viernes, 31 de octubre de 2008

Entre Alarcos y las Navas (12)

- ¡Señor! ¡Su capitán se aproxima con señal de parlamento!
- Lo veo Muñarre, es el mismo Don Pedro quien se planta frente nosotros. Muy seguro debe estar su victoria. ¡Muñarre! Con nuestra vida en vuestras manos partid por detrás de nuestra loma en busca de Don Diego. No ha de haber muchas leguas entre sus hombres y este, seguro campo de batalla. Entre Medina y Aguilar ha de estar, si mis cálculos no me confunden en tal situación. ¡Lo dicho, Muñarre! ¡Partid ya! En vuestras manos queda nuestras vidas, pues o vos nos traéis el hálito que con vida las mantenga o juro que a degüello matando moriremos.

Muñarre partió con la sagrada encomienda de traer los refuerzos que sacaran a Tello y a sus caballeros de tal embarazo. Mientras tanto, Don Pedro detuvo su caballo a pocas varas del comienza de la loma.

- ¡Castellanos! ¡Que por ellos os tengo! ¡Aquí espero a vuestro capitán, a que presente sus espuelas o que firme ya su sentencia, no solo de segura muerte, sino de cobarde eterno para él y sus armas!

Tello no esperó a que aquella frase terminase, con pausa, como si de un desfile antes de una justa se tratase cruzó las pequeñas defensas colocadas de forma perentoria y con las miradas de sus hermanos de armas clavadas en su armadura se plantó junto a don Pedro, flanco izquierdo con flanco izquierdo. El rostro del castellano al servicio de León se torció por la sorpresa en un primer instante de pérdida de control, para cambiar al de pleno desprecio sobre Tello.

- ¡Caramba! no pensaba que la fuerza de Castilla tuviera tal merma para mandar a sus infantes a combatir. En Alarcos no conocí vuestro nombre, quizá hoy seáis tan cortés de decídmelo para saber antes de mataros a quién dejé sin hijo.
- Don Tello Pérez de Carrión, hijo de Don Guzmán, caballero de una sola bandera; castellano fiel a quién vuestros amigos de ocasión sufrieron hasta que cayó como hombre en el campo de batalla. Quizá sea esto algo que vos desconozcáis al dar tantos tumbos el color de vuestro pendón.
- ¡Maldito niño malnacido! ¡Gracias deberíais dadme por libraros de una muerte segura sin remisión ante los ejércitos de Al Mansur! ¡Mas ahora la suerte ya está ajustada y vive Dios que de ella nos os librará nada más que vuestro brazo y la justicia de nuestro Señor, pues no habrá piedad para quién afrenta a los Castro! ¡Rezad lo que sepan vuestros hombres porque no hay ya nada más que hablar!


Don Pedro se dio la vuelta y al galope se dirigió hacia sus soldados que doblaban los de Tello quien ya había hecho lo mismo. Tello se dolía por su torpeza, debía haber ganado tiempo mientras Muñarre tomaba contacto con la mesnada de Don Diego. La sangre traicionó a la razón. Ya solo quedaba luchar hasta que Dios onmipotente decidiera el fiel de aquella balanza virtual, donde las vidas se enfrentan sin piedad sabedoras que nunca ésta quedará con su mira vertical.


- Mis nobles caballeros, nuestros enemigos nos superan en dos a uno. Solo nos queda presentar batalla y morir si ello es preciso con la furia del oso herido. Honor haremos a nuestra tierra si es nuestra sangre la que riega estos campos robados a Castilla, gloria si además vencemos en lance tan desigual. Formaremos en cuña, doblando los hombres en cada hilera que seamos capaces formar. Seguiréis mi estela hasta romper su formación, será entonces cuando caigamos sobre una mitad hasta rodear y arrastrar a todos, menos nuestra última y más numerosa hilera, que presentará a la otra mitad pecho y defensa a nuestro ataque sobre la del flanco que señale en el momento de la carga. No queda ya tiempo, que el señor os bendiga con el paraíso eterno a quien aquí deje su cuerpo. ¡Por Castilla! ¡Honor y Gloria!


Un estallido de júbilo desde cincuenta bocas enardecidas por aquella arenga, algo que al menos sirvió como velo virtual sobre la situación real. Los hombres de Don Pedro ya formaban como la clásica caballería noble y de tal época, en línea y al trote de inicio. Se sentían seguros de su poder y clara victoria. Los castellanos, en una rápida maniobra formaron la cuña que sin pausa comenzó a galopar en pura carga de combate. Tello, Don Tello, espada tal que lanza en ristre marcaba el objetivo, no habría más de cien yardas entre ambos enemigos. No había tiempo para los hombres de Don Pedro de cambio de táctica; su sorpresa fue total, de ofensiva ahora pasaban a ser los atacados.


Don Tello avistó perfectamente la situación de Don Pedro, algo más caído a su flanco izquierdo, por lo que su carga no tuvo duda en la dirección. No eran los castellanos los que mostraban las armas de sus escudos sino los leoneses, la moral castellana hervía, bullía dando alas a los cincuenta, soñando en aquella hora ser mas de quinientos. Llegaron los golpes, acero sobre armadura, legaron los primeros caídos. El plan de Tello funcionaba, de un golpe de mano tenían a casi cincuenta hombres rodeados como atunes en almadraba, los del centro nada podían hacer sin dañar a sus compañeros de armas. Don Pedro ofuscado, con la visión enrojecida por la furia de sangre, luchaba abriéndose paso sobre los castellanos con la figura de Tello como guía.






Mientras los hombres que habían quedado separados, sorprendidos por la maniobra, sin su capitán a la vista tardaron en rehacerse. Los dieciocho hombres que hacían de frente y barrera sin atacarles, mantenían la defensa del flanco donde continuaban rodeados a los hombres que con Don Pedro se encontraban. El plan estaba funcionando, mas si no reducían o acababan con Don Pedro su superior número acabaría por dar la vuelta al fiel de la balanza; como digo virtual instrumento que pendía atenta a los acontecimientos desde su privilegiado estrado divino. Don Tello era consciente y se abrió paso entre los suyos hasta plantar su espada frente a la de aquel formidable guerrero.


- ¡Rendíos, Don Pedro! ¡Sois hombre muerto!
- ¡Maldita sea vuestra vida mil veces, malditos los que algo así pidan a uno de los Castro!¡Luchad si os quedan arrestos!


El combate continuaba, los hombres de Don Tello, entendida la maniobra a la perfección, mantenían el cerco de poco tamaño para evitar luchar contra mas brazos, los dieciocho resistían el embate de los que fuera quedaban, cayendo poco a poco sus cuerpos inertes a tierra. Era cuestión de tiempo que llegara Don Diego o que cayera don Pedro. Tello lo sabía, nunca se sintió más sereno que en aquellos instantes donde la ira suele ser la portadora de la fuerza. No escuchaba, no veía nada más que la figura de su contrincante como si de una justa se tratara. Golpes que retumbaban en la osamenta como aldabonazos de la Muerte pidiendo paso. Don Pedro perdido por la furia de un golpe partió en dos el escudo de Tello, la sonrisa salía ya triunfante entre las comisuras de aquellos labios fruncidos hasta entonces. La guardia perdida de Tello le hizo retroceder, Don Pedro ya lo tenía. Dos golpes que detuvieron la espada de su padre, no habría tercero sin muerte.



- ¡Morid, maldito! Sentid el Hierro en vuestro costillar!


Un golpe directo al pecho que solo el reflejo de un joven logró que desviado se clavase sobre el brazo izquierdo. Sangre manaba, pero Don Tello se mantenía. Con presteza uno de sus caballeros le lanzó el escudo de un caído al que como pudo engarzó sobre su brazo sangrante. Serena la mirada, dolor en el brazo y con la razón de su resistencia se abalanzó sobre su enemigo que inesperado intentó cubrir su pecho, mas Tello fue a su cabeza y como martillo de herejes de un terrible golpe hundió su espada sobre aquél casco. Don Pedro cayó, perdido el sentido a los pies de Tello que, como no hubiera para él otra cosa en derredor, dedicaba su mirada de vencedor al suelo que ya suyo sentía. Los hombres detuvieron el combate, la sangre continuaba manando de brazos, rostros; las espadas de león apuntaban al suelo. El alférez castellano, Ruy Gómez de Alba con la espada al cielo gritó.


- ¡¡¡Victoria!!!

En lontananza una nube de polvo avisaba de la llegada de los hombres de Don Diego…

martes, 28 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (11)

…- ¡Señor! ¡Melgar se divisa ya tras aquellos robles!

Muñarre, el recio jinete que mantenía Tello como adelantado de su pequeña hueste, cabalgaba con decisión hacia la cabeza donde Tello se mantenía firme y tenso por la cercanía del momento verdadero; aquél donde la sangre se encuentra con el riesgo cierto de derramarse. Un gesto fue suficiente para detener el paso a los exhaustos hombres que aún mantenían el ritmo sin remisión en su cadencia.

- ¡Caballeros, aquella loma a cubierto del viento nos dará descanso antes de entrar en tierra hostil!

Con el mismo ritmo encaminaron las cabalgaduras hacía la loma que se divisaba mas al oeste. Una mancha verde, boscosa de robles centenarios darían cobijo, refugio y protección a los hombres, mientras la noche tozuda, como el sol de la mañana, ya batía con ayuda de las nubes la claridad gastada de la jornada. Como la noche pasada en Ampudia, se determinaron las guardias, reforzadas por la proximidad de tierra enemiga y se prohibieron fuegos, algo que hizo de aquel trance en el tiempo un suplicio más. “Ya pagarían por ello los enemigos del rey, mañana”. Aquella reflexión no era nada mas que un necio consuelo, que no es otra argucia que magnificar el mal para que duela menos el sufrir propio. Se cerró la noche sin estrellas, ni blanca luna que sentir como verdadera amante de la soledad nocturna.

Arribó el alba y con ella su designio.
- ¡Caballeros! ¡Nobles castellanos! La hora verdadera camina ya frente a nosotros, cabalgaremos por la vega sur del rio Cea, tenemos a pocas leguas Saelices y Mayorga. Atacaremos por sorpresa y sin tiempo de reacción el castillo de Mayorga, fuego y muerte después para arrasar Saelices en su extensión. Castroponce nos aguarda tras ellos para su justo castigo. Mi persona y el pendón del reino será vuestra guía en medio de la carga sin lugar a retorno. A nadie se buscará en la algara que comenzamos. Si Castroponce no cae esta noche, será sin descanso la toma de Bolaños en la ribera del Valderabuey. Ahora oremos a nuestro Señor por nuestras almas y la victoria que a nuestro lado se incline como justa reparación.
La imagen era propia de los verdaderos libros de caballerías, tan denostados en esta época donde el Reinado de los Austrias nos ha traido miras amplias y lejanas tierras que ningún corcel del siglo que nos ocupa sería capaz de dominar en una jornada como las de Don Tello y su pequeña hueste. Cincuenta hombres junto a tantos robles como ellos, arrodillados cada uno frente a la cruz de su acero. Los ojos cerrados, en trance, con toda seguridad tras sus párpados cerrados un dios tenían cada uno, un gesto que les aportaba los arrestos suficientes para ser capaces de matar a degüello, de quemar el trabajo de vidas inocentes; no existía el frio, no había ya resquicios de dolor en aquellos huesos humanos que solo a una cosa le tenían pavor, la eterna condenación tras la segura muerte.

Montaron todos, la distancia entre Melgar y Mayorga no eran más de cuatro leguas, en menos de una hora después del alba ya estaban frente al castillo, las puertas abiertas de éste por falsa la seguridad de la lejanía de hueste castellana, propició la entrada en tromba de los hombres de Tello. Con presteza, fueron seis los hombres que se apostaron sobre los accesos a la Torre del Homenaje. Bloqueada esta con los hombres que allí se encontraban la destrucción fue certera, rápida y letal. Sin piedad el fuego de manos de aquellos hombres sedientos de violencia hizo llama sobre las estructuras de la torre aun en partes de madera. Fuego en las caballerizas, fuego en las pequeñas casuchas que había en su interior, veneno en sus aljibes, no transcurrió más de una hora cuando abandonaron aquél castillo, que ya sólo era un despojo de lo que orgulloso se veía el día antes.

Con señal clara desde la cabeza de la hueste, Mayorga solo era ya un villorrio desierto, mujeres, niños, hombres aterrorizados huían despavoridos, presas sus almas del terror ante la furia ciega de la guerra en plena pasión. Don Tello hizo un gesto que detuvo a casi todos los hombres.

- ¡Respeto por las almas, que cristianas son! ¡Fuego y destrucción a casas, huertos y bienes! ¡Adelante, por el rey!

No quedó una casucha, cuadra, huerto con vida animal o vegetal en vida o en pie; el olor a quemado era ya parte del sudor de aquellos asesinos por designio real. Caras tiznadas de negro hollín, piafar inquieto de los caballos, relinchos que parecían de puro terror animal ante las llamas, ruidos de las pequeñas explosiones al derrumbarse los cobertizos y los hogares que desaparecían sin cuartel. Mayorga no era ya nada mas que ruinas, pasado y pura destrucción. Saelices no se libró de aquel designio real, el humo proveniente más al oeste les previno de la inminente razia. Al menos la muerte humana no fue sino de peones y caballeros que intentaron defender en baldío esfuerzo las almenas del Castillo de Mayorga. Rayaba la linde del atardecer, la hora nona se plantaba ante ellos y el acoso sobre Castroponce, ya en aviso y presto en la defensa, hizo que los agotados guerreros tuvieran que buscar acomodo entre Bolaños y Aguilar a la espera que el resguardo de la noche y el miedo inyectado en las venas de aquellas gentes, les dieran alas a su deseado respiro y reposo entre lomas de robles frondosos.

La jornada que siguió a la sangrienta y cruel ya pasada, no le quedó en zaga; Villafrechos, Cabreros, Palazuelos, Moral y Ceinos fueron presa de la ira sin cuartel de aquellos caballeros, que bajo el pendón de la Castilla dolida y dañada, devolvían tal dolor sobre hermanos que en otro tiempo les abrieran las puertas de sus hogares, castillos y villas. La simple avaricia de un rey que como feudo propio manejaba a sus súbditos hacía que la sangre hermana fuera enemiga y de tal cruel guisa contraponían a tiempos gastados la reversa cuando los suspiros de monarca tornaban de viento. No han cambiado los tiempos en estos propios en los que este humilde narrador tiene el privilegio de estas líneas narrar, que los que es guerra, mañana es paz entre nuestro señor Don Felipe y sus unas veces amigos y otras irreconciliables enemigos.



Fue la siguiente jornada, cuatro de febrero, víspera de nuestra mártir Santa Águeda, cuando la razia se tornó en combate. A menos de tres leguas del Castillo Villavicencio, tierras conocidas por Don Tello, vividas con su padre como tenente del castillo y sus fueros, fue en ellas cuando en la preparación del asalto al castillo en la espera por la llegada prevista de Don Diego y su mesnada, donde hubieron de pertrechar y armar un pequeño valladar en una empinada loma cuando se presentó un pequeño ejército, al parecer organizado a prisa desde Valencia de Campos para presentar batalla frente a los hombres de Don Tello.

Bajo el pendón de León con señorial, estampa un hombre quieto sobre su caballo, agarrado como si nada importase a las riendas de éste contemplaba la apresurada fortificación; su nombre era Don Pedro Fernández de Castro…

lunes, 27 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (10)

...Soplaba la ventisca, dura y cruel como el invierno en la meseta castellana. La mesnada cabalgaba lo ágil que permitían sus suelos helados, peligrosos como espejos engrasados. Fuertes las pisadas de las cabalgaduras rompiendo el frágil cristal líquido, inseguras la de los peones con sus pies sufridos y mal calzados. Cada pequeño reducto de blanca nieve era un descanso redentor ante la dura caminata contra el duro viento del este, que clavaba como agujas de hilar sus afilados soplidos sin compasión sobre tantos rostros enjutos y arrugados por los años de vida sin oportuno descanso ni holganza; unas veces era la mies, el trigo, la molienda, otras la guerra que, como obligado condumio, movía los mundos conocidos allende los valles de cada siervo y señor.

El tímido sol no lograba aportar un mínimo gesto de calor que avivara la marcha silenciosa de la mesnada; don Alfonso, deseoso de plantar sus derechos en las tierras donde consideraba que su sobrino con artería y la ayuda de los infieles le había arrebatado, mantenía la marcha forzada. Fue alcanzar Autilla, una vez pasado Palencia con la noche ya a punto de cerrar sus contraventanas al sol, cuando decidió hacer base y descanso para la jornada final en la que entrar en el Castillo de Urueña. Se organizaron las guardias oportunas y los hombres se echaron cerca de las cabalgaduras que garantizaban calor animal a cambio de olores que a esas alturas de la marcha ya a nadie ofendían.



Tello cabalgó durante toda aquella jornada entre la mitad y la parte de atrás de aquel ejército pues, a la orden inicial de adentrase hacia la villa de Cisneros se contrapuso la de ir juntos todos hasta Ampudia. Su misión junto con otros caballeros de recién armadura no era otra que mantener vigilada la retaguardia con al menos dos leguas a la redonda. No era aquella misión agradable en tales condiciones de los elementos, pero al menos era improbable encontrar espía alguno en semejante situación. Los miedos y temores eran debidos más a una mala caída sobre los suelos helados, fríos y cortantes, que al filo de acero enemigo. Antes de retirarse a su lugar donde recogerse y tomar respiro fue Don Diego quién lo reclamó.

- Tello, hablemos ahora que aún es tiempo
- Como vos digáis, Don Diego.

Aquel trato de sumiso respeto hizo que una sonrisa brotase de las comisuras de los helados labios de Don Diego. Con algo de chanza que no sobraba en aquellos instantes se dirigió a Tello

- Perdón os demando, Don Tello, de los Pérez de Carrión, que el don os sustraje de vuestro nombre sin haberlo pensado. ¡Ja, Ja! Tello, mi buen Tello, somos caballeros y además amigos, somos casi hermanos, tu el pequeño y yo el mayor pero como hermanos al fin y al cabo. Mantengamos ese trato frente a otros caballeros, pero entre nosotros seamos y tratémonos como hermanos.
- Gracias, Don Diego… Diego.


- Muy Bien, Tello. Mañana en cuanto partamos hacia Urueña tu habrás de atravesar la tierra de Campos hasta alcanzar con la vista la villa de Melgar. No has de dejar que sea vista tu fuerza ni tu dirección, pues esa zona ya está en la linde de León. Una vez allí tu y tus cincuenta hombres a caballo no habréis de contemplar piedad frente a los bienes del rey Alfonso, el IX. Así espero que en tres jornadas desde mañana nos encontremos entre Castroverde y Villavicencio dando justo valor al castigo de quién se precia en atacar a nuestro reino, máxime en las horas de derrota y escasez de moral en la que nos encontramos. Queda dicho, Tello. Que nuestro Señor te guíe y te dé el valor que demanda tal acción.

- No os defraudaré, ni a vos, ni al Rey, ni a mi padre.
- Lo sé, Tello. Lo sé

Se retiraron a recuperar un resuello que sería difícil alcanzar entre el frío y la espera antes de la acción, pero era de ley intentarlo.

El alba, al igual que la vivida la jornada pasada, los despertó áspera entre la ventisca, el hielo y las hogueras ya muertas de la noche pasada imposibles con el frio reinante de encender. Ensillados los caballos, Don Alfonso se acerco a Tello con paso firme.

- Don Tello, confiamos en vuestra valentía y acierto en la razia. De sobra sabéis que debe ser fulminante y sin piedad. No debe quedar árbol, huerta ni ganado que pueda dar sustento a peón enemigo tras vuestra grupa. Don Diego lo mismo espero de él desde el sureste mientras nos, engañamos al grueso del ejército. ¡Suerte, por Santiago!

Con un fuerte abrazo dejó a Tello henchido de orgullo, como cualquier joven con ansias de triunfo que, ciego ante el riesgo, batirá sus fuerzas por quién le da la opción. Así se utilizan desde las muchas veces grises alturas de los poderes mundanos los buenos deseos y las buenas lides de hombres enteros, que todo darán sin percatar cuán fútil es la lealtad a tales alturas.

Se despidieron los hermanos ya sobre sus caballos, tres días quedaban por medio, tres jornadas que prometían sangre y fuego sobre hielo y ventisca. Tello con cincuenta armaduras a caballo, partió a uña de caballo, Villarramiel, Villafrades y Melgar, villas que debía pasar sin verse su cabalgar. Quizá desde los altos cielos un infanzón de su misma edad, en esos momentos estuviere observando aquellos primeros pasos con una somera sonrisa al bies, mas es esta época menos proclive a los triunfos de un guerrero como lo fue mas de cien años antes, los de Don Rodrigo el de Vivar. La suerte estaba echada...

sábado, 25 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (9)

…Las frías paredes de la capilla de La Asunción eran ya sus mudos testigos de tal vela sobre las armas de su probada hidalguía. La espada de su padre, brillante como plata verdadera, descansaba sobre un cojín carmesí justo bajo el altar que coronaba la pequeña capilla. Con el invierno como dueño y señor temporal de aquellas tierras, no sobraba la manta coronada de blanco armiño que su madre le dio para soportar el tiempo de espera hasta su ordenación como hombre de armas noble y leal, tal y como se esperaba de un caballero castellano.

Intercambiaba los momentos entre las oraciones, aprendidas en la tierna infancia de boca de Doña Sancha, apoyado en el reclinatorio que miraba con humildad hacia la imagen de Nuestro Señor y los paseos entre los tres pasillos que separaban los escasos bancos entre si y las paredes de la capilla. En aquellos largos, gélidos y calmos momentos en los que la paz en silencio era su compañera, los recuerdos vividos, las imágenes retenidas entre sus ojos como dedos de gavilán sobre débil presa llenaban su mente. Las correrías con su padre, la caza, las algaras contra el vecino leonés, las luchas contra los infieles, la muerte vestida en la imagen de su padre caído en Alarcos. Berengaria, su hermana con la que tantos momentos compartió hasta dejarse ambos, la una por su matrimonio con Dios y él por el camino de la guerra.

Mitad sería ya de larga vela por las armas de caballero cuando un ruido entre tanto reino del silencio sobresaltó sus pausados pensamientos.

- ¿Quién va? ¡responded!




La princesa Berenguela con sigilo y rapidez se presentó ante Tello. Con un gesto le pidió silencio. Tello no necesitaba de tal ademán pues mudo al verla se había quedado.

- Majestad, qué extraña visita la de vos. Sabéis que no debo a nadie ver en este trance…
- Lo sé, Tello. Mas solo vengo porque sé que no podré hablar con vos de forma sincera en ninguna mejor ocasión que la que aquí se nos presenta. Si consideráis que mi presencia no es decorosa me retiraré sin sentirme por ello ofendida en mi dignidad.
- ¡No, por Dios que ahora nos ve! Quedaros y decidme lo que deseáis decir que os escucharé sin interrupción alguna.

Tello no mentía, pues nada se le ocurría más que aprovechar aquél maravilloso momento en el que podía mirar, observar y memorizar cada gesto, cada pliegue de su rostro que era lo único que dejaba ver su extremo vestido de tono oscuro como el de monja en monasterio. Berenguela estaba tan nerviosa o mas que cuando la enviaron a casar con aquel príncipe teutón de nombre Conrado con nueve años de pura niñez.

- Tello, así os llamo pues os he trabado confianza estos meses en los que nos habéis escoltado por las tierras de nuestro padre que circundan Burgos. Vuestra presteza en hacernos la vida sencilla entre los rigores del duro invierno, vuestra calidez junto a nos bajo los muros de este recio monasterio y vuestra presencia humana me ha llenado el alma de deseos inconfesables que, como futura madre de reyes no debo decir.
- Majestad, yo…
- Déjame continuar, Tello. Por ello deseo que mañana, al alba cuando ya seáis caballero por la espada de mi padre y señor nuestro, llevéis para siempre este presente como prenda de lo que siento por vos.

Berenguela, la que algún día se conociera como La Grande, con la mano trémula por ser momento de tanta confesión ante hombre por parte de quién a nadie se debía, le entregó un colgante de forma circular. En su centro una cruz labrada a la que rodeaba la frase en latín “Enséñame Señor a cumplir tu voluntad”. Colgaba este de una cadena de oro que junto al colgante alumbraba por si sola, si cabe, aquella estancia pobremente alumbrada por seis velas que custodiaban el altar. Con suavidad ante la cabeza inclinada de Tello la colocó en su cuello. Solamente el ruido del metálico roce entre cadena y colgante y los suspiros de ambos corazones se podían escuchar. El colgante, brillante apoyado en el pecho de Tello, las miradas fijas entre ambos como si nada mas fuera necesario decir, fueron el sello a aquella corta conversación.

- Ahora, Don Tello, os deseo fortuna y gloria en vuestra lucha por Castilla, mi corazón seguirá en el vuestro, mas mi cuerpo habrá de seguir las derrotas que marquen nuestro Señor y nuestro reino, como el de Vos. Suerte, Don Tello, siempre cabalgaré con vos.

Tello nada dijo, nada podía decir, tan sólo contemplar como su dama, su princesa abandonaba como había entrado aquella capilla. Se apoyó sobre el reclinatorio y entre rezos, lágrimas y suspiros de incompleta felicidad esperó la llegada del momento culmen, algo ya eclipsado por el pasado.

La hora llegó. Don Diego, los Lara, Don Álvaro y Don Nuño, varios caballeros presentes mas que después cabalgarían hacía la lucha, se presentaban ante Don Alfonso y Don Tello para ser testigos de aquella ceremonia.

Don Alfonso, antes del golpe de su regia espada como confirmación de su nobleza, esto le dijo a Tello Perez de Carrión


»Doncel, escuchad qué cosa
La caballería sea.

La caballería dice
Lustre, honor, lauro, nobleza;
Home noble no hace tuerto
Ni de burlas, ni de veras.

Jurad cumplir y guardar
Estos votos y promesas:
Que amaredes al gran Dios
Que nos cría y nos conserva,

Que su ley no negaredes
Y que moriréis en ella,
Que a vuestro rey serviréis
Y al que en pos derecho tenga,

Que non llevaredes sueldo,
Sin pedirle la licencia,
De otro rey ni de home rico
De otra bandería o secta:

Que cuando fallado fuereis
En las lides y en las bregas
Antes que fuyades vos
Fincaréis muerto en la tierra;

Que seades el amparo
De las viudas y doncellas
Y de injustas demasías
Las venguéis a viva fuerza;

Que en los vuesos razonares
Non mostredes la soberbia
Porque ser bien mesurados
Es cosa que mejor sienta:

Que a sacerdotes y ancianos
Les catedes reverencia,
Que a nadie retéis a tuerto,
Que eso villanía fuera.

Otrosí: que en las tres Pascuas
Comulguéis en las iglesias
Confesando los pecados
Con propósito de enmienda.

Vos lo juraréis cumplir
Sin faltar coma ni letra,
Yo vos vestiré las armas
Ya bendecidas y nuevas

Y al darvos la pescozada
Después de la espada puesta
Vos, a guisa de vengarvos,
Contra mí tiraréis de ella.» [1]

Don Alfonso, así terminó su discurso y sin dilación alguna tocó con su espada el hombro.



- Ceñiros vuestra espada de caballero, pues ahora lo sois, Don Tello de los Pérez de Carrión.

Con la espada ceñida, el alba ya abierta y con el anuncio del sol en pronta arribada, silenciosos y prestos los caballeros y sus peones comenzaron el camino del Infantado en soledad y sin demora...

[1] Padre Juan Arolas, (1805- 1843)

lunes, 20 de octubre de 2008

Bautizo de Mar. (18/10/08)

Pequeñas las manos aferradas a un simple timón,
pequeños los cuerpos entre las bordas de un cascarón.
Olas que doblan las aun pequeñas estaturas
mientras vuelan henchidas sus almas como grandes amuras.

Poseidón es la furia en mil olas como la del león que ruge,
mas su mano justa y grandiosa a mis pequeños protege,
mandando su furia contra muros de humana presencia
entre golpes que insisten como ruda marea de infinita paciencia.

Helios sonríe mientras los huesos húmedos calienta
de los menudos cuerpos repletos de ansia de mar
que sin saberlo de veras hoy se van a bautizar.

Este corazón ya viejo que siempre busca la sal,
de orgullo enhiesto por verlos navegar,
es ya un corazón expandido como las gotas de mar.







Gran día el sábado 18 de octubre de 2008, en los que Hernán y Diego abrieron proa de sus pequeños barcos avante de la punta de Sacramento, (faro verde), en busca del Atlántico azul.

sábado, 18 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (8)

…tarde brillante para un pequeño corazón por edad vivida, mas grande en deseos y sueños abuhardillados entre sus paredes en franca expansión. Miradas temerosas que sin querer lanzaba hacia la princesa, devueltas eran, unas sin aprecio, otras con algún gesto quizá solitarias en el imaginario de Tello, que valían por todas las que no eran.

Fue un otoño de los que llenan los corazones en el recogimiento y la calidez que propician los fuegos en los hogares, mientras el frio con sus invencibles mesnadas poco a poco va invadiendo pacíficamente las veredas castellanas. Mas de una vez acudió Don Tello a las Huelgas, al principio para ayudar en el traslado de su madre al monasterio como muchas damas, que allí optaban por quedarse al lado de las monjas, otras tan sólo era una mera escusa para poder ver a la princesa, sabedor de que aquello no era sino plato de mayor comensal.

Transcurrió el otoño con el invierno y la pascua navideña en Burgos, la familia real, con Don Alfonso entre ellos, allí habían decidido pasar aquellas fechas de recogimiento y celebración. Don Diego hacía dos semanas antes de Natividad que había partido con Tello y un grupo de hombres a rendir visita al señorío que ostentaba con orgullo. Vizcaya le rindió los honores propios en obediencia y especie y sin más regresaron a Burgos para celebrar la pascua y recibir el nuevo año del señor de 1196, que tan gris como el que moría amenazaba con presentarse.

Así era y Don Alfonso empeñaba hombres, recursos y los escasos apoyos de su aliado aragonés en resistir los embates de un desleal Alfonso IX, que combatía junto a los infieles para arañar y debilitar al reino de su tío castellano. El Infantado, las tierras de la Extremadura castellana, cualquier linde que viera en ciernes de ser tomada, caía como halcón sobre ella. Había que plantarse y combatir y para eso habían nacido los Pérez de Carrión.

- Caballeros, sabemos por nuestros informantes aún en pie en el Castillo de Urueña que hay tropas almohades y leonesas acantonadas en Toro preparadas para darnos un golpe letal, que creen ellos será entre Castrodeza y Tordesillas. Tenemos a todas las fuerzas en guardia y listas para resistir, pero considero que debemos darles un golpe de gracia en algún lugar que ellos no esperen. Por ello os he convocado a todos mis fieles guerreros. Quiero que dividamos nuestras fuerzas en dos, la mas ruidosa será la que yo encabece hacia la zona de Urueña, mientras otra, menor y de mas fácil secreto, deberá partir y saquear la comarca entre el Cea y el rio Valderabuey, perdida hace pocos meses. Desde Melgar hasta Castroverde no quiero un huerto, árbol frutal, villa o castillo que sea útil a la vista de las grupas de vuestras cabalgaduras.








Castillo de Urueña


Don Manrique, de los Lara, avanzó un paso al frente ofreciendo sus fuerzas para hacer tal razia.

- Don Manrique, vos y vuestro hermano Don Nuño, junto con vuestras fuerzas son de sobra conocidas entre tanto espía leonés que merodean Burgos. La fuerza de los Lara vendrán junto a los reales. Necesito que sea este golpe algo verdaderamente inesperado para los hombres de Don Alfonso de León.

El paso esta vez lo dio Don Diego


- Majestad, tengo la solución mas adecuada a vuestros planes. Don Tello Pérez de Carrión, hijo de nuestro leal Don Guzmán conoce aquella comarca como la palma de su mano, pues bien sabéis que fue su difunto padre Tenente del ha poco perdido castillo de Villavicencio. Tenéis referencias directas de su valñentía al frente de las mesnadas y de su bravura en vuestra defensa durante la jornada de Alarcos. Por ello or porpongo que parte de mis hombres cabalguen bajo su mando, mientras otra parte de ellos junto a mi caminaran con vos hasta Ampudia, desde donde me desviaré a cerrar la razia entrando por el sureste de la comarca. Si deseáis dañar de la mayor forma esta es la mejor solución.

Don Alfonso pensó tal propuesta, para ello se retiró con sus dos apoyos mas firmes desde su infancia, Don Álvaro de Lara y su hermano Don Nuño, mientras esperaban en el salón de aquel palacio, frío por el crudo invierno aposentado ya en todo el realengo castellano. Tello vibraba una vez más, volvería a las tierras en las que tanto tiempo atrás cabalgó junto a su padre, volverá como hombre de armas con el beneplácito de don Diego y la confirmación del Rey. Pero había algo que faltaba para cerrar aquél círculo de oro.

- Don Diego, os agradezco la enorme confianza que depositáis en mis brazos y a fe divina que no seré yo quien os defraude ante nuestro rey. Más hay un detalle que es necesario para que esto se pueda llevar a buen fin…


- No habéis de preocuparos, joven Tello, que de eso ya estoy al punto preparado y tan sólo será preceptiva la aceptación de tal plan por su majestad.

No hubo más cruces, mas conversaciones, todos los caballeros mantenían un discreto y tenso silencio a la espera de la salida de aquellos tres hombres, de los que la vida del reino era justificación vital. Y más de una hora después las puertas giraron sobre sus goznes. Don Alfonso, con la mirada en Don Diego y Tello que juntos estaban comenzó a hablar.

- Hemos analizado vuestro plan y nos agrada la intención; nos valoramos sus posibilidades como muy cercanas al éxito. Más creemos que debéis llevar vos el grueso de la mesnada siendo Don Tello, el alférez de una corta caballería. Cuando este haya alcanzado las cercanías de Cisneros, enviará correo en busca nuestra para que entréis por el sudeste como vos habéis sugerido acertadamente. Mientras, nos con nuestro ruido y volumen mantendremos el tiempo necesario entretenido a nuestros enemigos cristianos y sarracenos que juntos van. ¡Que la cólera de Dios se cebe sobre sus almas! Con el alba naciente del día de mañana 25 de enero de 1196 iniciaremos la marcha.


Don Alfonso se retiraba cuando Don Diego presto y al quite de la situación se acerco al Rey

- Majestad, con el debido respeto necesito hablar con vos sin retraso.
- ¡Caramba Don Diego! ¡Pasad a mi cámara, os escucho!

Tello quedó fuera departiendo con los demás caballeros departiendo sobre las dificultades y retos que les depararía la partida y la postrer lucha contra el ejército leonés ayudado por el almohade; realmente no les prestaba mucha atención, pues su ser solo respiraba por saber lo que hablarían su tutor y el rey. También esta vez tardaron tiempo que fue menor aunque Tello lo sintiera eterno. Como en todo lo que tiene comienzo el final le alcanzó y salieron ambos nobles caballeros.

- Don Tello, acercaos y arrodillaos ante vuestro rey.

Tello se arrodilló ante su rey con la sangre queriendo salir por cualquier poro que diese la posibilidad de hacerlo en aquél instante.

- Yo, Don Alfonso VIII, rey de Castilla y Toledo os convoco mañana antes del alba para ser armado caballero por el poder que ostento y con la gracia de nuestro Señor. Por ello, esta noche debéis velar vuestras armas en la capilla de la Asunción de Santa Maria la Real hasta que os sea dada la orden de caballería por mi autoridad. Id, pues y preparaos para tal celebración.

Tello seguía incrédulo, caballero a los 17 años recién cumplidos, antes que nadie de los que en la estancia se encontraban. Raudo como el viento acudió a cortar su pelo y bañarse como las costumbres exigían para recibir tal grado. Una larga noche le esperaba en aquella capilla que tan cercana estaba de su hermana y la hija de Don Alfonso…

viernes, 17 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (7)


…allí estaba Burgos, Cabeza de Castilla, virtual capital de un reino tambaleante en aquellos momentos de turbación tras la terrible derrota. Aún así, quizá por la cercanía de su hermana, Tello veía aquella estampa castellana con alegría tras unos ojos acostumbrados al polvo y al sudor de las duras cabalgadas en pos de un destino desconocido hasta para quien, desde los púlpitos de las catedrales, presumen de conocerlo. La ciudad en aquel otoño presentábase fría y ventosa, alfombrada para recibir a Tello y su madre. Aquel día fue de aposentar los equipajes de Doña Sancha, que no eran pocos, y asentar las osamentas tanto de hombres como de caballos en los lugares que Don Diego había dispuesto de forma generosa para los Pérez de Carrión en su palacio de la Capital. Era ya más de la hora nona cuando doña Sancha confirmó que rendirían visita a las Huelgas en la mañana del siguiente día, por lo que avino a todo el mundo, incluido a Tello, a tomar respiro entre los muros del palacio.




Tello no podía resistir semejante espera hasta el siguiente día, deseaba volver a ver a su hermana que tantos buenos ratos le había dado, alma y cuerpo al que siempre acudía en busca de consuelo. Con sigilo se plantó a las puertas del Monasterio. Quedaba poco tiempo para la anochecida y no es la regla monástica del Cister muy condescendiente con los cambios en las rutinas religiosas. A pesar de tal pesada losa, logró de la abadesa la concesión de unos minutos para poder ver a su hermana Berengaria, por ser él quien era y lo que había sufrido en tan poco tiempo. Con respeto y en desarmo penetró por los fríos y oscuros corredores que separaban el acceso del monasterio con éste, hasta quedar en pie esperando a su hermana en un salón sobrio y austero, como todo lo que vio hasta aquél momento, todo salvo aquel fuego que rebosaba calidez y fuerza entre las ramas que bajo el continuo crepitar, purificaban sus agotadas vidas. Una puerta no muy grande, de doble hoja, cargada de hierros y cerrojos se abrió con lentitud.

- ¡Tello, hermano mío! ¡Gracias le doy a nuestra Señora que me haya permitido veros de nuevo! Os veo crecido y a la vez algo triste, algo que comprendo, pues no es plato de gusto para hombre de cualquier credo ver a su padre muerto tras la empalizada.
- Berengaria, vos siempre tan dulce. Pero, ¿cómo sabéis de lo ocurrido?
- No te aflijas, hermano. Que no es por mal sino por los buenos deseos y el ansia de conocer los azares de nuestro Rey por su santa esposa Doña Leonor. Ella acude muchas veces a este monasterio tras sus innumerables periplos por el reino y nos informa o hace que lleguen noticias de la situación de Reino cuando ella descansa aquí. Fue Doña Leonor la que nos contó del desastre y tuvo la generosidad de relatarme piadosamente la muerte de nuestro padre y tu bravo comportamiento…


Se abrazaron con el recuerdo de su padre entre sus corazones, las lágrimas de la hermana brotaban como fuente de dolor mientras las manos de Tello con ternura las recogía suavemente entre la yemas de sus dedos. Fueron momentos, quizá segundos hasta que la cordura de los muros que les custodiaban trajeron sus sentidos a la realidad.

- Berengaria, hermana. Nuestro padre me dejó la huella de su valía y el empuje de sus convicciones, algo que se tu llevas también en tu interior. Solo deseaba verte y sentir la calma y el sosiego del consuelo en brazos gemelos en el dolor. Ahora te dejo en tu retiro y mañana vendremos nuestra madre y yo a visitaros de forma más ritual. Beso tu alma como hermano ante la mirada de nuestro padre arriba en los cielos.


Aquellos hermanos se dieron la espalda sin más, pues la ruda vida que en tales años se daba, no permitían tales ternuras como las que allí se vieron con presteza y en secreto.

La noche trajo una mañana de sol y frescor de la dura meseta, con la que Doña Sancha y Tello acudieron a las Huelgas. Allí, la abadesa los esperaba en el recién iniciado Claustro aún sin terminar por el que departieron la abadesa, mientras aguardaban la finalización de los oficios. Aún el monasterio no estaba terminado, pero el primitivo claustro que ahora ya no lo es, daba desde su granito pétreo la paz que demandan muchas veces los corazones, esa paz que solo es silencio y tiempo para consumirlo en los vaivenes de un pensamiento que lentamente recobra la quietud y la razón de los motivos, sean estos los que hayan sido o los que serán.

Entre las columnas pareadas y sus dibujos, el plano mundo de aquel Medievo se detuvo ante Tello; Berengaria se acercaba con un humilde y cadencioso el paso al que acompañaban otros de igual trazo humilde, pero de grande estirpe por quién estos daba. Era Berenguela la que así me permito llamar para separar del mismo nombre de su hermana. Mujer de estirpe real de los reyes de Castilla, nieta de Doña Leonor de Aquitania y el rey de Inglaterra. Su tez enfrentada al Sol de Castilla manteníase blanca, acrecentado este color por el amarillo de sus cabellos que colgaban largos y de orgulloso brillo desde su frente abierta y verdaderamente despierta. No era ella monja del cister, mas allí se encontraba tras ser repudiada por un infame príncipe de la fría Germania más interesado en el reino que en su futura reina. Después de ser presentados a Doña Sancha, con la venia de la abadesa, ambas se acercaron a Tello que no daba crédito a sus ojos. Días atrás cabalgaba como villano que huye de la justicia y ahora la primogénita de su rey estaba a su lado.

Tello se arrodilló ante la princesa, mientras de Berengaria salían risitas propias de una adolescente más que de una monja del cister. Sus dieciocho años junto con los quince de la princesa hacían que la niñez aflorase sin posibilidad de contención.

- A sus pies, majestad. Mi nombre es Don Tello Pérez de…
- Si, si, de Carrión, conozco a vuestra hermana y no necesitáis presentaros, noble caballero. Lo que si os demando yo y por medio de mi persona LA Reina, es que acudáis esta tarde al terminar la hora sexta a este claustro, pues su majestad Doña Leonor desea conoceros y que le relatéis de voz primera vuestra amarga experiencia frente a los infieles de Al Mansur. Don Tello, sabed que me ha complacido veros y comprobar que las cualidades que vuestra hermana me dio de vos no han decrecido al veros. Ahora podéis dejarnos.



Doña Berenguela a sus 15 años no era ya mujer de tal edad, sino mente formada y consciente mujer de estado que sabía lo que sus padres deseaban de ella y que ella a fe cumpliría; mas mujer también era y hombres como Tello era lo que su naturaleza llamaba

- Allí estaré, majestad.

Tello miró a su hermana con gesto de satisfacción y orgullo, no sabía si por saberse reconocido en alta estima por semejante dama o por ser centro de atención ante la reina Leonor. Con el pecho dolorido por el ensanche que produce el verdadero orgullo, acompañó a su madre de regreso al palacio. Deseaba con ardor que las campanas del bendito monasterio picasen a muerte hasta la hora de volver…

miércoles, 15 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (6)

…El retorno fue en su gran parte un silencioso cabalgar, sabiéndose observado por infieles miradas con ansias reprimidas por cobrarse una gota mas del premio obtenido días atrás sobre las llanuras de Alarcos. La palabra dada era ley tanto para moros como para cristianos, por lo que la rabia contenida de unos y de otros manteníase ante los lindes de los sentimientos, como lorigas conteniendo el sudor frente al polvo del camino. Al fin Toledo, sus murallas y su rey como estandarte los esperaban tras la última loma de aquella infausta jornada.



- Tello, Toledo nos aguarda a menos de una legua ya y con ella seguro estoy de Don Alfonso que nos recibirá como sus fieles y leales brazos. Tu padre me hizo prometer que mientras tu presteza como caballero en cultivo estuviera, bajo el manto de mi casa permanecieras. Valía tienes de caballero, pues lo has demostrado con creces, mas debes formarte en las leyes de la caballería como Don Guzmán esperaba y de eso a fe del Salvador que yo me encargaré. Por ello te digo a ti el primero que hablaré con Don Alfonso de tales argumentos como la buena ley lo exige.
- De buen grado os lo agradezco, mi señor Don Diego, y a vuestro servicio dispongo mi brazo, como al de nuestro señor Don Alfonso; mi brazo y espada que no es otra que la espada de mi padre. Solo deciros que antes de tal cosa he de rendir cuantas de dos mandatos de mi señor padre que prometí cumplir. El primero ver a mi madre Doña Sancha y el segundo acudir a las Huelgas Reales para orar por el alma de mi padre junto con mi hermana Berengaria.



- Así será después de haber rendido honores y cuentas ante nuestro señor. ..


- ¡¡¡Hombres a caballo!!!


La hueste se detuvo, un grupo de seis hombres a caballo se aproximaba desde el camino de Toledo. A todas luces parecía aquellos hombres del Rey Cristiano, más nunca había uno de confiar en la vista hasta no tener su objeto a punta de espada.



- ¡¡¡Son Nuestros!!!


Un grito de alivio que en esos instantes parecía de victoria devolvió a los hombres la sonrisa hasta entones de cicatera estampa entre los rostros de aquellos soldados. Llegaban al fin a casa, aunque no todos.
Sin respiro ni pausa para adecentar armadura y espantar malos vientos, Don Diego cabalgó hasta la catedral desde donde subió al palacio del Rey siempre con sus capitanes y Tello tras su polvorienta estela. Debía ver al Rey y ponerle al corriente de la situación. Don Alfonso, como padre cuyo hijo ya dado por perdido había reencontrado, no esperó a las reverencias ni protocolos de curia castellana, adelantándose a su mejor capitán para abrazarlo con la fuerza de quién recupera el oro que creía para siempre perdido.



- Don Diego. Gracias doy al Salvador por vuestro retorno. Decidme, ¿cómo habéis logrado escapar de aquella ratonera? Os creí perdido junto con toda aquella brava retaguardia…


Don Diego y su Rey quedaron allí largo tiempo durante el que el Señor de Vizcaya le relató todas las venturas y desventuras vividas en aquellas horas de lucha por la vida. Don Guzmán estuvo en la conversación y, por ende, su hijo Don Tello. Don Alfonso, hombre noble y bragado en las lides de la guerra supo tratar con justicia y generosidad a los hijos de los caballeros caídos en la terrible jornada de Alarcos; Don Tello no iba a ser menos, máxime cuando se mantuvo y resistió en los momentos más duros de la batalla. Así, aquella misma tarde lo convocó a sus estancias para ser revestido con el agradecimiento y la honra de su señor en la tierra.



- Don Tello Pérez de Carrión, Hijo de Don Guzmán , nieto de Don Ordoño de la cuna castellana y del viejo condado de Alava; yo, Alfonso VIII, Rey de Castilla os nombro tenente del Castillo de Villavicencio en el Infantado que con tanta bravura vuestro padre defendió de las garras de León y establezco como tutor de vuestra formación como caballero a Don Diego Lopez de Haro, quinto Señor de Vizcaya, que sea el ejemplo de su valor y lealtad el que redunde el vuestro ya bien fundado. Por ello os dejo bajo su protección y mando hasta que vuestro nombre y persona sean armadas caballero bajo mi espada en donde Dios nuestro señor tenga a bien decidir. Ahora marchaos, pues os esperan promesas que cumplir. Vuestro Tutor y yo mismo, si Dios nuestro Señor no dispone otra cosa, os esperaremos en la Cabeza de Castilla antes de arribar las calendas de noviembre. Que así sea y se cumpla. Y ahora partid que muchas son la leguas que por delante os aguardan.



- Gracias majestad. Allí estaré antes de tal fecha, os lo juro por esta espada que fue de mi padre y ahora seguirá sirviéndoos a vos de igual manera.


Con premura y casi sin decir adiós, Tello partió a lomos de uno de los caballos de su tutor que quedaba a la diestra del Rey preparando la dura época que se avecinaba. Los ejércitos castellanos hasta entonces poderosos y temibles no eran ya mas que sombras frente a los árabes a menos ya de 25 leguas de Toledo, frente a la saña con la que Don Alfonso IX de León y Don Sancho VII de Navarra pensaban cobrarse sus deudas. Sólo quedaba Don Pedro II de Aragón que mantenía una leal amistad con Don Alfonso. Había que reforzar todas la villas, plazas y castillos con lo que hubiera en el reino, Castilla de nuevo magra de hombres y sin más que si misma enfrentaba sus campos al duro temporal.




Tello cabalgó duro y sin tregua, que buena cabalgadura le había ofrecido su tutor y en cuatro jornadas en Villavicencio se presentó ante su madre, Doña Sancha. Mujer de sentimientos altivos y duros como aquella tierra de pugna y combate frente a León. Lágrimas corrieron a pesar de la dureza de los corazones esculpidos por la distancia entre ellos. Tello permaneció con su madre hasta la llegada del alférez de Don Diego, Don Gonzalo de Urría, quién se haría cargo de la tenencia del Castillo mientras Don Tello viviera bajo la tutoría de Don Diego. Doña Sancha entendió tal mandato y con la escolta de su hijo y varios hombres de la tenencia se dirigió a la Huelgas Reales, lugar donde ya encarnaría una nueva vida de oración hasta el fin de su vida terrena. Berengaria, hija y hermana de ambos los esperaba aunque quizá Don Tello encontrara algo más que una hermana…

lunes, 13 de octubre de 2008

Puente de Hierro, Remache y Sudor


Puente de hierro, creador de la verdadera unión
entre riberas que amenazantes viven por siempre enfrentadas,
cargadas sus bodegas de viejas razones eternas como inmortales cuitas
aliadas del viejo viento mezclado de la misma mar que hierven de pasión.

Hierro que las guerras bate, rompiéndote al cañón
guerras por tenerlo todo junto y sin unión.
Orgulloso te muestras, brillando tus remaches al viento
mientras, humildes pasan temblando bajo tu metálico dintel,
apoyado en modernas dovelas hijas de forja y sudor,
los otrora orgullosos navíos que humildes te rinden honor
Como el sueño lo logra ante la realidad vencida por la bendita ilusión.


Puente de mis ojos que vidriosos te recorren sin resuello
tu historia en mi historia, tu fuerza en la mía.
Orgullo de hierro sobre suave barquilla de rutina y transporte.
Verte es sentirte, tocarte es recordarte. Nunca podría olvidarte.

Mi cuerpo millas recorrerá,
mas mi alma clavada cual remache
para siempre en tu alma de hierro pervivirá.


sábado, 11 de octubre de 2008

A ti, Inspiración

Quiero ser, quiero ver, quiero saber
de palabras que sobre aguas corren y se van
entre valles llenos de silencios sin nacer
aguas egoístas que renuncia a compartir
palabras que son hijas de un viento libre.

Palabras que busco
tantas veces como mis ojos se cierran
abriéndose locos por ser ceguera lo que encuentran.
Quiero ser tu andén, donde pare ese tren de mercancías
solitario y silente a quien no lo mire.
Quiero ser quien abra el último vagón
el que nadie mira, el que todos olvidan.
El humilde vagón de la inspiración

“...Quiero ser una palabra serena y clara
Quiero ser un alma libre de madrugada
Quiero ser un emigrante
de tu boca delirante…”

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Te quiero, inspiración

jueves, 9 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (5)

… el combate fue sangriento, todos los hombres del adarve sucumbieron, aun y de tal escarnio humano, fueron más de tres infieles por cada castellano los que cayeron en el otro bando. Mandó el Califa detener el ataque, la llanura frente al castillo, yerma de vegetación era entonces un vergel de silencio y muerte. La desesperación de los defensores no puedo describirla en estas pobres letras que encadeno aún con furia, a pesar de las centurias pasadas desde tal desastre. Desde Don Diego hasta el último defensor del castillo, pasando por Don Tello, a quién la visión de su padre caído varios metros mas debajo de su posición lo único que le devolvía era odio, rencor y furia solo contenida por la desesperanza que acude de la mano del sueño de la venganza.


Pasaron varias horas en esta tensa espera del nuevo ataque, rondando la sexta dos capitanes árabes se acercaban con lentitud flanqueando a un caballero cristiano.
- ¡Don Pedro! Tello, ojalá vuestro padre tenga razón.
Así parecía, con los dos árabes era Don Pedro Fernández de Castro quien cabalgaba bajo la bandera de parlamento. Los Castro, siempre en pugna contra Don Alfonso desde su tierna infancia. Castellanos de noble cuna pero de yerro en su elección, sirviendo a Reyes y Califas que siempre a Castilla temieron y osaron debilitar. Don Diego apretó los puños al ver la macabra estampa de la traición.
- ¡Tello, conmigo! ¡Intentemos al menos que el sacrificio de tu padre no ha sido baldío!
Bajaron decididos a negociar sin chanzas ni ruegos. Don Diego sentía que hollaban las lindes que separan la muerte o la vida que, como amante despechada, los aguardaba camino de Toledo. Tello intentó no mirar hacia el adarve donde su padre descansaba ya para siempre. Su rabia, su dolor se aliaban en el trance de nublar su razón, mas la mano de Don Diego sobre el hombro junto a una mirada clara y serena logró retrasar el duelo que pedían a gritos su manos, sus ojos, su corazón de hijo. Ellos dignos y a pie frente a los orgullosos sitiadores montados sobre sus alazanes, tres hombres a los que no se les veía tan ahítos de flores y loas a su bravura en aquellas horas. Con respeto descabalgaron y comenzó el tiempo de la templanza ante la provocación.
- Don Diego, qué sorpresa la mía al saberos aquí, pensaba que doblasteis la grupa de vuestro caballo con el rey hacia Toledo. Reconozco que os honra mantener la retaguardia en tan malas horas para vuestras huestes.
- Os agradezco el alarde de nuestra situación y me pregunto lo que puede ofrecer un caballero cristiano en las huestes de un infiel. Nosotros sólo os podemos ofrecer sangre y muerte hasta el final.
- Calmaos, valiente caballero. Bien decís vos, el dios que preside mi corazón es el mismo que el que a vos os mantiene con vida, cristiano soi como vos aunque por torcidas razones que la política regia me haga combatir contra natura. Por ser vos y vuestros soldados bravos, aguerridos, por ser cristianos como mi alma y porque por mucha victoria festejada, las armas de mi ahora señor Al Mansur ya demandan respiro os propongo un trato. La entrega del Castillo y sus bagages por vuestras vidas y las de vuestros caballos.
- Habláis con palabras que alegran mi castigado discernimiento. Por eso acepto como palabra de caballero cristiano y…

- ¿Y los muertos? Merecen digan y cristiana sepultura.

- ¿Quién es el mozo que traéis a vuestra vera? Decidlo, pues no hablo con mancebos, que los muertos eso ya son, sus almas perdieron y quedan donde cayeron como parte del botín por nuestra benevolente paciencia.
- ¡Mald…
Una mano de hierro casi destroza el hombro de Tello en aquel momento.

- No os preocupéis, aceptamos el trato. Dadnos tregua hasta mañana a la hora sexta, en que saldremos hacia el norte.

- La prima, no puedo daros más. Suerte en vuestra retirada.
Clavaron las miradas antes de darse las espaldas. Don Tello no pudo mas, cuatro pasos dados bastaron para correr a la vera del cuerpo de Don Guzmán. La razón nublada, el dolor transformado en ríos de lágrimas que diluían, limpiaban la sangre del padre seca ya en su rostro inanimado.
- ¡Tello, vamos o el trato se romperá!

Con rapidez cogió la espada de su padre y lo dejó sin perder de vista aquella imagen final de su padre.

- ¡¡¡Juro que haré pagar semejante afrenta!!! ¡¡¡Lo juro por la memoria de los Pérez de Carrión!!!
Dentro del castillo Don Diego comunicó a los hombres el trato negociado y con el respiro que da saberse un día más en esta breve estancia que es la vida, comenzaron los preparativos para la salida a la mañana siguiente. Tello aquella noche como tierno infante quedó dormido agotado en los brazos de Don Diego, que nunca se había encontrado en tal situación. Un hombre que el día anterior había segado la vida de humanos semejantes, hombres que le doblaban la edad ahora lloraba y descansaba como un simple e inocente hijo que había perdido la luz que mantenía la senda de su caminar. La noche avanzaba y la razón del descanso se impuso sobre la vigilia del capitán.
Amanecía,
- ¡Castellanos! ¡Hombres libres de la Castilla de don Alfonso! ¡Orgullo en vuestros semblantes y fiereza frente al infiel! ¡Cuando el sol marque el momento, bajo la protección del Salvador partiremos hacia Toledo como lo que somos!¡Castellanos y libres! ¡Ni una sola flaqueza en cuanto toque salir frente a quienes en justa lid nos vencieron!

Solo se escuchaba la voz bronca y seca de Don Diego mientras su caballo piafaba inquieto por tantos ojos fijos en su estampa y la de su dueño.
- Tello, portarás la bandera como alférez de esta nuestra hueste, que algún día devolverá tamaño dolor a la cristiandad.


Así, con el sol a su derecha ,aún frío como la despedida de aquella tierra que volvía a la media luna la hueste cristiana salía del castillo de Alarcos con destino a Toledo. Comenzaba entonces una nueva vida para Don Tello Pérez de Carrión…

martes, 7 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (4)

Pasaron una larga noche de vigilia, la vista perdida en la negra oscuridad a la que sólo interrumpían los destellos de múltimples hogueras, desde donde alcanzaba el olor a cadáveres en crepitación. Don Diego, y Tello sobre el almenar y don Guzmán en el débil adarve que servía de primer valladar, fundían sus esfuerzos sobre los caídos ánimos de sus soldados. Todos aquellos hombres, despojos de lo que horas antes eran bravos soldados aspirantes a la victoria definitiva, contaban los tiempos que restaban hasta el implacable retorno de astro rey.



Pocos momentos antes de que estos ocurriera, don Guzmán se había despedido de su hijo como nunca en los tiempos que Tello recordaba. Eran sus últimos momentos, donde todo lo que no se ha dicho se ha de decir, donde los reproches se hacen invisibles al mirar de unos ojos que ya nada ven más que lo que de verdad aman.

- Hijo mío, parece quen es este nuestro final, sobre esta tierra que nos vio nacer. He dado orden de que tu quedes en el almenar con Don Diego para así defender este castillo cuando aquí quedemos sin cara que presentar. Quizá nos veamos mañana a esta hora frente a nuestro Señor, quizá demos las cuentas de nuestras vidas juntos. Se asi es el designo incierto que nos aguarda, estoy seguro que el Áltísimo nos permitirá mantener nuestras almas unidas también en su reino.
- Padre…
- Calma Tello, quizá la luz divina de alas a nuestros brazos y al menos uno de nosotros salga de este trance con vida. Pido a Dios que seas tu en tal caso. Si asi sucediese, prométeme que volverás a Villavicencio y te presentarás a tu madre, Doña Sancha. Di a mi esposa lo que mi embrutecido ser por tanta batalla no fue capaz de pronunciar en vida. Dile que la amé tanto como pudieron mis deseos, que la sentí cerca cuando las piernas flaqueaban ante la carga de la caballería enemiga, que sólo el recuerdo de su sonrisa amamantándote mientras Berengaria corría entre sus vestidos me dio alas para llegar hasta esta escala de mi vida, donde creo que mis piernas no me darán para subir a la alejada almena que divisa la vida.
Tello lloraba quedamente, mientras Don Guzmán continuaba aquella confesión de amor ante un hijo al que las piernas le arrodillaron sobre la cada vez mayor estatura de su padre.
- Tello, has de ir a Burgos a visitar a tu hermana Berengaria. Entrégale cien maravedís de oro para misas y ruegos por mi alma, que buena falta tendré allí donde mis presentimientos me llevan. Recuerda, Tello, no olvides nunca que eres hijo de la tierra de Castilla, tierra y reino de hombres libres, donde no hay más siervo que quien ose enfrentarse a nuestro señor Don Alfonso. Cabalga orgulloso y muere con tu espada siempre apuntado al frente de tus deseos.
- Padre, os juro por mi honor que cumpliré con presteza vuestros deseos si logro salir con vida de este trance al que no daré la espalda. No olvidaré jamás vuestro sacrificio por todos. ¡Dadme un abrazo, padre! ¡Un abrazo!
Erguido de nuevo Tello, se abrazaron, se hicieron daño por tanto amor que desbordaba semejante situación. Era una despedida real de dos almas que sólo el cielo las volvería a juntar. Don Tello, que así gusto de llamarle en estos momentos, caminó lentamente hasta alcanzar el acceso a las murallas que conformaban el almenar del castillo de Alarcos. Mientras, su padre observaba con orgullo a su hijo, que tenía en aquel hombre, ya derecho, su razón primera para defender hasta su ultimo hálito la posición sobre aquel ruinoso adarve.
Como decía varias líneas más arriba, la madrugada pasaba, era noche de verano pero los sudores eran debidos a la tensa espera por la amanecida. Y llegó. La prima hora estaba allí, la calma con ella. Pero aquello solo fue un ensueño que falseó la visión, allí estaban, sus huestes en línea de ataque, tras de ellos sus caballeros, andaluces y tuaregs iban en esta ocasión con el Califa Al Mansur al frente. A la distancia justa del alcance de un arquero se detuvieron., Al Mansur junto con dos capitanes suyos se adelantaron enarbolando la bandera de parlamento, a lo que la respuesta fue el sonido del portón abriéndose por el que Don Diego avanzó solo hacía su general victorioso.
- Ala es grande, castellano. Mi nombre es Al Mansur, Califa y general de los victoriosos ejércitos de Ala, quien en su infinita misericordia os conmina a la rendición. Si así aceptáis no seréis encadenados, se os respetará la vida y podréis ser intercambiados por hombres de igual talla que vuestros derrotados hermanos se llevaron a Toledo.
- ¿Y mis peones? ¿Qué les espera a sus vidas?

- La misma que a los nuestros en vuestras manos, la esclavitud.

- Mi respetado jeque Al Mansur. No acepto tales condiciones. Lucharemos hasta el fin de nuestras vidas y que Dios tenga piedad de vuestras perdidas almas.


- Asi sea, pues. No quedará piedra sobre piedra, ni hueso sobre piel cristiana. Que Alá sea con vos. Pero antes de despedirme de un hombre tan valiente desearía saber su nombre.


- Don Diego Lopez de Haro, Señor de Vizcaya y brazo de mi señor Don Alfonso VIII de Castilla.


- Pues bien Señor, lamento conoceros en tal situación y solo queda la justicia de Dios, que sabrá dar a quién lo merezca. ¡Por Ala!


Al galope los almohades volvieron a sus posiciones, mientras Don Diego se incorporó a su puesto defensivo sobre las almenas.
No quedaba ya más que la verdad de la muerte sin tapujos. Gritos de euforia de los peones almohades que se lanzaron en tromba sobre el adarve bajo una lluvia de flechas que los masacraban sin piedad…

lunes, 6 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (3)

Cada mesnada, cada señor organizó a sus hombres en las guardias necesarias para su nocturna protección. Como caballeros y señores de tantas guerras de Dios, sentían que la batalla se ganaría al amanecer del nuevo día. Más, antes que como caballeros, en algunas almas se opta por la victoria al precio que sea y esto fue nuestra pérdida. Tales acciones ya son algo que, varios siglos después de la infausta batalla que les narro, se vive y lamenta en mayor medida, baste hablar con los soldados britanos y su poco honroso proceder en tantos combates librados por nuestro señor Don Felipe allende nuestras fronteras imperiales, en este siglo ya del XVI. Pero continúo con la épica de tal combate.

El califa ordenó armar a los hombres según el plan previsto el día anterior. Sobre la medianoche, con la nocturna traición de una luna que apenas crecía encaminaron de forma ordenada y en calma silenciosa hasta plantarse frente a los cristianos en la raya del puro amanecer, la guardia del campamento cristiano no tuvo ojos para tanto sobresalto. Fue Don Ordoño García de Roa quién avisado por la guardia, alcanzó el primero la loma desde donde se podían presenciar las huestes musulmanas en perfecto orden de combate. Sus cientos de banderas al viento en espera para la justa de Dios era un espectáculo que amedrentaría a quién no se sintiera seguro de su razón.

La alarma se dio como si el fin de la nada comenzara por aquella llanura. Nuestros ejércitos se armaron de forma rápida, sin un verdadero orden de marcha. Caballerías, bagajes mal ajustados, armas apuradas a la cota de malla de forma perentoria. Aún así Don Alfonso pudo arengar a las mesnadas, los gritos de júbilo mezclados entre gestos de sorpresa precedieron a la furia de saberse superiores en número y razones. El ejercito cristiano manteniendo el código de honor ante un reto marchaba hacía el combate. Don Diego, con Don Guzmán y nuestro Tello mantienen la vanguardia, tras de si los alféreces de cada mesnada con sus banderas señalando el lugar del encuentro final.
¡Por Castilla! ¡Por el Rey! ¡Adelante!
Una vanguardia con mas de quinientos caballeros con cinco mil peones al grito unísono del combate ciego cargaron contra las tropas musulmanas que se desplegaron en perfecto orden para recibir semejante ataque. Una lluvia de flechas diezmaron a los primeros castellanos, mas estos continuaban en su carga mortal mientras los infieles permanecían estáticos con su estructura de robusto valladar humano. El choque llegó al fin, las espadas de recio acero probaron el dúctil pero afilado acero del islam. El empuje de los cristianos comenzó a abrir brechas sobre la vanguardia infiel. Relinchos que se confundían entre los gritos de hombres que todo daban pues todo podrían perder.

Don Diego como cuña de acero abrióse paso hasta llegar a una de las banderas del jeque, pero aquello fue a lo que la mano del Dios verdadero pudo alcanzar. Ahí fue cuando el Califa, con el valor que tiene los que en verdad son señores de hombres apareció con sus segundos hasta hacer llegar la razón de la lucha avoz en grito. Sus soldados lo vieron, la situación tornóse en furia árabe, el otrora empuje cristiano se tornó a resistencia mortal. El empuje almohade se convirtió en oleada de un mar encrespado, furioso y sin derecho a cuartel. Don Alfonso, mantenido hasta ese instante en segunda línea de combate, se lanzó a uña de caballo para entrar a combatir junto a sus magnates, a sus peones. Las espadas se tornaron en manos sobre manos enemigas, pies sobre cabezas agonizantes, furia y ceguera sangrienta sobre mas sangre. Don Alfonso, con la furia de la derrota en ciernes inesperada, se arrojó al combate sobre alfanje moro que frente a él se plantara. La situación tornóse de gris a negra cuando el sol, testigo impasible de aquella carnicería despuntaba en su cenit. El séquito del Rey suplicó y consiguió convencer a Don Alfonso de la retirada hacía Toledo.

Don Diego López de Haro, en la vanguardia entendió las señales desde la loma cristiana
- ¡Todos los hombres al castillo! ¡Pecho al moro!
El castillo incompleto de la villa de Alarcos era la salida para dar respiro al Rey en su retirada hacia Toledo. Mientras menos de cien caballeros escoltaban al rey, furioso por semejante derrota y pérdida de tanto valioso paladín en una lucha que ya cuadraba los siglos, Don Diego y sus hombres se retiraban hacia el castillo.
- ¡No, la espalda, no, pecho al moro, por Dios!

El pánico, el terror vuelve ciego a quien se deja invadir por este. Muchos de los peones, de los caballeros, dieron la espalda a las huestes musulmanas, enfervorecidas por la victoria que sentían en sus manos, algo letal pues sus vidas ya solo fueron un mero reparto entre los aceros victoriosos. Aquella escabechina detuvo a los moros por la miseria del saqueo, algo que nadie se libraba de hacer en tales batallas. Esto dio respiro a Don Diego y sus hombres, pudiéndose los que a pecho se mantuvieron, recogerse y presentar cara su vida desde el castillo.
La derrota era ya un hecho, los ejércitos del Califa campaban a sus anchas por los campos de Calatrava, Malagón. Desde el castillo solo quedaba resistir los embates y el ímpetu almohade tras aquella resonante victoria del Islam. Don Diego y Don Guzmán se repartieron lo que había de parapeto defensivo.
- Don Diego, mis hombres y yo reforzaremos el adarve del castillo junto al foso, mientras vos mantenéis la vista y los arqueros de que se dispongan entre las dos almenas. No habéis de preocuparos por nuestras vidas. Esos perros infieles están recogiendo el botín de la sangre de nuestros muertos. Mientras esto hacen, nos alistaremos en las piedras levantadas. Vos mantened el castillo desde las almenas. Si son como espero, les daremos trabajo y acabarán despreciando este pequeño trofeo frente a lo que ya poseen.
- ¡De ninguna manera, no podemos perderos a vos ni a más hombres y el adarve es demasiado débil para sostener la lucha! Moriremos todos juntos por Castilla.
- Haced caso de quien se ha batido ya con ejércitos victoriosos. Alcanzada esta prefieren disfrutar vivos de sus prebendas. Además creo que uno de esos traídores de los Castro está con ellos. Traidor a nos lo fue desde León y ahora lo es con el moro, pero espero que aún su alma sea de cristiano y con la ayuda de Dios quizá abra e ilumine este cielo hoy tan proceloso.
Don Diego miró con orgullo a aquel castellano de honra y valor y con un abrazo metálico rubricó aquella larga conversación en medio de humo, gritos, gemidos y olor a tierra quemada.
- Solo una cosa os demando a vos Don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, y es que si mi muerte se cumple, como así lo supongo, os hagáis valedor de mi hijo Tello. Aquel muchacho que con vos cerró el frente en nuestra retirada. Es fruto de mi sangre y os juro por el honor de los Pérez de Carrión que batirá su acero por vos y por Castilla como lo haré yo hasta mi último suspiro.
Miró Don Diego hacia el almenar donde estaba Tello organizando a los arqueros con maneras ciertas de soldado.
- Os lo prometo, por mi honor y por la vida que me queda. ¡Don Tello, venid, vuestro padre os reclama! Que Dios, nuestro señor os guarde allá donde decida llevaros. ¡Por Castilla!
Se despidieron. Don Diego encaminó sus pasos al almenar a medio construir donde momentos antes Tello mandaba a los arqueros. Tello se cruzó con él, un esbozo de sonrisa pudo Don Diego distinguir entre la cara tiznada de negro por los fuegos y rojo por la sangre mora y cristiana, fruto de la violencia de la guerra entre hombres que se creen dioses por instantes eternos.

domingo, 5 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas. (2)

Estas memorias que aquí presento, comienzan en los estertores de la primavera del año del Señor de 1195. En tales tiempos el califa almohade Abu Yusuf ibn Yakub había aceptado el guante del nuestro rey Don Alfonso, por lo que, rota la tregua con la cristiandad de la Hispania era un hecho la llamada a la guerra santa en todo el norte de África, base de su inmenso imperio. De todo este acudieron en masa, sudaneses, masmudíes, gomaras, agzases, tuaregs, zenetes, todos unidos por la voz de su califa, como representante de su diabólico dios. Así, como un inmenso y temible ejército, se plantaron en el estrecho que separa la Hispania de la incógnita África.

Don Alfonso VIII, mientras tanto, convocó a sus magnates con sus mesnadas, a las milicias de los concejos y a las órdenes militares que sustentaban los castillos mas avanzados en primera línea frente a los almohades. Allí, en Toledo, junto a su rey, Don Guzmán Pérez de Carrión, como uno de los brazos nobles de Castilla, prestaba éste a la defensa y gloria de Castilla frente al Islam.


Don Guzmán, hombre de estirpe noble, cuyos antecesores ya estuvieron en las cuitas entre los reinos cristianos de don Alfonso VI de León y su hermano Sancho de Castilla, era hombre de importancia estratégica para su rey, pues poseía como tenente el Castillo de Villavicencio en el Infantado, verdadera tierra de luchas entre hermanos cristianos; fornido castillo que Don Alfonso se lo encomendo para su defensa del codicioso rey leonés.
Hombre de pequeña estatura, enjuto pero de nervio de acero como su espada y la armadura que gustaba portar en sus algaras sobre tierras enemigas del Rey. Tuvo un hijo y dos hijas, la mayor Berengaria a la que casó con Don Pedro de Trastierra, caballero de estirpe noble de la casa aragones, su otra su hija, la menor, Urraca que ingresó en el Monasterio de las Huelgas Reales hacía ya cinco años, tan sólo dos después de la fundación del monasterio por su majestad la reina doña Leonor.

Pero Don Guzmán tuvo a su primogénito, Don Tello, y eso le llenó de sueños su vida. Desde que su hijo comenzó a levantar mas altura que la hoja de su espada, este ya no abandonó la grupa de su cabalgadura hasta que le hizo traer un caballo de Al Andalus, aprovechando una de tantas treguas que se daban los reyes para curarse las propias heridas de tantas guerras entre si.
Don Tello heredó la tez clara de su madre Doña Sancha de Nava perfilada en su rostro por su sonrisa siempre apostada para salir en cualquier ocasión desde aquellos prominentes labios, la pequeña nariz de los Nava que se perdía frente a su mirada profunda, directa y sin tapujos a la hora de demostrar su limpieza de corazón. Una densa melena de pelo negro vestía su cabeza como la de su padre, a la que la grasa y el polvo del continuo cabalgar daba un aspecto de hombre ya hecho. Eran ambos un perfecto conjunto que compartían todo con Don Tello siempre a la vera de Don Guzmán, su padre, como si de su alférez se tratase.

Esto así era cuando aconteció el desastre más inesperado de aquellos finales del siglo. Los ejércitos del Califa arañaban leguas hacia el norte y Don Alfonso hacía lo imposible por acumular hombres y pertrechos para acometer lo que creía una victoria definitiva. El 13 de Julio del año del Señor de 1195 el califa decidió recomponer su ejército deteniéndose en la villa deCongosto, lo que le dio a Don Alfonso algo de tiempo para mover a sus mesnadas hacia el sur hasta alcanzar la villa de infausto nombre, la villa de Alarcos.
En Congosto el califa estableció su plan de batalla en el que al mando de uno de sus jeques y en vanguardia los andaluces, árabes, zenetes, agzases y mazmudes iniciarían el ataque contra los castellanos. Mientras, el califa quedaría oculto en un lugar próximo a la batalla con los almohades, los negros y los hombres de su guardia para entrar por sorpresa en el momento oportuno. Con tal estrategia los ejércitos del Islam se pusieron en marcha hasta quedar cercanos a la villa de Alarcos, acampando a la vista unos de otros. Lo mejor de cada reino o imperio estaba allí.
Aquella mañana del 17 de julio Don Guzmán había estado en el consejo del rey para organizar el plan de batalla. De este salió con el privilegio de ir a la diestra de Don Diego López de Haro en vanguardia de las tropas. Como no iba a ser menos, su hijo Don Tello armaría su brazo en el mismo flanco.
Don Guzmán siempre fue hombre parco en palabras, aunque gustoso de compensar estas con gestos que su hijo apreciaba como regalos divinos hacía su persona.
- Tello, ensilla tu caballo, en poco tiempo sonará la llamada del rey para combatir. Don Diego nos espera en vanguardia. Hijo mío solo te pido que seas digno de tu estirpe y defiende con la vida a tu rey, pues con ello lo harás de la cristiandad.
Don Guzmán, enfundado en la cota de malla como su verdadera piel, fundió su enjuto y nervudo cuerpo ya de tacto metálico contra el de su hijo que, a sus 16 años, veíase camino de alcanzar mayor estatura si la vida le daba oportunidad. No hubo lágrimas, solo fuertes sentimientos entre golpes rudos de espalda. Aún Don Guzmán tuvo palabras para su hijo.
- Recuerda que en la batalla tu destino será abatir sarracenos, defender el flanco de Don Diego, y a nuestro señor Don Alfonso, si éste corriera peligro en tu zona de acción. Vive y muere, pero no des un paso atrás sino fuera por orden real. Ahora prepara tus ropas y que Dios sea piadoso con nuestras almas.

Tello deseaba decir a su padre que lo quería, sonreir mientras esto hacía, pero sabía que su padre lo tomaría por flaqueza así que agarró su antebrazo con el de su padre y dijo lo que su respeto y temor filial le permitía.
- Padre, no os defraudaré, os lo prometo.
Con orden y bien armados los ejércitos cristianos presentaron batalla en los llanos de Alarcos frente a las mesnadas del califa. Aquél día estos no presentaron batalla, lo que hizo de aquella jornada un vano ejercicio ante el implacable sol que en aquellas calendas luce en los extremos del sur de la Castilla Novisima. Al declinar el día, los castellanos regresaron agotados por el calor y el peso de las armas que sus cuerpos mantuvieron en posición de combate ante los infieles que como cobardes quedaron ante nuestro Señor por los siglos que quedan hasta el juicio final.


Pero la medianoche del 18 de julio estaba cerca…

sábado, 4 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas. (1)

Fue hace una semana, quizá diez días, no estoy seguro del tiempo que ha transcurrido desde entonces y es que ha pasado este como mesnada que huye a uña de caballo tras derrota frente a cruel enemigo, algo que se le supone a quien lo es. Caminaba hacía la estación del ferrocarril para llegar a mi casa después de una jornada de un trabajo con sus subidas y bajadas de actividad, cuando vi al subir al andén algo que parecía una bolsa de tela vieja como cuero machacado, desgastado por el tiempo, de la que sobresalían también algo parecido a libros viejos.

No pude reprimir mi pasión sobre lo impreso y encuadernado y me lancé al grito virtual de ¡banzai¡ sobre los raíles a punto de ser sobrepasados por el cercanías de turno. Me hice con la vetusta bolsa, entre miradas asustadas y de desprecio de los que esperaban el mismo tren que yo. Aquello me daba igual, la gente que a uno le rodea en este desierto que es una ciudad superpoblada de humanos conectados a ipod a todo volumen, de manos sujetando periódicos gratuitos de la mañana, de miradas en continua evasión de la realidad, es un un erial que no merece la pena tenerlo en cuenta.
Con puntualidad el cercanías de las 15:20 partió hacía Gijón, yo me acomodé en la parte trasera del último vagón y comencé a manosear aquellos libros apergaminados intentando no dañar sus hojas. Me asusté, parecían incunables que algún ladrón de poca monta había arrojado a la vía, al ver que su hurto no cumplía las expectativas de lo esperado. Supuse que aquello eran libros y legajos de la biblioteca provincial o de algún museo de la capital, así que decidí guardarlos hasta llegar a casa donde podría desentrañar ese misterio que hacia ir cada vez más lento a aquel cercanías hacía su destino.

Por fin subí las escaleras, aún no había nadie en casa así que me desvestí y me puse cómodo intentando que ese momento me transmitiese calma a mi atormentada ansia por hincar el diente a semejante hallazgo. Abrí la mesa de la cocina, sobre su tablero fui sacando aquellos legajos que creí leer en mi latín del bachillerato, “Crónica de Veinte Reyes”, ”Historia de rebús Hispanie sive Historia Gothica”, “Rawd al-Qirtas”. Conté más de diez códices, legajos que en mi ignorancia parecían auténticos; mis nervios comenzaron a dominar sobre mis sensaciones. “Tengo que dar parte a la policía” pensé mientras seguía separando tanto documento milenario.


Todo se detuvo cuando, entre aquellos legajos de un latín y una caligrafía inalcanzables a mi profano entendimiento, apareció un libro encuadernado en tapas blancas como hechas de alguna pasta que indicaban una época mas cercana a la que este atribulado narrador habita. Su estado era bueno y estaba escrito en castellano antiguo entendible de una forma aceptable por mí. Su título decía así “Memoria histórica de la vida y acciones de Don Tello Pérez de Carrión, caballero de Calatrava”. En su página de inicio se databa el libro como impreso en 1587. “Creo que las autoridades podrán esperar un poco más”; eso pensé y ya mis sueños volvieron a mezclarse con la realidad, pues lo que ahora les contaré no sé si lo hizo el tal Don Tello o un servidor al cerrar cada capítulo de aquella existencia, dura, donde la vida o la muerte descansaba en el filo de una espada y en la suerte del que la posee.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Tiempos de Añoranza

Viejos sueños que a mi vuelven, que quieren regresar
eternos deseos que con lujuria los añoran, los quieren añorar.
Tiempos de alisios, tiempos de mares sin explorar
para un alma inquieta y ansiosa de mar.

Sobre un hogar metálico portador de vida y alma mortal
ahíto de ruidos suaves que endulzan el externo bramar,
escuchar susurros que demuestran que está vivo, que sabe respirar
que navega sin arredros en imitar al furioso Eolo en una bocanada letal.

Mis sueños se saben despiertos y sedientos de sal,
de mar mezclada entre hierro oxidado y pintura naval
de lucha y tensión frente a un dios furioso voluble y cruel
que desprecia a quienes lo aman y se sienten parte de él.

Mis sueños siempre despiertos me dicen que todo regresa,
que todo vuelve donde su vida comenzó sin posible elección.
Es esa la ultima razón, la verdadera motivación, el fin de esta turbación.