderá que la espada es una medicina que se emplea en pequeñas dosis, y vos, Padre Ruiz, ¿acaso la comida de nuestro barco le causa alucinaciones hasta hacerse pasar por San Lorenzo? Si asi fuera, no ha de demorar su confirmación, pues lo dejaré en el sobrejuanete de la mayor para que una buena fogata de San Telmo lo abrase. Don Martín, mantengo mi orden de que seáis vos el tutor de estas tres personas, por lo que cuídese de que no se acerque nadie a ellos sin su consentimiento, y en cuanto a vos, lo quiero en los sollados de proa dando muestras de su profesión de fe. Confiese los pecados de tanto marinero descarriado, flagélese si lo encuentra oportuno por la cristiana arribada de nuestra expedición, pero no se acerque ni por asomo a esos dos niños ni a su madre. Seguramente, serán más tarde o más temprano objeto de la Luz Divina, que los recuperará a la verdadera creencia. Ningún problema mas quiero o desembarcarán ambos con los grilletes del Santo Oficio de camino a Veracruz. Eso es todo y ahora déjenme el resto del día para olvidar esta estúpida escena.

Salimos en silencio, sin mirarnos a la cara, el pater enfiló sus pasos hacía proa mientras yo me apoyé entre las batayolas cercanas al combés en la banda de estribor de la embarcación.
Poco a poco todo fue normalizando, yo me mantuve más cercano a ellos, una situación que me agradaba, los niños, sobre todo Kazuo, aunque también su hermana Akemi, algo más pequeña, alegraban mi corazón ya agotado de vivir tantas situaciones tensas y de verdadera pasión ante algo o alguien. Kazuo se habñia transformado en algo como un pequeño hijo que colmaba las carencias de no tener tal y sin esfuerzo iba ganando espacio al bueno de Sebastián, al que ya solo le quedaba el nombramiento de capitán, pues de facto ya lo era. Estar con ellos daba respiro a mi alma atormentada y creo que ellos sentían en mi algo más que a alguien que los vigilaba y protegía.

Sentía paz y eso era la primera vez que entraba en mí sin tener a mi enemigo inerte en el suelo, separado ya de su alma…

viernes, 22 de agosto de 2008

Oro en Cipango (32)

…Aquella lenta evolución, propia de una arribada normal a un puerto amigo, sólo se vio violentada por el cañonazo de aviso desde nuestro bergantín y la correspondiente contestación desde el apostadero confirmando el engaño. Penetramos por entre los dos muelles que en curva hacían de débil tenaza a una mar que, en uno de sus arrebatos, acabaría dejando en el ridículo más patente semejante obra humana. Desde aquellos labios que dibujaban la boca del puerto fabricado en empalizadas de madera, varias mujeres ya gritaban en demanda de sus maridos, aquellos hombres que vieron partir y que ansiaban por saber de su destino. Al frente no se veían naves de ninguna clase, salvo pequeñas lanchas de pesca y ayuda al amarre de los navíos que entraran. Dos enormes tinglados hacían de núcleo portuario desde el que como polluelos sin pluma, múltiples casas y casuchas se arremolinaban a su alrededor. Debían ser esos tinglados los que debían almacenar aquellas hierbas averdosadas, que tanto parecen gustar a los herejes del norte. Té le llaman a tales frutos de la tierra, una bebida que tuve la oportunidad de probar en aquel lugar más tarde, convenciendo a mis entrañas hasta estos días finales de mi vida, que es el café y no aquel agua de color lo que realza mi cansada cabeza y mantiene despierto mi mano sobre la pluma.

Largamos el ferro a unos seis cables frente a aquellos tinglados dominantes sobre el resto de pequeñas casas donde debían vivir aquellas gentes. Arriamos el lanchón en el que embarcamos Don Gustav y yo junto a cuatro remeros por cada banda que nos acercaron al muelle. Allí nos esperaba un hombre algo grueso en sus partes bajas, de corta pierna y con un bigote de enormes proporciones terminado en sendas cocas que atusaba de forma continua. Miró al piloto, me miró a mí, sus gestos demostraban confusión y extrañeza por la situación, faltaba el galeón y sus capitanes y en cambio un hombre desconocido acompañaba a Gustav. Comenzó a preguntar de forma creo rápida y nerviosa en flamenco a Gustav sobre la situación. No esperé más, con un gesto de mi sombrero al aire fue suficiente. Un nuevo cañón de aviso retumbó en la rada, las portas de la cubierta de estribor abiertas al unísono mostrando las bocas de diez cañones mientras desde lejos otro cañón se pudo escuchar como respuesta al nuestro, según lo planeado. Aquel hombre dejó el flamenco y entró al parlamento en nuestra lengua.

- Veo que sois español, Don…
- Martín de Oca, Conde las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, vengo en representación de mi comandante, Don Sebastián Vizcaíno que en breve arribará a este, vuestro apostadero, a bordo de nuestro navío de cincuenta cañones “San Francisco”. Considero que vuestro piloto mayor y ahora comandante del bergantín que en estos momentos os apunta desde la rada, ya os ha puesto en danza sobre la situación. Acabamos de dar un segundo cañón de aviso al que nuestro navío de nombre San Francisco ha respondido. Si en aproximadamente el tiempo en que este reloj de arena que aquí muestro y giro se agote no han rendido la plaza y mis hombres no dan la andanada de aviso, no quedará un edificio en pie y no respondo de la carga de nuestros hombres algo furiosos por vuestro ataque sin sentido en pasadas jornadas más al norte. Si me permitís, os ruego recibáis con hospitalidad a nuestro comandante cuando arribe a vuestro apostadero. Es hombre de buenas maneras con los caballeros corteses, mas implacable con quién la contraria le plantea. Mientras tanto permitidme sugeriros que vayáis ordenando las debidas instrucciones para rendir la plaza; entretanto, mis hombres a bordo de su bergantín desembarcarán para no causar malos entendimientos entre nuestras dos naciones y preservar la paz.

Con otro gesto de mi sombrero, el lanchón que nos trajo a nos, retornó hacia el bergantín, mientras desde este arriaban el segundo y comenzaba el desembarco pacífico que había pactado Don Sebastián con el piloto mayor holandés. A su vez, este hombre explicó a aquel otro, sorprendido y del que aún desconocía su nombre, la situación y las condiciones ya con una mayor calidez receptiva, supe que así era pues sus ojos cobraban el volumen en escala propia a la de su barriga oronda. No perdía ojo a sus gestos, por si algún gesto malintencionado provocaba algún tipo de orden de resistencia, más creo que la fuerza combativa de aquel apostadero había muerto en el combate de las islas. Casi una hora mas tarde pudimos ver el león rampante con su dorado refulgente entrar majestuoso y posar su ferro frente al bergantín. La situación estaba controlada y más parecía todo aquello la recepción de alguna embajada de país amigo.

Nuestros hombres ya tenían todos los cañones de tierra, apuntando al pueblo y se había desarmado a la escasa guarnición que allí se encontraba. Recibimos a Don Sebastián y tras el orondo preboste del apostadero nos encaminamos a su palacio, que no era sino la casa principal del asentamiento, una edificación de dos plantas rodeada de una empalizada con un jardín que veíase luchando de manera agónica por parecerse a un trozo de aquel Flandes en primavera. No hay mucho que relatar entre este momento y nuestra partida, no cometimos atrocidades, ni abusamos de nuestro poder, tan sólo reclamamos lo que con Don Gustav habíamos pactado y que cuestionamos su confirmación a Don Albert Van Driessche, que con tal nombre se presentó. Para ayudar en su tribulación dispusimos de mas de 45 bocas de fuego desde tierra y mar y 200 hombres listos para convencerlo si no acababa de tomar decisión en aquel momento. No llegó la pólvora a ser humo, ni las espadas a correr sangre, se cumplió aquel pacto. Entregamos el bergantín con sus cañones en el fondo de la rada, recogimos provisiones frescas, oro y plata, a dos arrobas en oro y casi los ocho quintales de plata, rechazamos con amabilidad el té que albergaban en sus tinglados y por cortesía de nuestro rey le dejamos una bolsa de doblones de a 8 y a 4 para no permitir que no hubieran de presentarse en medio de la indigencia ante sus aliados japoneses.

Con orden y con la gloria de robar al que antes nos lo quiso hacer a nos, viramos el ancla de un panzudo San Francisco que algo torpón enfiló el rumbo hacia el sur, hacía aguas abiertas antes de enfilar las más de tres mil leguas que nos separaban de nuestro hogar. Perdimos de vista el apostadero, la mar se abría en ciernes frente a nuestras cansadas miradas deseosas de saberse en camino. Gritos de victoria, abrazos entre todos como si Acapulco estuviera a menos de una legua. Era verdad, estaba en sus mentes, estaba en nuestras mentes, reitero su realidad pues en ello creíamos y si la fe nos demuestra que nuestro señor nos ve ahí arriba, esta fe nos demostraba que Acapulco estaba a un roce de nuestras manos.

Entre tanta celebración y expresión de júbilo, aquella mujer, de nombre Ayame, nos observaba sin expresión alguna desde el alcázar de popa, mientras alternaba su mirara con aquella tierra que nunca mas vería…

miércoles, 20 de agosto de 2008

Oro en Cipango (31)

…No hubo elección posible, no existía posible duda; el piloto holandés era consciente de la determinación de Don Sebastián y sólo quedaba salvar la poca honra que quedaba, junto a las vidas de los que seguían en aquel mundo tan alejado de la tierra donde cada uno había nacido. Pero dejemos esto por un momento, la mañana siguiente de aquella escena entre ambos capitanes comprobamos cómo el horror es capaz de manifestarse de las formas más inesperadas para cualquier alma, sea esta del origen que sea. Hacía más de una hora que ese sol sempiterno, siempre adelantado en aquella tierra, donde son su brillo y el susurro del viento sus deidades más profundas aunque las disfrazasen de nombres indescifrables para un sencillo cristiano como el que estas letras les escribe. Como decía el sol ya empezaba a acortar las sombras de los nuevos mástiles del bergantín, cuando un soldado de la guardia que mantenía Don Sebastián en la zona donde se encontraban los botes, el junco y los materiales de reparación como escolta protectora, alcanzó con uno de los lanchones el costado de nuestra nave desbordado en su estado de ansiedad y nerviosismo. A tal hora de la mañana ya prestos nos encontrábamos todos los hombres en camino cada quién de sus tareas de reparación y limpieza, que se mantenían organizadas por nuestro piloto mayor. Razón por la que, antes de que alcanzara la cubierta del San Francisco, ya estábamos Don Sebastián y el que esto escribe esperándole a pie firme sobre esta.

- ¡Capitán! ¡Es horrible! ¡Una masacre, no sé cómo ha podido ocurrir! ¡Una masacre!...

Aquel hombre, blanco como si recién hubiera brotado de la tierra, sus ojos salidos de las órbitas, las manos temblorosas, rojas de sangre desteñida por el contacto con el agua de mar, aquel hombre no era capaz de mas y se derrumbó como un náufrago recién rescatado del proceloso océano. Don Sebastián mandó zafarrancho y prevención para el combate, envió dos lanchones hacia la orilla con la orden de defender aquella cabeza de playa en que ahora se había convertido con pólvora y sangre si eso fuera menester. Aguardamos impaciente a que nuestro cirujano reanimase a aquel soldado de nombre Alonso de Gálvez, verdadero fantasma del que vi días antes arcabuz en mano sobre el aparejo. Al fin llegó el momento de saber por aquel hombre lo que estaba ocurriendo, Gálvez poco a poco volvió en sí.

- Mi capitán, he vivido guerras por nuestro rey, he cortado gaznates, han cortado los de mis hermanos, hemos llorado, sufrido, he visto cadáveres, resisto por costumbre ya ese aroma profundo que la muerte deja a su paso entre tantos combates, pero siempre con una bandera, un grito y una pasión. Que Dios me perdone si todo eso fue pecado y estoy pagando en vida, pero nunca vi a toda esa gente así…
- Así cómo, soldado. ¿Qué gente? Vamos Gálvez, serénese, estáis a salvo. Bebed un poco más de este aguardiente que lograra reposar vuestro ánimo. Continuad, os lo ruego.

Bebió de un sorbo lo que quedaba de la frasca del capitán, tal brebaje le doto de arrestos para seguir.

- Hoy, cuando amaneció deje el puesto donde había pasado la noche con mi compañero Bernardo Gutiérrez y decidí acercarme a la zona donde debían estar los japoneses. Aquella noche no habían encendido hogueras y no se escuchaba alma silbar desde ninguna parte. Teníamos órdenes de usía de no aproximarnos mas de 30 varas de ellos, pero sospechaba algo, creía que había preparado algún ataque, así que previne a Gutiérrez y me encaminé a su zona de la playa. Conforme me fui acercando comprobé que estaban dormidos, algo que dado el carácter de su capitán me extrañaba doblemente, por lo que grité por dos veces sin recibir respuesta alguna. Decidí continuar hasta que mi arcabuz cayó al suelo, no creía lo que veían mis ojos. Todos los hombres se mantenían tumbados con la mirada abierta hacia el cielo, enormes manchas oscuras rodeaban sus cuerpos. Alguien los había degollado sin resistencia, con mi espada desenvainada, me acerqué hasta poder golpear sus pies, todos estaban muertos, desangrados, degollados, pero, ¿por quién? Sólo su capitán estaba armado y unos pasos mas adelante obtuve la respuesta, pues pude comprobar a este cómo claramente se había suicidado con su espada japonesa. ¡Los degolló su capitán! ¡Os juro que lo que cuento es tan cierto como que moriré, mi capitán! ¡Padre, padre, deseo confesar!

Mientras Gálvez, lloroso confesaba sus pecados ante el Padre Ruiz, encaminamos nuestros pasos hacia la playa. Todo lo que Gálvez había relatado era cierto. Las moscas invadían ya aquella espeluznante estampa de ciega fe. Comprobé que aún se podía ser más fanático que nuestros vicarios del Santo Oficio.

- Alférez Sebastián, entierre a estos hombres lo antes que pueda. Dudo que necesiten bendición cristiana allá donde parece que decidieron ir. ¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡El resto de los hombres duro con el bergantín! ¡Sacad todo lo que pueda valernos del junco y quemadlo!

Enterramos aquellos cuerpos, que no por estar muertos sino por la forma de haberlo hecho, algo que nuestra cultura no estaba acostumbrada, hizo que nos costará más que nunca dar sepultura. Pasaron dos jornadas más en aquella playa ya de ingrata estancia y el bergantín ya era de nuevo, su proa parecía esperar con ansia las millas de mar avante que volvía a tener como promesa del viento. Casi sin despedida viramos el ferro, tan solo una cruz en lo alto de la colina como reseña de nuestro paso por aquellas dos islas de contraste entre victoria y dolor.

Fueron tres singladuras de constante viento y sin contratiempo alguno hasta casi alcanzar el sur de la gran isla Japonesa. Don Gustav nos indicó dónde se encontraba su base comercial y las defensas que mantenían en aquella isla que parecía llamarse Hirado. A media jornada de arribada fondeamos protegidos del canal de acceso y el posible avistamiento por parte de los que allí se encontrasen. Tocamos a silencio y zafarrancho, establecimos guardias sobre lanchón para avistar un posible navío holandés que aproximase sin previsión. Mientras, desde nuestra recogida rada, a la que bautizamos con el nombre de Bahía del San Felipe en honor a nuestro Rey, nos reunimos para preparar la entrada sin sobresaltos a la factoría comercial holandesa. No podíamos fallar en este soñado último esfuerzo antes de enfilar nuestro deseado Acapulco.


Amanecía en la rada, después de recibir las novedades de nuestros dos lanchones de observación, nuestro comandante dispuso el zafarrancho de forma general, mechas prestas en las baterías, mosquetes, arcabuces, todo dispuesto para un ataque en toda regla desde el San Francisco que zarpaba con varias millas mas a popa fuera de la vista del objetivo mientras el Bergantín se aproximaba al lugar con cien hombres armados bajo la cubierta, junto a los cañones así también listos para abrir portas y hacer fuego; sobre el alcázar de popa acompañábamos a Don Gustav, mi buen Sebastián y el que esto relata que tensos acercábamos cada vez más a sus muelles…

lunes, 18 de agosto de 2008

Oro en Cipango (30)

…Recogimos los heridos y hundimos los restos calcinados de los dos juncos, encaminando nuestras proas hacia aquél escondite, aquella pequeña bahía entre esas dos islas a las que bautizamos al fin, como Rica de Oro y Rica de Plata. Con el alba logramos hacer fondo ferro a las tres naves. El junco estaba en muy buen estado por lo que más tarde decidimos vararlo en una lengua de arena sobre la playa para evitar su pérdida por aquellos hombres deseosos de escapar. El bergantín, en cambio, era un despojo aún flotante, al parecer seguro, pero sin mástiles con los que alimentar la nave de viento. Enterramos a los muertos en número de más de 200 almas que ya no verían aquel amanecer como mortales; en esta tesitura el padre Ruiz lideró una ceremonia sin la sempiterna e impuesta “verdadera religión” para todas aquellas almas, tuvo la clase y la grandeza, que yo siempre sospeche adolecía tanto como desmedía el perímetro de cintura, de respetar a cada creencia su postrer despido. Una vez puestas las almas en caminos, creo de similares destinos, aunque distintas veredas de tránsito, nos dispusimos a organizar lo que quedaba en condiciones de marear. Habían muerto los capitanes holandeses y tan sólo quedaba un piloto de su tripulación en pie, con el que nos reunimos en la cámara del capitán, no sin antes ofrecerle ropas y tiempo de adecentar su presencia.

- Sed bienvenidos a nuestro navío de nombre San Francisco. Mi nombre es Don Sebastián Vizcaíno, Capitán de esta expedición y encomendado de su majestad el rey Don Felipe III para estas tierras y mares.
- Gracias os doy por vuestra acogida tras la dura batalla que os reconozco llevada con ingenio y bravura. Mi nombre es Don Gustav Werth, piloto mayor del bergantín Nordlingen, navío comercial armado para esta ocasión, funesta en su colofón a nuestras armas.

Su gesto abatido, demacrado y falto de brillo, era el puro reflejo de toda la dotación de aquél bergantín que se preguntaba qué hacía allí, por qué habían seguido a aquel galeón. Conversamos todos, nos ayudamos sin retardo, pues la batalla había acabado y con ella nuestra fuerza contra ellos. Nos habíamos convertido en ayuda y compañía única, que así es este espíritu loco del hombre, unas veces matas a tu enemigo y al segundo le salvas de su destrucción. Aun pasados 65 años de mi vida no logro entender este sentido de la vida, aunque ya la doy por vencida a mis sentidos, que seguro entenderán cuando cruce este Rubicón, que no es otro que la visita de la Muerte y su afilada guadaña.

Después de aquella reunión dispusimos la reparación del bergantín mediante aparejos de fortuna, que buenos maestres carpinteros había en ambas naciones para lograrlo y madera en aquellas islas para conseguirlo. Los japoneses que estaban allí, cada vez resultaban más molestos y los problemas crecían, pues ellos no habían sido más que amigos de los dos y por tanto enemigos de ambos. Su destino empezaba a ser gris, por lo que nos avenimos a parlamentar con ellos que siempre se guardaban de nosotros a varias yardas al otro lado de la playa. Fue la conversación pausada y de un extraño sosiego, ayudados por los holandeses y aquel pequeño, que me seguía todas partes con un creciente y prodigioso dominio del español que me tenía al tanto de todo lo que se cocinaba entre ellos, nos entendimos y nos dijeron que, a cambio de que les dejáramos en aquella parte de la isla ellos cumplirían su obligación de mantenerse pacíficos como prisioneros de batalla. Creímos en su palabra como caballeros, que todos los que allí estábamos nos considerábamos y le permitimos portar sus armas a aquél capitán de furiosa mirada a pesar de la terrible derrota sufrida.


Con los japoneses controlados bajo la palabra de su capitán encaminamos nuestros pasos a la orilla frente a los dos navíos, lugar de frenética actividad en aquellos momentos con un palo casi listo para aparejar al bergantín como trinquete, que haría compañía al mayor que ya cimbreaba enhiesto apuntando al cielo del Japón. Junto a los carpinteros, calafates y cordeleros que no precisaban intérpretes para sus labores, el piloto holandés observaba con cierto orgullo el renacer de su ahora bergantín.

- Nada hay que no tenga remedio, Don Gustav. Buena labor hacemos juntos, lástima que tantas religiones, reinos y chanzas de corte nos hagan combatir.
- ¡Buenos días capitán! Buenos días a todos. Razón albergáis en vuestra reflexión, mas no es de nosotros la misión de dirigir el mundo, sino las naves que nuestros amos dispongan.
- Os devuelvo razón sin peros. Es grande la mar y su permiso temporal hacia nuestras míseras cascaras de nuez. Un lugar donde no reinan reyes sino hombres como nosotros, donde la vida se ve directa, se siente cerca del abismo, donde se sabe quién merece ser rey y dónde reside el respeto que uno se gana. Pero dejemos esta interesante charla aquí, os propongo un refrigerio a bordo de nuestro navío para continuarla a la sombra de nuestra cámara con un buen aguardiente entre las manos.

De esta manera nos encaminamos a bordo de un lanchón hacia el San Francisco donde abarloamos junto a la escala, para plantarnos Don Sebastián, Don Gustav, Nuestro Piloto y su igual Don Gustav en la cámara de nuestro capitán. Brillaba el sol, aquellas islas no eran las buscadas, pero fueron de cierto al fin las que nos dieran la vida y el orgullo de la misión cumplida. Corrió el aguardiente, las palabras manaban como agua de manantial de primavera, Don Sebastián enfiló por derecho hacía el holandés con lo que su mente llevaba rondando desde que amaneció y había conseguido quitar el problema de los japoneses de forma temporal.

- Don Gustav, ahora que bien nos encontramos, a gusto y sin malos sentimientos, debo proponerle a vos, como capitán de sus hombres en este trance, una solución que nos beneficie a ambos.

Quedamos en silencio todos, esperando el final de aquella propuesta que aún no habíamos oído

- Os escucho, capitán.
- Bien, como decía, ambos deseamos lo mejor para nuestros hombres, para nuestros reinos y que la vida sea benigna con nuestro futuro. Por esto se me ocurren dos posibilidades que creo que no tiene duda en la elección por parte de vos.

Silencio reinante interrumpido tan sólo por el aguardiente escanciado en los vasos de ambos capitanes de la mano de Don Sebastián.

- Mi propuesta es que vos nos llevéis a vuestro apostadero más al sur. Allí nos mostraréis y entregaréis todas las cartas de navegación que dispongáis, el oro y la plata que pueda nuestro navío cargar y por semejante generosidad de parte de vuestras mercedes, os dejaremos en tal apostadero con vuestro reparado bergantín. Eso sí, sus cañones y los que dispongáis en el puerto habrán de ser clavados por nuestros hombres. Considero una propuesta justa. Os dejamos lo más importante, que no son otra cosa que vuestras vidas, haciendas y navío con qué retornar a vuestra tierra holandesa. Mi palabra de caballero, de español y de hermano en la mar como vos es mi garantía.
- Entiendo que la segunda propuesta no es recomendable para nuestras armas. ¿Me equivoco?

Don Sebastián se levantó descubriendo el cañón sobre la cureña en la aleta de babor que era testigo de aquella conversación dentro de la cámara.


- Mi respetado Gustav, mi palabra también empeño en que arrasaré vuestro apostadero sin dejar alma sobre tierra en caso de que optéis por la segunda. Ahora creo que es vuestra la elección…

domingo, 17 de agosto de 2008

Oro en Cipango (29)

...silencio, tensión, pequeñas señales para mantener el rumbo; podía sentir que hasta la nave acallaba sus golpes sobre la mar en esos momentos algo revuelta. Arcabuces apuntando por igual a bergantín y galeón, cañones de caza prestos a las arboladuras, marineros cada cual a su escota con un ojo al viento y otro al gesto del nostromo. Garfios de abordaje prestos, de segunda opción que no era esa nuestra baza. Mientras los juncos, mas a proa de aquel dúo holandés ganaban leguas al viento y la mar en pos de nuestra vista, alejándose así del declarado por nos como zona del combate. Mi Sebastián sobre la cofa de la mayor mantenía firme el ánimo de sus hombres, apostados en cada verga y juanete, minutos antes nos habíamos dado un abrazo como el que tantas veces nos pareció el último y que por la gracia Divina no lo fue. Mi puesto estaba en la segunda andana, con los cañones de 24 libras. A mi señal batirían cada borda enemiga sin piedad quedando prestos a disparar una segunda en caso de necesidad.

Nos acercábamos, diez cables y sin novedad, cinco, cuatro cables, ya podíamos oler sus fragancias a pólvora, brea y sudor. Un cable, sus voces, en ese flamenco que tanto he oído relatar por algún soldado venido a la nueva España, las teníamos como amantes susurrando en nuestras orejas ya. La distancia entre ambos había decrecido un cable, con lo que nuestras posibilidades en cumplirse la sorpresa eran perfectas. Su propia precaución sería su muerte certera.

¡Estábamos bordas con bordas! La imagen, si de un ángel enviado por nuestro señor fuera el que esto escribe, podría mostrar a tres navíos con el mismo rumbo, dos con sus bocas de fuego, vista de águila y garfios de abordaje sobre el horizonte al que nunca se alcanza, el tercero con mas 150 bocas de fuego de todos los calibres, apuntando a esos dos infelices que nada esperan en su loca persecución. La balconada de popa nuestro navío rayaba la misma del galeón cuando Don Sebastián dio orden de fuego, que repetimos todos desde nuestros puestos con la voz más en grito que nunca supimos forzar. Debían saber que éramos sus enemigos, a los que buscaban que nos éramos los que los habíamos encontrado.

- ¡¡¡Fuegooo!!!

El estruendo fue formidable, varios soldados cayeron desde el aparejo por la enorme vibración de 50 bocas de fuego bramando al mismo tiempo. Dos pitadas claras de nuestro nostromo entre aquel estruendo sirvieron para enfachar el San Francisco, que se detuvo como carro de mulas hocicadas, mientras aquellos dos navíos seguían marcha avante. Gritos de alarma, fuego que alumbraba sus cubiertas rebosantes de aparejos, jarcias y velamen destrozado. Desde nuestro alcazar pudimos observar como sus portas aún sanas abrían y enseñaban los cañones para machacar a un enemigo que creían enfrente. Todo fue una cadena mortal, como la peste que antaño sufrió la vieja Europa, unos dispararon sobre los otros, y estos no quedaron atrás. La confusión dio alas a aquella batalla infernal entre hermanos.

- ¡Preparados para abordar a mi orden! ¡los hombres de las frascas incendiarias atentos a los juncos! ¡Don Miguel cazamos viento y alejemos mil yardas del objetivo!

Con una maniobra limpia salimos del campo de los relámpagos, la sangre y quedamos en conserva, pendientes de los juncos que no tardarían en topar con nosotros. Bajaba del alcázar de popa, de dar cuentas de nuestra artillería a nuestro comandante, cuando vi al pequeño escondido tras la fogonadura de la mayor en la primera andana.

- ¡Hijo, qué diablos haces aquí! ¡ven conmigo!
No pude llevarlo a su cámara pues avistaron dos juncos que se lanzaban en tromba contra nuestra borda de estribor. Llamé a uno de los pajes que baldeaba con arena la cubierta de artillería, arena que secara la sangre que riega las cubiertas durante el combate.
- ¡Chaval, este niño ha de ver la luz del día, juro que de eso dependerá que tu también la veas! ¡Defiéndelo con tu sangre hasta el fin!

Así quedó el niño con otro no mas mayor que él, entre varios sacos de arena protegidos de las balas, mas no del puro horror de la guerra a bordo de un navío de su majestad.

- ¡Baterías de proa, apunten a su junco!¡baterías de popa al suyo! No disparen hasta que se acerquen y a mi orden! ¡Mechas listas!

Desde las batayolas los arcabuces esperaban de igual forma su turno de disparo, mientras los chuzos de abordaje y sables de filo doble temblaban a la espalda sedientos de sangre. Tensa espera que fue interrumpida por una tremenda explosión. Luz deslumbrante como fuego purificador, que permitió ver las caras de los japoneses, las nuestras, las de todos con el reflejo del horror que inundaba a todo el que corazón tuviera. El galeón holandés había estallado, arrasando la arboladura del bergantín en su golpe de viento. No dio tiempo para contemplar semejante desastre, los juncos estaban ya a tiro de arcabuz.

- ¡¡¡Fuegooo!!!

Veinte cañones arrasaron el velamen y las cubiertas de aquellos juncos que nunca hubieran imaginado aquella devastación. A la andanada le siguieron las frascas incendiarias que convirtieron aquellos barcos en teas, sin otro sino que el de alumbrar el desastre. Mientras la masacre se cumplía corrí al lugar donde había dejado al paje junto al niño entre sacos de arena. Allí estaban aturdidos y con la mirada seca por la falta ya de lágrimas con que alimentarla. En menos de una recarga de cañón puse al niño en brazos de su madre, que se abalanzó sobre él como alma perseguida por el Diablo.

Quedaba el tercer junco pero su capitán, aterrado como sus hombres, se aprestó a rendir su embarcación. El bergantín rendido ya, accedió a que subiéramos una comitiva desde nuestro serení, una vez a bordo le conminamos a dar uso del junco para la recogida de los heridos. Nuestra victoria había sido perfecta, tanto como lo es la Muerte. ¡Maldigo a estas latitudes de mi vida la perfección de tantas guerras, que solo lo son en muerte y destrucción!
Dejamos a bordo un destacamento junto con marinería suficiente para hacer firme el remolque del bergantín, apresamos al capitán del junco y llevamos a todos a nuestro navío. No hubo muertos en nuestro lado, tan solo seis soldados malheridos de huesos por la caída en la primera y espectacular andanada sobre ambos navíos holandeses. Los cuerpos inertes flotaban golpeando los costados de las embarcaciones aún a flote, otros gritaba pidiendo auxilio en japonés, flamenco o incluso español, nos dispusimos a ello era obligación de alma humana tal acción…

sábado, 16 de agosto de 2008

Oro en Cipango (28)

…tuvimos tiempo, es cierto, pero no con el que nuestros planes contaban. Los dos juncos, una vez franco el estrecho y enfilando proa al sur convinieron con nosotros en dar avante con media jornada aproximada de distancia a nuestro navío. Algo que desearía cualquier comandante de navío, disponer a modo de fragatas aquellas especie de bergantines de observación para protección de su flota, en este caso del San Francisco. Aún así, nuestro capitán, precavido como el que mas, no quedó durmiente a la espera de promesas de avisos.

- Nostromo, pite zafarrancho y prevención para el combate. Todo a presto salvo las portas de los cañones.
- A sus órdenes, mi capitán.

Navegamos de tal guisa dos singladuras sin novedad alguna. Un buen viento del Este nos empujaba de un través alegre, aquella marcha nos deleitaba con la sonora cantinela de la mar tajada por nuestra quilla, limpia y deseosa de volar sobre ella. No podíamos descansar con la misma soltura que en navegación normal, pero fue algo que asumimos como prevención ante la posible respuesta del Shogun o quizá de aquel lugarteniente mancillado en su “honra”. De nuestros invitados, ya miembros de tripulación con asiento en el libro al uso, nada decirles, más que los niños eran la delicia de todos los hombres, no había nadie que no les hubiera regalado algo hecho por sus propias manos para su juego; la mujer, de la que para entonces ya conocía su nombre, algo que sonaba tal que Ayame Sidehara, sólo les diré que se mantenía serena, segura y con una dignidad que crecía en cada milla recorrida. Casi siempre se la veía apoyada sobre el alcázar de popa, observando a sus hijos, observando la costa de su país desde aquel lugar doblemente extraño por ser navío y extranjero; cada día iba pareciendo en su rostro serle más agradable y de buen recibo la estancia en nuestro navío. Durante las comidas no conseguimos verla sentada en la mesa del capitán, tan solo logramos que se sentara en un taburete cercano aunque siempre separada junto a sus hijos. Lo entendimos como timidez o miedo almacenado después de todo lo pasado que nosotros vimos y lo que nunca pudimos ver. Mi relación como tutor y responsable se reducía a intentar ser amable y abrirle el paso a cualquier zona del navío donde tuviere permiso para acceder. Sus hijos eran ya mas cercanos a uno y poco a poco me iba entendiendo con ellos. Era un forma de ir acercando más mi persona a ese mundo tan aislado y diferente al nuestro, y es que los niños son niños en cualquier parte de este mundo tan cruel a veces también con ellos.

Dos jornadas pasaron sin novedad, como les relataba varios renglones atrás; fue al atardecer de la tercera cuando avistamos las velas de uno de los juncos cazando al límite sus extrañas las empaladas. Parecía que la sospecha se convirtió en confirmación.


- ¡Vela por la proa!¡ Parece uno de los juncos, capitán!

Me subí a la cofa del trinquete para confirmar aquel avistamiento de nuestro vigía y mi largomira confirmó aquella alarma. Era uno de aquellos juncos, al que seguía el segundo a pocos cables de este. Quedaban cuatro o cinco horas para que el manto de estrellas borrase cualquier silueta que no fuera sensible al brillo de una estrella o el reflejo de la luna en cuarto menguante, por lo que apretamos también el andar de nuestro navío para trabar lengua con aquellos aliados temporales, antes de que arribara la noche y salir de dudas acerca de aquella imagen que no presentaba buen augurio.

Con nuestro aumento en la velocidad y su premura conseguimos tomar contacto. Con rapidez, lanzaron al agua una de su pequeñas canoas y conseguimos entender que se acercaban varias embarcaciones armadas, no estábamos seguros de su nacionalidad, aunque sí de sus intenciones de batalla. Conseguimos también comprender que llevaban soldados a bordo y que ellos nos dejaban allí, retornando a su tierra donde podrían defenderse. Agradecimos su aviso, teníamos la noche como seguro de vida y eso nos daba tiempo de preparar ataque, defensa o huida hacia el oeste, que no teníamos clara la reacción correcta. Antes de marchar nos indicaron hacia norte las pequeñas islas que habíamos dejado por el través de estribor, donde poder ocultarnos y dejar paso libre a aquellos navíos desconocidos, pero armados y con claras intenciones belicosas. Don Sebastián optó por esto último, así que maniobramos al efecto enfilando las dos pequeñas islas que habíamos dejado a nuestro estribor dos millas mas a popa.

Silencio a bordo, la luz aún era intensa y nada veían nuestros vigías ahora apostados en el palo de mesana. Mientras, las islas se aproximaban y las tomamos por el pequeño canal que las separaba. Con una señal de agradecimiento desde la borda nos despedimos de aquellos dos juncos que rasgaban la mar como navaja sobre tela de fina seda por arribara tierra segura.


- ¡Don Miguel, sondando cada minuto! ¡No quiero dejar aquí mis huesos! ¡Don Martín, vos, con nuestro alférez mantengan prestos a la dotación! ¡Nostromo, quiero listo el serení, en cuanto hagamos ferro a cubierto con el alférez varios hombres de descubierta al punto mas alto de la isla que da al este!
Creo que fue el santo que a popa lleva su nombre nuestra nave, el que intercedió por todos logrando hacer fondo ferro entre un brazo de rocas y una lengua de tierra poblada por una densa vegetación. Se tocó a silencio de nuevo, bajo pena capital y quedamos todos pendientes de la arribada del serení con nuestro valientes a la orilla. Fue dejarlos en esta y volver a por un destacamento de otros diez hombres que dejar de puesto intermedio en la orilla, entre mi Sebastián y el navío.

Mantuvimos la tensión hasta por fin saber de cierto que del sur navegaban en nuestra busca un galeón junto a un bergantín armado holandés y tres juncos armados. Anochecía cuando todos nuestros hombres ya se encontraban a bordo sanos y salvos, había que tomar una decisión sobre aquella escuadra que pasaría muy cerca de nosotros.

- ¡Caballeros, a mi cámara!¡Consejo de guerra!
Nos reunimos allí Don Miguel, mi buen Sebastián, el nostromo y yo mismo. Había que decidirse por una acción.

- Caballeros, por lo que nos informa nuestro alférez, se aproxima una flotilla con intención de arrasar con nosotros. Un galeón con, al menos, 30 cañones y un bergantín armado, con estos dos hijos de los pantanos navegan tres juncos rápidos y armados, pero sobre todo con dotación suficiente para el abordaje. Hay que decidirse por atacar ahora o ser perseguidos después cuando descubran el engaño de estas islas. Nuestros cincuenta cañones y trescientos hombres prestos es una garantía ante los holandeses, que por solo nuestra presencia ya tendrán el miedo en sus cogotes de herejes, pero desconozco la respuesta de los japoneses en combate.


- Con su venia, capitán. El Alférez Sebastián indica que van el bergantín y galeón a unos 6 cables con bordas paralelas. Podemos posicionar nuestro navío en esta noche de luna menguante entre ellos y dispara a ambos, enfachar el navío dejándoles en combate abierto mientras retornamos a nuestro refugio. Me queda el cabo desparejado de los juncos, pero creo que después de la confusión unas botellas incendiarias sobre sus velas en caso de pasar cerca de ellos con nuestro bordo mas elevado, sería un buen argumento para que nos permitieran apuntar sobre ellos con acierto y mandarlos al infierno. También podríamos quedarnos aquí y plantar cara a la luz del día, pero no me parece muy beneficiosa plantear la jornada de esa manera para nuestras armas.

Todos quedamos en silencio, yo creía en mi maniobra no tanto porque llevara éxito asegurado en cédula real, sino porque era una apuesta, era una aventura y teníamos el coraje y la pólvora para hacer lo que ellos nunca se esperarían. Don Sebastián asintió

- Don Martín, nunca dejaréis de sorprenderme, así lo haremos aunque con alguna objeción que vamos a comentar ya en cubierta. ¡Don Miguel, virando el ancla!

En silencio mortal libramos el ancla, diez hombres a bordo del serení con orden fueron remolcando a nuestro navío hacía la salida norte del aquel pequeño canal entre ambas islas. Mientras, bajé a mi antigua cámara que ahora era de aquella familia perdida para intentar infundir calma y seguridad. La mujer aferraba a sus hijos como polluelos, mientras yo les dejaba esta vez una pistola cargada y un cuchillo. En eso estaba cuando el niño corrió hacia mi abrazándose a mi pierna y espada, que juntas caminaban. Sentí una inyección de valor y un sentimiento de refrescante responsabilidad de lo que era la palabra tutor, que nunca había sentido. Con suavidad lo deposité en los brazos de su madre, que me devolvió una mirada de agradecimiento con la que me fui convencido de la victoria.

Noche casi negra, una escandalosa luna en cuarto menguante nos quería descubrir. Nosotros sabíamos su posición, mientras ellos solo veían proa avante sus amuras, no esperaban nada por su popa. Nuestra ventaja iba aderezada con cincuenta mosquetes sobre las vergas, veinte hombres con las frascas incendiarias prestas a lanzar a los juncos a un grito, los cincuenta cañones cargados y a una voz del artillero, toda la marinería preparada para la maniobra, esto último era lo más sensible al triunfo. Don Sebastián con el sigilo propio de la situación se acercó al Nostromo en el combés desde donde este ordenaba la maniobra a las indicaciones de Don Miguel.


- Nostromo, que corra por toda la dotación. ¡Santiago y cierra, España¡...

jueves, 14 de agosto de 2008

Oro en Cipango (27)

…No eran realmente esquifes al uso, pues tan solo se asemejaban a los nuestros en sus similares inicio y final que las hacían diferentes a cualquier lanchón, por muy real que éste fuera. Lo demás era distinto, disponían de un palo mayor del que cruzaba el velamen al estilo oriental de un junco oriental y dos parejas de remeros en cada embarcación, que cuatro eran en su totalidad.
Desde nuestra nave preparamos el recibimiento con nuestras mejores galas, Don Sebastián se engalanó con los mismos ropajes con los que se presentó al Shogun; Don Miguel, Sebastián y yo hicimos lo que buenamente pudimos, que no estábamos para galas cortesanas. Retiramos a nuestros invitados, hasta poco tiempo secretos, a mi antigua cámara y nos dispusimos a recibir a aquellas gentes que no conocíamos, pero que sabíamos de su decidida voluntad y valentía, consiguiendo mantener a raya a los japoneses del otro lado del estrecho.
Aquella isla o continente, que aún desconocíamos su definición geográfica, era de aspecto glacial como las tierras que relatan más al norte de Flandes, tierras que vive Dios, no acierto a comprender a la humanidad que en ella deshoja los días y las noches entre nieves y ventiscas.

El invierno había ya aflojado su poder unas pocas semanas antes y ya se perfilaba la primavera. Aún así, las cumbres que rodeaban aquella villa se divisaban blancas y poco acogedoras para una supuesta expedición de hombres hechos ya a montañas de agua coronadas por mantos de blanca espuma de sal y agua. Al fin subió la comitiva compuesta por seis aguerridos soldados de similar vestimenta que los vecinos suyos del sur y un hombre de aspecto similar a ellos aunque con mayores brillos y algo más de volumen humano. Mi impresión era la de un pueblo más presto a defenderse que a servirse de lo conquistado. No hablaban nuestra lengua, más con el esfuerzo de Don Miguel, Don Sebastián y el mío propio llegamos a entendernos, que bien saben vuestras mercedes que cuando entre caballeros la meta es el entendimiento, no hay barrera de acero, piedra o religión que lo impida.

Fue grato el encuentro, invitámoles a café y buen aguardiente de nuestro capitán mientras les demostrábamos nuestras intenciones y nuestro origen de mas allá de los mares que ellos imaginaban inexistentes. Comprendimos su enorme acogida, pues nos éramos enemigos acérrimos de los holandeses, como ellos lo eran de japoneses. Ambas naciones se mantenían en armonía y eso hacía que nosotros fuéramos de su agrado. Sus intenciones eran la de mantener su independencia frente al poderoso vecino del sur, la nuestra anular los vínculos comerciales con los holandeses. Hablamos de las tierras existentes mas al norte de aquella posición, a lo que nos indicaron que cada grado mas en aquel rumbo no nos traería mas que averías y frio, mucho frío. Nos permitían seguir, pero no aseguraban que el frío de aquellas latitudes no acompañaba la riqueza que nos buscábamos. Sus fuertes argumentos y su rotunda defensa ante un enemigo del que conocíamos su poder, nos convenció para no seguir aquel rumbo. Intercambiaron presentes, don Sebastián le regaló uno de sus pistolones de abordaje con la culata de plata mientras que desde la parte contraria una caja con perlas de enorme tamaño y belleza llegaron a las manos de nuestro capitán.

No nos permitieron bajar a tierra y nos suministraron toda la provisión en vituallas y aguada que solicitamos. Era claro su deseo a que abandonásemos la rada y los dejáramos libres de nuestra presencia. Después de haberle comentado nuestro capitán la huida en lanchón del delegado del Shogun, este nos previno de su respuesta, que sería segura y al ciento violenta, por lo que le agradecimos su proposición de escoltarnos durante tres singladuras con dos juncos armados como guardia flotante. Así decidimos zarpar sin demora en cuanto las vituallas estuvieran estibadas en conveniencia y nuestra tripulación presta para ello, lo que estimamos en dos días desde aquella entrevista. Con honores de rey despedimos a aquella comitiva, prometiendo ayuda y alianzas futuras con nuestro rey frente al Japón y los Holandeses. Al menos disponíamos de dos jornadas de calma relativa, que de nada había en aquellas lejanas tierras que fiar la vida y hacienda, por lo que mantuvimos la guardia y la brasa encendidas, prestas para varios cañones a cada borda.

Nos dispusimos a cenar, y aprovechar la calma propia de navío a ferro frente a rada de abrigo para hacernos un homenaje entre aguardiente, viandas y buena compañía aquella noche.

- ¡Buen provecho, caballeros! Brindemos por el destino que parece querer devolvernos a lugares más cálidos.
- ¡Salud, capitán! Pero me pregunto si es que nuestras soñadas islas no existen.
- Por lo que hemos visto en toda la costa este del Japón nada había que coincidiese con tal descripción. Más al norte puede que existiera alguna de tal guisa, algo que claro nos dejó el señor de estas tierras que, o el frío o seguramente ellos, nos pondrían los hierros al rojo si se nos ocurriera tal idea. Tenemos un buen barco, a punto, cargado de buenas mercancías, con pólvora y balerío para barrer a una flota, pero sin apostadero que nos sostenga tras la lucha. Hemos de regresar con tales informaciones, con las cartas de navegación conseguidas y dejar a nuestros frailes y religiosos que perseveren en su silenciosa labor de conversión religiosa, que ya habrá tiempo para regresar después nosotros con poderío suficiente para agrandar, más si cabe, nuestra corona.
- Regresar, suena bien esa palabra. Acapulco, México. ¿cómo seguirán aquellas ciudades? Echo de menos mi tierra de Nueva España.
- Nos os atormentéis, Don Martín. Volveréis, como Conde que sois y que para mí nunca dejasteis de serlo. Ahora brindemos de nuevo por el regreso. Un regreso que pasa por barajar la costa oeste de este país y encontrar el apostadero de los holandeses. Desde donde trafican con esas hierbas de gusto agrio que algunos llaman té. De forma personal el shogun me autorizó su ataque, me indicó su apostadero al sur de Uraga y que debía encontrarlo de forma indirecta. Ese shogun es retorcido y no nos quiere a nadie cerca, aunque si nuestro oro. No le culpo, aunque me repugna su doblez. Quizá ahora haya puesto en aviso a esos herejes. ¡Brindemos! ¡Santiago y cierra, España!

Gritamos aquella arenga al unísono como soldados de tercio, infundiéndonos ánimos, que muchas leguas de mar aún tendríamos por la proa del San Francisco antes de arribar a nuestro hogar.

La hora de zarpar llegó inexorable, sin de jar de semejar lenta en su inicio, que a todos nos bullía la sangre por la nostalgia y el deseo de salir ya de aquel lugar. Izamos el ferro largando velamen, varios cables avante nuestro los dos juncos abrían paso en un imaginario camino hacia el sur. Semejaba aquella visión la de un padre lento en su incipiente caminar frente a dos pequeños infantes, que juguetones corrían delante, como celebrando el viaje hacía algún lugar de encanto narrado por ese padre que aún atontado andaba desperezándose.

Horas más tarde ya enfilábamos el sur con nuestro Don Miguel dibujando sin descanso innumerables cartas de navegación, portulanos, lugares de interés, situando aquellas zonas en previsión de un futuro, que la realidad a día de hoy, en este cálido verano de 1634, no parece que sea posible enviar flota alguna. Nuestro rey tiene bastante con pensar en esa tierra pantanosa que tan poco aporta y tantas vidas de todos los bandos se cobra.




Buscábamos el apostadero holandés, sabíamos de su latitud sur y que disponíamos de tiempo para preparar nuestro ataque, o eso creíamos…

martes, 12 de agosto de 2008

Oro en Cipango (26)

... Llegó el domingo, día de Nuestro Señor, en el que rendimos homenaje a su sacrificio por nosotros, día en el que se premia y se castiga las acciones de la tripulación durante la última semana y donde, esta vez, también se hará juicio sumarísimo sobre el contador de nuestro navío, Don Secundino Villarejo, persona de mal fario y peor destino para quién en él osara apoyarse. Tras la ceremonia religiosa y postrer ejecución de los tristemente conocidos de azotes “al cañón”, se dio descanso a toda la dotación menos a los afectados por semejante juicio. Entre ellos estaba nuestro capitán, como supremo juez en representación de su majestad católica, mi persona y la del bueno de Sebastián como testigos, Don Miguel como fiscal acusador, siendo el maestre carpintero Don Gaspar Linares, como hombre mejor formado y por no haber voluntario para ejercer en tal papel. Todo estaba preparado, dos soldados por orden de nuestro alférez Sebastián trajeron esposado al Contador desde el sollado. Antes, habíasele permitido adecentar su presencia con un lavatorio y cambio de ropajes. Don Sebastián, sentado en la mesa de su cámara que hacía de juzgado, flanqueado por Don Miguel y Gaspar Linares ordenó que le liberasen de las cadenas.

- Diga su nombre y cargo a bordo de este navío.
- Don Secundino Villarejo, contador de la armada de su majestad Don Felipe III para este navío.
Aquel hombre, nada comprendía, hasta hacía una semana había dominado desde su apocopado despacho, con su mirada huidiza y sus dedos de rápido contar todo lo que acontecía en cada navío en el que sirvió. Siempre tuvo entre sus manos la impotencia en el escrito y la contabilidad de cada comandante, que con gran boato embarcaba, pero que nada era en cuanto un número sobre otro se enfrentaba a su coselete de capitán. Temblaba y su hablar de tono casi susurrante era huidizo como la mirada perdida entre el suelo y el borde la mesa del capitán.

- Bien, Señor Villarejo, sus acusaciones son las siguientes, a las que deberá presentar argumentos de su inocencia o asumir la culpabilidad esperando la clemencia divina y la piedad de este jurado. Sus cargos son el de vejación e intento frustrado de forzamiento de mujer a bordo de un navío de su Majestad. ¿Cómo os declaráis?
- Inocente, excelencia. Inocente pues no era eso lo que allí hacía aunque fuere lo que parecía...
- Bien, bien lo veremos en el transcurso del juicio con los testigos. Ahora sentaos y escuchad las diferentes relaciones que cada testigo nos ha entregado para su lectura y posterior reafirmación de inocencia por vuestra parte. Mas tarde y debido a su falta de conocimiento de nuestra lengua haremos comparecer a la mujer a la que se os acusa de agredir. Si aún así nada queda meridianamente claro, procederemos a la comparecencia de los testigos de forma personal.

Aquello hundió a Villarejo, sabíase que estaba hundido, un minuto de perdida lujuria echó al traste lustros de sabia y paciente mecánica en el robo y la manipulación. Se echó al suelo temblando y entre sollozos implorando piedad.

- Os habéis declarado culpable de semejante crimen, en el que no llorasteis, ni distes espacio al ruego, ni piedad frente a dos infantes que perdieron parte de su inocencia. ¿Y ahora lloráis?
- ¡Soldados, lleven a este hombre a su sollado hasta que dictemos condena!

Como vela vieja de navío, arrastrando lo llevaron fuera donde la tripulación expectante lo observaba con el desprecio liberado que daba saberlo hombre extraño ya a ellos, pasto de la justicia del Rey. Aquel domingo, por serlo y por estar a ferro el navío, había tiempo para la murmuración y la imaginación de aquella mujer y sus dos niños que nadie había visto, pero que ya algunos definían como princesa oriental y otros como una prisionera europea liberada por Don Miguel y yo. En eso estaba Don Sebastián precisamente en aquellos mismo momentos, cuando nos dieron venia a mi ahijado Sebastián y a mi persona para entrar en su cámara.

- Don Miguel hemos de presentar a esa mujer y a sus dos hijos ante nuestra tripulación. Hágase cargo con nuestro alférez de sacarles de tal lugar y cédanles la camara de vos y Don Martín para su alojamiento. Después de ejecutar la condena que en breve dictaré la presentaremos a nuestros hombres. Don Martín, ya veis que vais a descansar a partir de ahora entre mi cámara y el raso de cubierta, mas como caballero estoy seguro que esto hará sentiros bien.

- Así habrá de ser. Mas espero atento a su dictamen sobre el destino del contador.
- Antes de la media será ajusticiado con arreglo a las ordenanzas que obran en mi poder.

Llegó la hora media, la tripulación presentaba su estampa seria y posición de firmes sobre el combés hacia proa, momentos antes el reo abatido, con su mirada abandonada en lo perdido, la vida y las riquezas que ya nunca volverían. No lloraba, secos sus ojos de tanto hacerlo, resignada su humanidad a perderse en los infiernos que le esperan. Redoble de tambores, silencio en cubierta, sólo la brisa que revolvía la cabullería haciéndola sonar contra mástiles y vergas, gaviotas con sus gritos que simulaban a las risas del destino posábanse de penol a penol como espectadoras de aquella actuación, mientras la bahía se mantenía pacífica y sin novedad alguna como queriendo no ser molesta en un trance como aquél. El tambor cesó en su rítmico cantar.

- Por la autoridad que me confiere mi cargo de Comandante de esta expedición, por la confianza que su Majestad el Rey católico Don Felipe III, que Dios conserve la vida muchos años, me ha conferido dispongo que Don Secundino Villarejo, español de cuna, contador de la armada en este navío de su Majestad, sea declarado culpable de vejación e intento de forzamiento de mujer a bordo de un navío del Rey. Por ello y siguiendo las ordenanzas de nuestra Armada le condenamos a la orca desde la verga del trinquete hasta su muerte que será certificada por nuestro cirujano Don Cosme Gago. ¡Hágase cumplida la sentencia!
Acompañado por el Padre Ruiz, escoltados por cuatro soldados a modo de guardia de vista, alcanzó el alcázar de proa donde confesó su últimos pecados que pocos serían ya a estas horas finales mientras el maestre cordelero le ajustó aquella maroma a su delgado cuello. El tambor comenzó su golpeteo grave y continuo mientras izaban aquel cuerpo aún vivo. Poco a poco sus estertores dejaron paso a la inerte estampa del cuerpo sin vida, el alma dejo de avivar su oscuro corazón y huyó presa del pánico de quien se sabe condenada a los infiernos.
Desde mi puesto en el alcázar de popa no sentí nada, tan solo asco por nuestra humanidad tan perdida por la codicia, el odio y el maldito rencor. Quizá si mi ahijado hubiera permitido que mi acero acabase en caliente con aquella vida, aún seguiría viendo la muerte como hecho supremo de la justicia de Dios, ahora sólo la veo como algo repugnante que no lleva mas que a más muerte. Ese hombre era reo pero no de tal muerte sino del escarnio y la oportunidad de recuperar su honra y pagar su daño, si no ante quienes hizo su mal, si ante otras personas desconocidas que le ofrecieran su oportunidad para que demostrase a nuestro Señor que algo bueno había en su oscura alma. ¿Seré yo perdonado cuando arribe a las puertas del postrer juicio? No lo sé.

La tripulación se retiraba cada uno a sus quehaceres o a la holganza que propiciaba aquella situación, cuando el tambor comenzó de nuevo a sonar, esta vez con un ritmo de aviso que reunió de nuevo a toda la dotación.

- ¡Tripulación! ¡Soldados! Todos sabéis ya que llevamos mujer embarcada con nosotros y dos infantes, que hijos suyos son. Pues bien, ese secreto ya no lo es y en pocos minutos, Don Miguel os presentará a esas almas, que por atormentadas en este reino pagano las hemos recogido en nuestra cubierta cristiana. Antes de ver mujer en la madre de los dos infantes, ved la verga del trinquete y reflexionad sobre el pecado y sus consecuencias. Sed en extremo caballeros como de todos espero y pronto este negro día de justicia cruel quedará sólo en el recuerdo.

En aquel momento aparecieron bajo el alcázar, subiendo hacia nos, Don Miguel con la mujer y sus hijos. Los tres protagonistas de aquel trance que fueron así presentados ante la dotación entre nuestro Padre Ruiz y nuestro Piloto Mayor. Murmullos y miradas esquivas fue todo hasta que nuestro maestre carpintero se acercó a los niños con pequeños trozos de madera tallados a modo de toscos juguetes. Un primer impulso de protección a la madre fue lo que sucedió, más la infancia en su inocencia es sanadora y benefactora de ánimo, con lo que no pasaron dos vuelos de gaviota cuando ya estaban ambos, niño y niña, jugando sobre la cubierta con la sonrisa de todos los que allí estábamos.

Una detonación desde la costa rompió aquel encantamiento.

- ¡Varios esquifes se aproximan capitán!...


lunes, 11 de agosto de 2008

Oro en Cipango (25)

...Navegábamos barajando aquella costa, en menos de una jornada aquel buen viento nos llevó hasta un cabo que al doblar nos presentó mar por la proa con rumbo norte. Don Miguel con aquella mano propia de pintor de la corte, elaboraba verdaderas obras de arte sobre la cartografía costera. Nuestros largomiras oteaban con ansia la silueta de islas, que imaginábamos manantiales de reflejos dorados por los enormes tesoros que escondían entre sus mantos verdes. Nada aparecía en lontananza, mas nuestra fe se mantenía apuntando por largo como cañón previo al combate. Nuestros invitados llevaban dos días escondidos bajo cubierta y creí llegada la hora de plantear la salida a la vida real de aquellos inocentes, en aquellos momentos no sabría decir si castigados por nosotros en aquel barco extraño o al fin liberados de tanta presión inhumana. Mucho después podría descubrirlo. Ahora habría que sacarlos de aquel ostracismo forzado, existía un problema y era nuestro delegado del Shogun. Aquél hombre no permitiría que un súbdito de su país pisara cubierta de navío extranjero y todo ello no acarrearía mas que problemas graves a nuestra misión. Así me lo dijo mi capitán

- Don Martín, comprendo su humanidad cristiana por darles aire y espacio para su holganza, pero esto podría acarrearnos graves consecuencias ante el delegado del Shogun. De momento los dejaremos en esa especie de celda, alimentados y servidos de la mejor forma posible. Cuando desembarque el delegado las cosas cambiarán.
- Tenéis razón, capitán. Ahora permitidme bajar a comprobar su estado con mi buen Sebastián al que creo merece saber de mi esta situación: Sabéis que es hombre de palabra y de probada lealtad.
- No es gusto para mi que esto se vaya propagando, pero creo que tenéis razón. Id, pues y cuidad de esa pobre familia sacada de estas entrañas que aunque por malas y despiadadas las tengo, son las suyas.

Así me encaminé, primero a buscar a mi ahijado y alférez con rango efectivo de maestre para darle noticia de aquella situación. No fue algo que le extrañara, que ya mi fama era bien perfilada por quién me conociera y con un gesto de resignación cristiana caminó a mi lado hacia el sollado donde se encontraban la mujer y sus dos niños. Los ruidos propios de la navegación, con mar llana pero viento suficiente, no nos permitió en nuestros primeros pasos percibir otros de peor calaña, por lo que, de la misma forma que aquel venturoso estado de la mar, así fuimos hacia el pañol del salazón. Fue ya cercanos a este cuando los golpes se hicieron claros junto a los gritos de los infantes de aquella mujer. A un impulso tiramos la puerta abajo con la estampa mas execrable que mis ojos podrían haber visto de otro semejante mortal.

- ¡Maldito perro! ¡Apartaos miserable! ¡Sacad vuestras sucias manos de esa mujer!
De un puntapié lo lancé sobre el mamparo que separaba el pañol del pasillo de crujía. La espada de Sebastián quedó firme y apuntando la boca de aquel trozo de huesos que se decían humanos. Mientras, me acerqué a socorrer a aquella mujer que se recogía las ropas para taparse sus vergüenzas defendidas a muerte. Pude ver su tez blanca como una luna de enero en mi lejana Villahoz, sólo fue un fugaz segundo al que siguió las voces de unos niños aterrados que se abalanzaron sobre su madre. Intenté decir lo poco que sabían en rudimentario japonés sin conseguir nada, así que la dejé sin mas con sus niños mientras torné mis pasos hacia el otro lado del mundo humano, el que se aprovecha de su postura de poder y fuerza para vejar y humillar al semejante, para hacerse superior robando su luz y su sangre.

- ¡Ha llegado al fin vuestra hora! ¡Después de tanta hambre gratuita a bordo, de tantos desprecios y tanto robo de los bienes de nuestro rey, vais a pagar con vuestra vida maldito bastardo!
- ¡Piedad, Don Martín! ¡Os puedo hacer mas rico de lo que podáis imaginar! Cuando arribemos a Acapulco la mitad de mis riquezas serán vuestras y de nuestro alférez. Qué importan esos paganos orientales. Son carne de chusma

No hizó falta mas, mi brazo tensó la musculatura y el acero comenzó su curso mortal hacia aquella garganta blasfema a mis oídos. Una chispa iluminó como rayo divino el pañol, la chispa que produjo el choque de mi acero con el de mi ahijado Sebastián.

- Mi señor Don Martín. Este hombre ha de pagar con la justicia del Rey por la autoridad de nuestro capitán. Merece parlamento y ser ajusticiado delante de sus hermanos.
- Lleváis razón, mi alférez. Mi pasión siempre ha sido la que me ha llevado a procelosas e insondables simas de derrota y depresión. Haremos como decís. Atadlo y encadenadlo, lo dejaremos en la sentina hasta aclarar con nuestro capitán su proceder. Además hemos de dar futuro mejor a estos infelices.

Así encaminamos nuestros pasos a la cámara del capitán después de abandonar aquel despojo humano sobre las húmedas paredes de la sentina, aún seca e intensamente perfumada a brea del Japón.

- ¿Da su permiso, Capitán?
- ¡Adelante! ¿A qué vienen estos remilgos, Don Martín? ¡ Ah, venís con vos, Don Sebastián! Sentaos y bebamos, mientras ese cansino Ashinkaga da sus paseos sobre cubierta, de los que espero no aprenda en exceso.

Contamos de nuevo la situación encontrada y la acción enfrentada, de la que de nuevo Don Sebastián me sorprendió con su sonrisa.
- Vaya, vaya así que además de avaricioso y ladrón, nuestro pequeño contador se deja llevar por la lujuria. Creo que seré el capitán mas envidiado; seré el primer comandante que ajustició a un contador de la armada. Malditos sean semejantes bergantes, liantes de madeja para su beneficio por nuestra poca pericia en sus maléficas virtudes. No conozco quien haya cazado en fiasco a tales personajes, así que bien me viene este ataque de lujuria para hacerle pagar sus robos. Nos vendrán bien sus tesoros de Acapulco, mi compadre Don Martín; tesoros robados al hambre y esfuerzo de nuestros hombres, de seguro habrá para todos y cada uno de los que a bordo estamos. Maestre Sebastián, poned una guardia de custodia al prisionero en el sollado, pan y agua hasta el domingo, en el que procederemos al juicio sumarísimo, después de los oficios y cumplimientos de los ordinarios castigos.

Mi corazón no descansaba, pues el alma que lo rodeaba y que de momento continua en esa situación de cerco a tal músculo en estos momentos, azuzábalo con la imagen de aquel trío de seres que nada sabían. Con la fuerza que se saca desde los fondos del sentimiento seguí adelante, había que mantenerlos en secreto y así continuaría hasta que nos dijera en contrario nuestro capitán.

- ¡Por la amura de babor! ¡Islas sobre cabo!

Fue falso aquel avistamiento, isla vimos, mas ninguna de actividad o población que incitase a desembarcar. Mientras, continuamos nuestro navegar ganando leguas al norte, cartografiando, marcando apostaderos para futuros asentamientos, fueron cinco singladuras hasta la víspera del gran día en el que enjuiciáramos al contador Secundino Villarejo.

Aquél sábado 25 de febrero del año del señor de 1603 encontramos un enorme estrecho entre el Japón conocido por nos y otra isla o continente que podría ser nuestro objetivo. Cruzando el estrecho en la parte no japonesa por orden de nuestro capitán dimos fondo ferro frente a la villa de Hakodate con la negativa furiosa de nuestro lugarteniente y sombra del Shogun, que decidió abandonar el barco. Algo que con gusto facilitamos para trasladarlo al sur a su Japón. Aquello nos daría alas en nuestra intriga y localización de las islas prometidas por nuestra imaginación. Lo despedimos con nuestro lanchón a la vela mientras hacíamos ondear nuestro pabellón imperial sobre la cangreja y el gallardete de comandante en el tope de la mayor.

- ¡Cañón de saludo, Don Miguel!



Un estruendo retumbó en aquella enorme bahía abierta al estrecho mientras quedamos todos a bordo a la espera del juicio al Contador en el día de nuestro Señor y del desembarco en la isla la siguiente jornada si todo nos era favorable...