martes, 31 de marzo de 2009

No habra montaña mas alta... (2)

…La sacristía quizá fuera el lugar más frío de aquella iglesia. No se encontraba en ella más que el mueble para colgar las escasas casullas pegado a una de las gruesas paredes, en el centro dominaba una mesa tosca de roble a la que le hacían cerco tres sillas de diferentes facturas. Sobre la mesa un crucifijo de plata de mejor acabado que todo lo descrito antes presidía aquella espartana estancia. Don Román la invitó a sentarse mientras el rebuscaba la casulla para los oficios de primera hora de la mañana.

- ¿Y bien Doña María? Usted dirá lo que desea conversar.
María, roja de vergüenza por el trago que sentía que debía pasar ante aquél hombre de doble rasero comenzó sin dilación.
- Padre, mi familia no puede más, con las demoras en los pagos he conseguido juntar algo de dinero gracias a los trabajos que usted en su infinita bondad ha logrado que las gentes me ofrecieran. Hace pocos meses que tuve que sacar a Daniel de las “lecciones” para ganar algo de jornal en lo que creo que puede darle futuro que no es otra cosa que la pesca. Aún así no podré pagar las deudas contraídas por mi difunto marido que en paz descanse y vengo a rogarle ayuda de cualquier tipo ya no para mi persona sino la de mis hijos que merecen un futuro mejor…
No pudo más, la angustia le cerró la voz entre sollozos.
- Doña María, bien se de vuestra situación que tanto me aflige, máxime por haber conocido a Gaspar, fiel entre los fieles, trabajador y hombre emprendedor como falta nos hace en estas Asturias tan faltas de hombres así. He ido analizado las posibilidades y creo que tendría para tus hijos salidas válidas y prometedoras si comparamos la situación que ahora corréis. Vuestro hijo menor, Miguel, creo que sería un buen religioso en cualquiera de las órdenes a las que desde aquí podría recomendar para su ordenación.

Los ojos de María interrumpieron tal ofrenda seguramente cargada de nefando interés por parte de Don Román, pues todo el mundo sabía que aquello era ingresar a su pequeño como esclavo en un mundo donde las clases se multiplicaban por mil.

- Con el debido respeto a vos, padre, creo que Miguel bien puede esperar por tener tal destino…
- Bien, bien pero en verdad que no habéis de encontrar muchas posibilidades donde elegir tal y como se ciernen vuestros destinos, pormto los pagos se harán efectivos y vuestra casa será lo primero que perdáis. Hay otra posibilidad para vuestro hijo Daniel que con sus diez años podría aprovechar. La familia de los Aller y Suardíaz viajarán el mes de Abril hacía Sevilla, pues cumplimentan el despacho del Rey como séquito administrativo del Virrey partiendo con destino a La Habana. Necesitan un criado y qué mejor que alguien conocido y paisano de ellos. Sé que son buena gente y darían una oportunidad en el otro hemisferio a vuestro hijo. La manutención un mínimo sueldo para él y una válida compensación que podríamos compartir la Iglesia y vos por cederle a vuestro hijo.


Aquella oferta le dolía aunque en menor medida y si la compensación tras el descuento del párroco saldaba sus deudas al menos daría una oportunidad a su otro hijo.

- Padre, os doy las gracias por vuestros encomiables esfuerzos. Si me permitis tras la celebración del domingo os daré respuesta de esa última propuesta cuando sepa si tal compensación salda mis deudas y el dolor de mi hijo por la separación es humanamente asumible por él.

Se despidieron y con la dignidad de quién fue alguien en la villa, María salió de la Iglesia de San Pedro con Miguel de la mano dando pequeños saltos de alegría por el tiempo de juego extra que tuvo aquella mañana de regalo con el monaguillo de Don Román.

Cuando todo esto comenzaba a marcar las vidas a fuego vivo sobre el alma de María la mar mantenía las manos de Daniel entre las redes entretejidas empapado mientras un buen banco de jureles entraba por la borda para dar un golpe de riqueza corta pero gratificante a todos los que luchaban entre las olas del Cantábrico.

- ¡La jornada esta lista! ¡Rumbo a Gijón, sin demora!

La voz del patrón era clara, mientras unos arranchaban el aparejo de pesca, otros estibaban aquel tesoro aún vivo y los restantes enfilaban al proa contra el cerro de Santa Catalina. Daniel estaba orgulloso, no esperaba mucho de la ganancia pero sabía que sería más de lo que había conseguido en las singladuras pasadas. A pesar de la panza repleta de jurel, el pesquero cazaba el viento como fragata cazadora y la protección del Cerro enseguida los obligó a sacar los remos para abarloar el pesquero junto al pequeño cabañón a modo de rula donde sacar la pesca.

Pocas horas después Daniel con el atardecer empuñando la cortina de estrellas que daba carpetazo al día entraba en el hogar donde le esperaban María y su hermano Miguel frente a un fuego sobre el que el caldero hirviendo y oliendo a laurel abría las ganas de comer a un muerto.

- Hola Madre. Hoy ha sido un gran día. Hicimos la pesca del mes. Parecíamos hundir con tanto jurel. Don Mariano me entregó lo pactado y diez escudos.

Con orgullo vació la bolsa con cinco monedas de dos escudos. La efigie de Don Felipe el quinto parecían sonreír en medio de la escena. María orgullosa por él los recogió en silencio y con un gesto los sentó alrededor de la mesa. Aquella noche la sopa sería el preludio de dos jureles frescos y de un sabor que no podrían envidiar la cocina del Palacio Real.

- Daniel, el domingo es el cumpleaños de Miguel y haremos una fiesta especial gracias a tu esfuerzo.

Miguel lo celebró golpeando la cuchara de madera sobre la mesa mientras María besaba a Daniel. Hacía muchos meses que no sentían el calor familiar junto a la sensación de bienestar y aquella era la primera vez desde tanto tiempo. Terminaron de cenar, ella los besó y Daniel se llevó a Miguel a la cama mientras le iba contando contaba el gigantesco tamaño de las olas y la red cargada de jureles contra la que se hizo tantos cortes en las manos. Ella los miraba y se retorcía de dolor al imaginar verlos separados.

¿Qué hacer? ¿Perder la casa, perder la salud sin lograr progresar, aunque uno de los dos fuera? Ella se sentía joven, sus 28 años y la fuerza del maldito destino hasta ahora escrito por los dioses la habían devuelto las ganas de empujar contra todo por sus hijos y por ella. Don Román deseaba sacar el dinero y algo más de ella, pues mujer era y aquello ya presentía desde hacía algún tiempo. Perdido a Daniel quizá salvaría la situación o quizá la miseria golpease con más dureza y no quedase más vida que la leída tras las pupilas del párroco.



“Quedan seis días hasta el domingo en el que habré de dar una respuesta a Don Ramón, son seis y en esos días lograré encontrar la respuesta como digna esposa de Gaspar Fueyo soy”

domingo, 29 de marzo de 2009

60 minutos, ¿De reflexión o de hipocresía?



Llevo una semana entera de trabajo hasta el final de cada día y tras este mi cabeza seguía embebida en las decisiones tomadas, las que se han de tomar y si ambas navegan en la senda de la correcta enfilación. Llega de tal guisa uno al fin de semana sin muchas ganas de escuchar diatribas de “tertulianos” radiofónicos o imágenes de los logros de esta sociedad tan avanzada que permite las eternas injusticias desde las sempiternas manos, aunque con la tecnología más desarrollada para así seguir manteniendo un status de equilibrio entre la miseria y la riqueza sin estridencias en la generalidad.


Quizá en el fondo del mar igual que a cien kilómetros sobre la superficie terrestre todo estos devaneos con la realidad fueran innecesarios como también las pasiones humanas que los producen y será por eso por lo que allí no vivimos sino aquí, sobre Gaia. Hace ya algunos millones de años que este famoso casero nos abrió sus puertas a la vida con un contrato de principio perpetuo, permitiendo el desarrollo de la vida en estado puro. Es esta vida que en su grado sumo de libertad dio por rey de la finca a una especie dotada de capacidades que la llevaron a las cotas nunca antes conocidas de desarrollo técnico para el bien y el mal. Lástima que en tales cotas de desarrollo a este humano la soberbia le llevó a despreciar al dueño de la finca y arrogarse con creer ser la especie elegida por un dios elegido a su imagen y semejanza en algunos, en otros reencarnado en su esencia y así sucesivamente, siempre sin aceptar la vigencia del contrato del verdadero dueño de la finca de nombre Gaia.


Las mentes ahora vigentes quizá no estén concienciadas pero lo que si están es asustadas pues hasta en los templos de gruesas paredes ya se empieza a notar los rigores que la fuerzas de la naturaleza empiezan a plantear. Los avisos ya han comenzado con pequeños toques en los que se atisba levemente que la salvación divina no solventará el contrato de vida eterna en la tierra a los que de verdad están vivos. El veneno de la frase “creced y mutiplicaos” ha calado de tal forma que con su cumplimiento extremo no habrá energía que lo sustente, no habrá alimento que lo sacie, no habrá tierra que permita semejante locura. Sin embargo la prole del inquilino no para de crecer, (gracias Ratzinger y colegas del mismo negocio en distintas versiones), y el dueño de la finca comienza a enfadarse.


En la parte alta de este imaginario “triplex” terrestre que tenemos en alquiler seguimos dilapidando sin controlar el gasto. Tranquilizamos nuestras conciencias con un reciclaje propio de los setenta en los procesos industriales, (end of pipe). Todos sabemos que esto del reciclaje es la coartada para seguir comprando más y más envuelto en vistosos materiales que luego ya reciclamos. Nadie se ha planteado que reciclar supone generar un depósito donde llevar el residuo, un trasporte que lo lleve a una planta de reciclaje y tratamiento y con el resultante mantener un depósito de residuos ya inertes. ¿Cuánta energía supone eso? Nadie os lo dirá. ¿Cuánta energía de las térmicas de carbón, de la plantas de ciclo combinado de Gas natural, de las nucleares de turno, etc…?


Nadie se queda con las famosas “TRES R”, que además de la última conocida por todos a la perfección que dice “reciclar”, le preceden las de Reducir y Reutilizar. Pero quizá no interese tales vocablos a una economía basada en el consumo reducir este o reutilizar lo que uno dispone en otros usos. Lo interesante es hacer gestos al tendido como lo de los 60 minutos por el mundo con los que tranquilizar la conciencia, algo tan poco imaginativo como resultón, similar a los gestos tan vistos y tan tradicionales de la oración y la esperanza en una fe divina que confía en los dictados de un dios al gusto de cada civilización que nos protegerá del dueño de la finca, pues ya se encargará de castigar de forma individual al que mal se comporte aquí y premiará al bueno allá. Así nos olvidamos del problema real, pues este mundo tan solo es un valle de lágrimas.


¿Qué hacer? A veces creo que nada y las más me conformo estar a bien con mi conciencia, pues creo que no queda mucha salida a nuestra estancia en la tierra. Los saurios dominaron la tierra y desparecieron no sé si bajo un diluvio, por un meteorito o por lo que fuera, nosotros dominamos la tierra, pero creo que Gaia se está hartando y no recibe buenas vibraciones de cambios desde nuestro lado.


Luchar por un mundo más justo es algo complicado porque la justicia aún no es universal. Esto hace que los niveles y puntos de vista de esta sean tan diferentes que uno contempla combates y “justas” por la fe, por la igualdad, por la verdad que no acaba de entender. Vivimos ahora una crisis brutal los de los pisos altos del Triplex, los del sótano siguen sufriendo como sufrían. Aprovechemos la crisis para mirarnos hacia dentro, guardemos en la memoria los miedos a la pérdida de la seguridad económica y laboral para ser cautos, para reducir el consumo y con ello el derroche de la energía que solo acarrea destrucción a futuro; reutilicemos las cosas que nos rodean, intercambiemos entre nosotros el valor humano de nuestras capacidades sin ansia por el lucro.


Es todo tan simple como hacer lo que uno sea capaz de hacer, pero de forma constante y sin aspavientos de un progresismo que raya en el puro lucimiento de lo políticamente correcto o de guitarra y canciones de iglesia dominical. Ánimo y adelante, mirad a vuestro alrededor, hay miles de cosas que podemos esforzarnos por hacer.


Hay otra frase que dice que un grano no hace granero pero ayuda al compañero.

sábado, 28 de marzo de 2009

No habrá montaña mas alta,...(1)

La primavera como un verdadero ejército de luz y frescor, de viento y lluvias refrescantes alcanzó al fin con victoria total sobre el manto de hastío invernal el Gijón que se dibujaba aún pequeño y recogido sobre si en el año de 1722. La guerra de sucesión había terminado hacía casi una década, pero sus huellas se podían leer a lo largo del reino ahora Borbón.


La primavera reinaba ya en aquél hemisferio, pero en la casa de los Fueyo y Liébana el invierno hacía mas de un año que se había instalado con armas y bagajes resistiendo cualquier asedio temporal. Mientras la pequeña ciudad comenzaba a resurgir de sus cenizas mediante la agricultura, la pesca y el leve comercio marítimo con el resto de puertos del Golfo de Vizcaya, en la cabaña de los Fueyo nada había cambiado desde un fatídico 24 de diciembre de 1720 en el que el duro oficio del cabeza de familia Don Gaspar Fueyo y Llamón, patrón del “Nuevo Cristo de las Luces” le hizo perecer junto a sus compañeros de oficio bajo los golpes de viento y mar a pocas millas del cabo de San Lorenzo.



Don Gaspar, recio marino de una vieja estirpe de pescadores había logrado con su esfuerzo y el de su joven familia emprender una nueva vida como armador y patrón de aquella pequeña embarcación, un bajel de un solo palo que aparejaba una vela latina en el palo mayor pudiendo izar un foque al bauprés que orgulloso miraba a proa de su fino casco de madera de roble asturiano. Había empeñado todos los ahorros presentes y futuros y como garantía era suficiente su nombre y palabra. Con semejantes argumentos no hubo carpintero de ribera que se negara a construir la nave.



Como escribía unos renglones más arriba, el 24 de diciembre de 1720 el “Nuevo Cristo de las Luces” trataba de ganar terreno a un temporal propio de la estación invernal. Lluvia y viento arreciaban del oeste contra su proa, la bahía que daba nombre al Cabo de San Lorenzo se podía ver con la luz gris del mediodía en los momentos que patinaban sobre la cresta de una de las infinitas olas que arribaban desde más allá del Cabo de Peñas. Daniel con su hermano Miguel aferrando su manita de niño de cinco años a la de él observaban desde lo alto del cerro de Santa Catalina el desigual combate. Faltaban dos veleros por arribar a casa y uno era el de su padre. María Liébana, su madre, sabía que era inevitable prohibirles subir al Cerro y abandonó el hogar en el que entonces vivían cercano al Palacio de los Jove - Hevia en plena bahía para buscarlos. El temporal arreciaba y una pulmonía, una neumonía o cualquier cosa que terminase en ese terrible sufijo sobre cualquier infante significaba muerte segura.



Cuando llegó al cerro sin pérdida alguna se encontró con sus dos hijos empapados e hipnotizados.



- ¡Miguel y Daniel! ¡Volved a casa, vuestro padre arribará pronto!



Sin mirar a su madre, Daniel apuntó con su brazo libre al punto donde de forma intermitente se distinguía el bajel de su padre. Sin dificultad pudo distinguir la vela a modo de tormentín en el estay de proa con sus colores azul y blanco que distinguía el barco de Gaspar de los demás. Como un embrujo de nuevo el silencio los cubrió y los dos niños de 8 y 5 años se aferraron a las piernas de la madre mientras grababan las imágenes de la lucha por la vida que se entablaba a menos de dos millas de donde ellos se encontraban. Una vida que era suya por la sangre y por la esperanza que los brazos de Gaspar infundían cuando los cogía y apretaba al despedir cada noche en sus jergones de paz y sueños.


Los malos presagios, quizá los que siempre acaban por cumplirse, lo hicieron de nuevo esta vez. Un golpe de mar se adelantó en su embate sumándose a la ola que lo mismo hacía de forma impune sobre el costado del barco. El palo, con el olor aún reciente a la savia que le dio la vida, partió arrastrando cables, batayolas y a quién encontrase en su camino de muerte. Un golpe como el de un rayo propio del temporal sacudió los tres corazones que palpitaban desbocados y al unísono sobre el Cerro. Por pocos que fueran los años de Miguel y Daniel, ambos sabían con la certeza de quien ya viste la sal en la piel que la nave sería ya pasto de los bajíos del Cabo de San Lorenzo. La madre con los niños aferrados a ella corrió hacia la playa donde otros familiares con hombres a bordo, marineros que habían logrado arribar con vida esperaban el fatal desenlace.


Nadie olvidó aquella terrible jornada en la pequeña villa marinera, donde una sola vida perdida significaba además del enorme dolor general una pérdida irrecuperable en el valor futuro de la comunidad. Tras los funerales y las condolencias que inundaron el aire que respiraban plagadas de muestras de solidaridad, la familia de los Fueyo Liebana volvió a la cruda realidad de las deudas contraídas por la compra del “Nuevo Cristo de las Luces”. No había recursos suficientes entre los cuatro muros de su hogar, los brazos de una mujer en aquella situación poco podrían hacer para pagar el volumen de tales deudas. Con la mediación del padre Román los acreedores, sobre todo Rufino el carpintero autor del difunto pesquero, accedieron a dar un año de demora en el pago de las deudas mientras María lograba encontrar una solución digna a su grave situación. Ahora tocaba replantear una vida que siendo siempre ruda, dura y sin piedad prometía otras metas que las fijadas hasta aquella Nochebuena del 1720.


Tras un año en el que María intentó trabajar, en el que consiguió alargar las jornadas a límites temporales que superaban los reales la situación no se aclaraba y los acreedores habían olvidado las promesas hechas frente al cuerpo inerte de Gaspar Fueyo y después ante el párroco de la villa como sumisos feligreses. Desde noviembre de 1721 Daniel había embarcado como marinero para todo a bordo de uno de los pesqueros de la villa. Era el último de la tripulación y eso le proporcionaba las migajas de las ganancias diarias, muchas veces míseras de inicio para todos aunque al menos podían comer sin desembolsar nada gracias a su trabajo a bordo.


Entró el nuevo año 1722, el frente de la miseria se presentaba cada vez más firme, extenso y con moral de victoria sobre las tres almas que malvivían con las fuerzas y el ánimo rayando las cotas más bajas de sus vidas. María sabía que tal mal de enorme trascendencia iba a requerir de decisiones de igual envergadura. Pasada la Epifanía resolvió pedir consejo a Don Román, el capellán era quien de alguna forma podría encaminar alguna luz en aquél tétrico y alargado túnel que parecía no tener fin. No esperaba nada para ella pues sentía que su felicidad residía ya en la propia de sus hijos y eso la reconfortaría hasta el fin de sus días, no deseaba más de la vida.


Tras despedir a Daniel antes de que el alba abriese el día, María rezó como siempre en los que rogaba que cuidasen los cielos de su hijo frente a la madrastra títere del cruel Poseidón sobre la se jugaría el sustento. Una “señora” que ya le había robado a su marido y en un capricho de su fatal destino podría robarle a su primogénito también. La luz del amanecer la sorprendió en las tareas de la casa, tras desayunar en silencio abandonó la casa y con el pequeño Miguel a punto de cumplir los siete años encaminó sus pasos a la iglesia de San Pedro.


La iglesia firme sobre la roca que frenaba los embates del Cantábrico dándole la espalda como queriendo demostrar su querencia al hombre y el desprecio a la furia inhumana de los elementos esperaba a María con los pórticos abiertos. En silencio atravesó con aprensión las imágenes colgadas de los exvotos con las formas de las naves que salvaron sus cuadernas y las vidas de los hombres que las tripulaban en alguna situación de peligro mortal. Nunca le gustaron, pero desde la muerte a pocas millas de aquel lugar de su Gaspar dejó de creer en tales “hechizos” en que se convirtieron para ella, aunque nunca se atreviera a nombrarlos de tal manera a voz real.




Don Román se encontraba gesticulando de manera aviesa al monaguillo que intentaba recoger algún objeto que yacía roto en el suelo cuando notó la presencia de María y Miguel.


- Buenos días Doña María. Tan pronto y ya en la casa de Dios. ¿Se os ofrece algo?


- Don Román vengo a pediros consejo


- No faltaba más. Acompañadme a la sacristía. ¡Dámaso, quédate con Miguelín y cuídalo mientras hablo con su madre!...

viernes, 20 de marzo de 2009

Viejas Historias sobre Cuentos Reales (y fin)

…La comida trascurrió en calma, en la mesa del capitán y los “primeros” los esfuerzos por hacer grato el retorno a la realidad no lograban fructificar en el ánimo del marino alemán. Después de varios días era la primera comida en la que no era necesario fijar las sillas al suelo y era posible mantener una conversación sin estar pendiente de la cubertería ni objeto no sujeto al barco. Los golpes eran ya los normales en aquellas latitudes, ahora ya solo era cuestión de no toparse con algún submarino de su majestad el Kaiser alemán al que enseñarle los papeles falsos de una carga destinada a sus archienemigos de la pérfida Albión.


Alejandro continuó con sus labores, pues el marino alemán parecía haber asumido la lluvia letal de la verdad entre sus ruinas. La mar gruesa paso a fuerte marejada, algo que para la latitud y la época del año podría sentirse como una encalmada. Poco a poco la tripulación se recogió en su rutina diaria, sus guardias, la vigilancia ante el ocasional enemigo metálico silencioso como verdadero lobo en medio de un bosque del Pirineo, y es que los submarinos alemanes en su ansia de bloqueo al inglés no daban navío por neutral. La cocina trasegaba olores a cada rincón metálico de aquella pequeña aldea sobre el desierto líquido que es la mar durante semanas y meses entre sol, nubes, estrellas, viento, luna y la dura brega contra la siguiente ola.

La guardia del segundo es casi siempre la más tranquila en cualquier buque mercante, pues transcurre entre las 12 y las 16 que son las horas posteriores a la comida y en la que la luz del día tranquiliza y asegura algo más la navegación. Sobre las 14 horas Alejandro con sus labores de marmitón cumplidas y su pensamiento girando a mayor velocidad que las propias emboladas de aquellas tres expansiones que impulsaban al “Gorbea” decidió salir a cubierta para enfriar sus tribulaciones. La escotilla a popa desde la cocina daba salida libre frente a la bodega nº 2, el tiempo había mejorado, aunque el viento y la humedad se clavaban como astillas en los huesos. Los cinco nudos de rumbo noroeste en plena navegación “a la capa” concedían un ritmo suave y cadencioso a los balances del buque. Poco a poco logró subir al castillo de popa y acomodarse entre las maromas de la maquinilla de la maniobra de estribor.

Desde aquella posición, al abrigo del viento, podía contemplar la estela del “Gorbea”, tal que una recta de color blanco que se hubiera pintado sobre montañas respetando su relieve y sentir al mismo tiempo el latir del mercante bajo sus pies, donde sus hermanos vomitaban a paladas el carbón sobre las dos bocas que lo devoraban, mientras de forma mágica convertían el agua en puro vapor como sangre de un corazón que imprime su pulso para impulsar el resto del cuerpo. ¿Habría tomado la decisión correcta cuando abandonó el pueblo? ¿Era esa la vida que soñaba para él y quién con él se arrojara al devenir futuro?

De pronto una mano vigorosa le cogió el hombro. Era el Capitán Imre, su rostro mostraba un aspecto más sosegado; tenía la sien arrugada y la frente plagada de surcos morenos del mismo sol, algo que demostraba que aquellos ojos azules habían visto muchas millas hasta aquél día. Con la seguridad de quién se siente parte de ese mundo se apoyó en la regala que cerraba la popa del “Gorbea” justo frente a Alejandro con una media sonrisa que reconfortó el corazón de Alejandro.

- Muchacho, te llamas…
- Alejandro, Alejandro Idoeta. Soy el marmitón del “Gorbea”…
- Tranquilo, Alejandro, sé quién eres. Eres quién me ha sacado de semejante sima de oscuras premoniciones. Quería darte la gracias personalmente, el mayordomo me ha dicho que habías salido a cubierta así que me ha venido tras tus pasos. Gracias otra vez.
- No hay por qué darlas, capitán.
- ¡Capitán! Qué bien suena eso, pero ya no lo soy. Ya nunca podre decir tal cosa. Abandoné mi nave.
- Capitán… Señor Imre, usted no la abandonó, nosotros lo sacamos contra su voluntad.

Aquél hombre lo miró con gesto condescendiente, pero su gesto cambió y fue ensombreciendo aquellos ojos azules. Un golpe algo más de través de alguna ola retrasada roció su cara de gotas como queriendo disimular las gotas hermanas que brotaban de sus ojos.

- Hijo, vosotros salvasteis mi vida pero yo había muerto por el miedo hacia varias horas. La muerte de mi compañero Erich, el jefe de máquinas, con quién compartí toda una vida, contemplar su gesto inanimado bajo la chumacera destrozada por la explosión me bloqueó. Nada me importaba ya en aquellos momentos. Los hombres al principio me miraban esperando una orden, pero no fui capaz de articular palabra. Subí al puente y me rendí sobre la rueda del timón. Solo deseaba que una ola me tragase. Los hombres decidieron tomar la iniciativa y os encontraron. Por más que vuestro capitán intentó convencerme no quise aceptar vuestro remolque, ya nada me importaba salvo descansar al fin con mi hermano Erich bajo las aguas del Golfo. Ahora que veo las cosas dentro de mi propia consciencia, que las siento como hombre y marino que soy deseo que sea la tierra quien me trague en alguna mísera esquina donde purgar este pecado en el que caí. Algo a lo que nunca le concedí importancia, que no es otra cosa que desfallecer en el verdadero momento de tu vida, cuando has de decidir lo que de verdad importa ante ti y ante tus semejantes con los que compartes las horas del día y la noche y están a tu merced.

Alejandro lo escuchaba como el alumno frente al catedrático de la mayor universidad del mundo que es la pura Vida.

- Estas últimas horas te he sentido cerca de mi pobre existencia y entre tanto dolor por perder lo más querido después de las vidas de mis hombres quisiera dar por lo menos fe de lo que he aprendido en tantos años de vida en la mar. Alejandro, por lo que he sentido en tu presencia eres hombre decidido y a pesar de las dudas que intentan vencer tu coraza aún frágil estoy seguro que te protegerá de lo que te espera. Con tu decisión si continúas en esta forma de vida me juego la poca vida que pretendo a que partirás mares y llevarás muchas vidas, tantas como desees. Se siempre tan leal y cumplidor como lo has sido ante mí y el final de cada singladura te será favorable siempre, pase lo que pase. Cuando la vida te apure como esa ola que parece insalvable piensa que si la afrontas con calma y aplomo la salvarás sobre ella misma. No te rindas como yo lo hice y nunca perderás lo que más deseas. Recuerda, hijo, hagas lo que hagas, empeñes lo que empeñes mantén tu ánimo y pasión por la supervivencia, te salvarás y salvarás a quién contigo se amarre.

Quedó en silencio mientras miraba la ola que desde la amura de estribor recorría el costado hasta dejarse caer otra vez a su madre salada sobre la aleta de la misma banda. Alejandro se acercó a él y sin atreverse a abrazarlo le tendió la mano; el Capitán del “Fremont” con las lágrimas sin disimulo en pugna contra las gotas advenedizas de los rociones sobre su mismo rostro lo abrazó con la fuerza de un oso. Aquella vivencia marcaría a Alejandro para siempre.


La hora de la cena estaba próxima, había que trabajar. La marcha del “Gorbea-Mendi” aumentaba gracias a la mejoría del tiempo y Cardiff se presentaba más próximo… con el permiso de los sumergibles que acechaban cualquier parte de aquél Golfo de Vizcaya.





Tarjeta de identificación de Alejandro en 1916 a bordo del "Plencia" en el Reino Unido

Esta vieja historia como bien dice el título es un cuento real. Una vida contada en capítulos que los ansiosos oídos de un niño con 10 años escuchaban junto con otras mas. Mi abuelo de nombre Alejandro, marino, pastor, contrabandista, soldado, empresario, cocinero, pero sobre todo marino, tantas veces como miradas mantuvo frente a la vida.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Viejas Historias sobre Cuentos Reales (4)

…El último en subir a bordo fue como no podía ser de otra forma Don Pedro. Con el bote asegurado en el pescante de babor, Don Ramón comenzó la maniobra de alejamiento de aquel lugar de ejecución sumaria. Realmente el buque no partía de muelle alguno, ni siquiera desde la cubierta se recogía maroma alguna recién liberada del noray en el muelle. El “Gorbea” comenzó a vibrar de forma más tozuda en su interno corazón de metal y vapor mientras desde fuera la mar enfurecida multiplicaba sus golpes de amura barriendo en cada encapillada la solitaria cubierta invadida de la sal y agua vencida ya por el metal de humana forja.

- ¡Alejandro, muchacho! ¡Cuida del herido y procura lo que necesite como hicimos contigo! ¡Quedas liberado de tus responsabilidades!
Con aquella orden Don Pedro subió raudo al puente para tomar el mando de su guardia. Don Ramón con la seriedad propia de un hombre hecho ya a su circunstancia de pequeña deidad sobre la nave destilaba el amargor de ver la desgracia que a nadie que de la mar viva pueda soportar ni siquiera observar. El “Fremont” como un pelele manoseado sin piedad ni descanso por las manadas de olas que acudían en grupos de forma cobarde, cada vez bandeaba de forma más lenta sus costados. Como si de un hermano se tratase, el “Gorbea” no lograba despegarse de aquél espectáculo mortal, era como si esperase la mano de Don Ramón y detrás de esta el cabo de la vida para su hermano de metal.




No pasó siquiera una hora con la oscuridad entrando por el este cuando llegó el último golpe, el definitivo; la proa no levantó más su otrora orgulloso mascarón y lentamente, ajeno al oleaje victorioso, la popa fue elevándose sobre la furia de viento y mar. El codaste enseñaba ya la hélice que consiguió reflejar algo del brillo de un sol oculto y en retirada que tuvo el detalle de alumbrar el estertor del “Fremont”. Cada vez más elevado sobre la proa como queriendo demostrar su hidalguía de caballero de la mar se despidió de quienes miraban aquel mensaje perpetuo de lucha y entrega. Un estruendo llegó hasta el Gorbea traído por el viento como un adiós, la crujía dejó de ser una línea, el Fremont se desgarraba mientras su chimenea desaparecía arrastrada por otra ola ebria de protagonismo en medio de aquel festín.
Todos los hombres en silencio miraban aquella estampa. Desde el puente calados hasta los huesos Don Ramón y tras él todos los demás se descubrieron. Don Pedro de manera solemne entre aquella confusión abrió vapor al tifón y un bufido rompió el silencio de cada uno que rezaban como sus padres les habían enseñado por las almas de los que allí quedaban ya sepultados para siempre. Alejandro consiguió reanimar al Capitán Imre que forcejeando se libró de las mantas hasta lanzarse a cubierta. Alejandro como pudo se abalanzó sobre él deteniendo aquella carrera suicida en la misma regala del Gorbea. Fue otro golpe mas sobre el Capitán, seguía vivo frente a su nave de la que solo pudo ver como la popa con el nombre del buque que dejaba la superficie entre burbujas, espuma y remolinos que desaparecerían en minutos de la superficie.
Abatido, derrotado y cautivo de su propia desgracia se dejó llevar hacía el comedor de oficiales donde Alejandro lo acomodó en el butacón de Don Ramón mientras el mayordomo le ofreció un caldo caliente cargado de aguardiente para aliviar de manera artificiosa semejante dolor natural. Estaba agotado después de todo y rindió su ánimo al fin. Con cuidado lo acomodaron en el camarote del práctico con Alejandro siempre a su lado como si de su padre se tratase.

Entre ruidos tan distintos como el run- run de la máquina propulsora o el del viento silbar junto a los estallidos de la mar contra el Gorbea, era un silencio dominador el que rodeaba el largo combate del hombre y el metal contra la naturaleza en estado puro. La noche trascurrió sin más pena ni más gloria que la continuidad de rumbo noroeste intentando capear la situación. Alejandro renunció a despertar al capitán y veló sus sueños tan reales como algunos gritos entre sudores. Fue una larga noche prolija en tensiones, sentimientos de compasión y mucha, mucha reflexión, quizá excesiva para un joven de quince años.

El alba anunciaba el hastío de los dioses que parecían querer anunciar su despedida por el oeste, entre sus divinas manos llevaban la pieza cobrada sin posibilidad de devolución y eso les parecía una buena razón para retirarse hasta la siguiente ocasión. El capitán Imre se despertó agitado sobre las ocho de la mañana, buscaba su camarote, el pupitre donde esperaba la carta de navegación con un ansia y fuerza imposibles de detener. Mientras gritaba Alejandro pidiendo ayuda como pudo lo contuvo hasta que justo al llegar uno de los marineros de guardia aquél alma atormentada cayó la fin en la cuenta de su nueva situación.

Así salieron del camarote para acudir al puente donde Gustav Imre como capitán del Fremont en un español con rudo acento germánico agradeció a todos y en especial a Don Ramón los esfuerzos y riesgos corridos para salvar a su tripulación. Quiso saber cuál era el rumbo y destino del “Gorbea”


- Sr. Imre, llevamos rumbo noroeste , nuestra posición es 46º 41’ N y 5º 27´ W. Arribaremos a Cardiff en Gales si este maldito temporal lo permite y los submarinos del Kaiser tiene a bien hacer la vista gorda a nuestra carga y destino.
- Graciás, capitán. Sabe usted que la bandera de nuestro buque era alemana…
Aquél "era" sonó con desgarro
- Si Don Gustav. No ha de preocuparse, en el caso de que no les permitiese abandonar la Gran Bretaña les ofrezco hacer el viaje de regreso a España a bordo del Gorbea para poder retornar a su país desde el nuestro.
- Muchas gracias por semejante ofrecimiento, en cuanto vea a mi tripulación les comentaré su ofrecimiento y le daré respuesta. ¿Puedo quedarme en el alerón, Capitán?
- ¡Por supuesto! ¡Alejandro, prepara dos cafés bien calientes para dos capitanes de la marina mercante!
Alejandro corrió al oficio a cumplir la orden mientras Don Ramón con su porte digno acompañaba a su colega de semblante abatido y andar cansino.

Mientras ambos hombres contemplaban la superficie de una mar con síntomas de cansancio Alejandro quedó apoyado sobre la regala que cerraba el puente hacia proa, justo al lado del timonel y de Don Pedro que le daba órdenes procurando mantener el rumbo. Pensar era lo que hacía mientras miraba la fina proa que rebanaba cada ola a cada rato más floja en fuerza. De vez en cuando algún roción desde la misma proa al romper le escupía sobre el rostro y lo sacaba del ensimismamiento en el que se bañaba su ser de forma intermitente desde que se toparon con el “Fremont”.



- Alejandro, muchacho. Cuídate de los rociones que vas a enfermar y después de lo pasado sería el colmo de la singladura. Anda, baja a ayudar en la cocina, te haré llamar cuando te necesitemos. Te has portado como un hombre, como un hombre de mar que es lo que se busca entre babor y estribor.
- Gracias, Don Pedro.

Con aquella medalla honorífica de más valor que el oro del mismo rey Don Alfonso bajó tres cubiertas más abajo saltando de dos en dos los estrechos escalones metálicos que lo separaban de su verdadero oficio. Las mas de 300 millas que restaban por la proa serían seguro un desfile triunfal por muchas patatas que debiera pelar…

sábado, 14 de marzo de 2009

Viejas Historias sobre Cuentos Reales (3)

…faltaban pocas horas para el final de la luz escasa que lograba fugarse tras el reino gris metálico que ocultaba un sol sin poder en aquellos momentos. El Gorbea comenzaba la maniobra de rescate antes de que la oscuridad se aliase con el temporal. Don Ramón decidió arriesgar a una parte de sus hombres para valorar la posibilidad de salvar el buque. Así en el bote de babor, al abrigo de los golpes que llegaban a la amura de estribor, una vez arriado embarcaron ocho marineros junto a Don Pedro. Alejandro se presentó voluntario al lado de Don Pedro y este no se atrevió a negarle el espontáneo impulso, como si una razón moral lo anulase frente a su mirada embarcando con los demás.

- Alejandro, irás de proel. Asegúrate de que el cabo que nos da la vida desde nuestro barco se mantiene limpio y sin problemas y caza el que arrojen desde el otro barco.
- Asó lo haré, Don Pedro.


Como el ratón de barco que ya era se acomodó a proa del bote, a un lado el bichero y al otro un remo más corto por lo que hiciera falta acometer. A una señal del oficial deshicieron las trincas que los unían al pescante en la cubierta principal y los ocho remos comenzaron su duro bregar contra viento y olas para devorar en el menor tiempo posible los menos de dos cables de separación entre ambos buques. Los trajes de agua no eran capaces de mantener a raya los miles de litros que bañaban a aquellos diez héroes que enfilaban el buque en peligro. Mientras bogaban, el viento no conseguía acallar los gritos de Don Pedro para marcar la boga y ser capaces de mantener cada ascenso sobre la loma de agua y sal para seguidamente caer sobre un tobogán que parecía morir en los infiernos abisales del océano.

El pánico es algo tan humano que es capaz de anular cualquier atisbo de tal adjetivo cuando reina sobre almas y mentes. A menos de medio cable de distancia los gritos de socorro se percibían sin ninguna moderación. Un cabo arrojado desde el “Fremont”, que ahora sí se podía leer desde una de sus amuras sirvió para abarloarse con cierta contención a su costado. Desde su cubierta los hombres comenzaban una frenética lucha por el abandono sin orden. Una explosión corta como el disparo de un revolver hizo girar las cabezas a todos los hombres hacía el puente, desde donde un hombre comenzó a gritar en alemán algo que parecía ser órdenes sobre lo que quedaba de lo que había sido su tripulación. Entre tanto Don Pedro, seguido de seis marineros subieron a bordo por una escala de gato. Mientras, Alejandro junto con los dos hombres que quedaban en el bote mantenían este a una distancia prudencial del costado del “Fremont” sin soltar con el bichero la conexión con este.

Don Pedro ofreció ayuda al capitán del Buque de nombre Gustav Imre a lo que este le comunico que las calderas habían reventado llevándose por delante a seis de sus hombres y no había posibilidades de poner en marcha la nave. Insistió Don Pedro en darle remolque, intentar salvar la nave y alcanzar el puerto más próximo cuando amainase el duro temporal. Nada servía al Capitán Imre. Le rogó que salvara a sus hombres y le dejara en su barco para descansar al fin con él. Don Pedro con un gesto de incomprensión y derrota mandó el mensaje al “Gorbea” para la recogida de los náufragos y el abandono del buque. Tras recibir la confirmación de la recepción del mensaje procedió a organizar la evacuación con el bote. Mientras se traspasó a la tripulación, el se dedicó a recoger los diarios de a bordo y se atrevió a bajar a la sala de máquinas por si quedase alguien malherido o con vida atrapado entre la maquinaria, el Capitán del “Fremont” una vez consciente de que sus hombres saldrían con vida por lo menos al otro buque se abandonó sobre el timón descubierto en el puente.

Casi dos horas fueron necesarias para trasladar a los hombres al “Gorbea” mientras, a bordo del Fremont los golpes de mar se cebaban sobre aquel moribundo dinosaurio de metal. Olas como manadas de lobos hambrientos y seguros de la pieza disfrutaban haciendo de su agonía un divertimento diabólico. Parecían tener conciencia, era como si hubieran olvidado al “Gorbea” que mantenía la amura de estribor sobre aquellas asesinas de agua y sal; un círculo de blanca espuma cerraba la huida del “Fremont”, las bordas se turnaban para rozar la superficie del agua en cada golpe como si en la siguiente fuera la quilla la que mostrase el resultado de aquella tortura con su dorsal al aire.


No encontró a nadie con vida entre los amasijos de acero y carbón. Con mucha dificultad subió hasta el puente donde un fantasma con el corazón aún humano se dejaba morir sobre la rueda de un timón que no viraría ya nunca más. Esta vez los golpes para darle vida y sacarle del encantamiento que surge de la derrota asumida y la espera del fin no lograron hacerle revivir. El bote había abarloado al “Fremont” por última vez y esta vez fue Alejandro, junto con dos marineros los que alcanzaron la cubierta en busca de Don Pedro. Éste los vio y de un potente silbido los trajo en volandas al puente donde despegaron al Capitán de su barco para llevarlo a salvo. En ese momento revivió, se aferró a la muerte como un loco que renuncia a la cura real. Don Pedro no lo dudó y de un golpe seco y certero le anuló el sentido para sacarlo de allí.

Esta vez la muerte, siempre cercana en los últimos días de navegación, la pudo percibir Alejandro en toda su extensión pero sin ser esta vez él mas candidato que el resto de sus compañeros. Pudo sentir algo que pocos hombres han hecho en toda una vida, sentir sus pasos sobre un suelo metálico que pronto dejaría de ser tal cosa para convertirse en la historia oculta y perdida de quienes sobre él contaron los días para llegar a casa, sobre los que escribieron cartas de amor cargadas de nostalgia por la separación consentida, sentir sus pisadas sobre un suelo en el que almas ilusionadas soñaron alguna vez con el ascenso a un rango mayor en su carrera, suelo metálico de un mundo que desaparecería devorado por la insaciable mar que paciente siempre espera que sus hijastros la alimenten.

Como un drakar funerario, Gustav Imre ocupaba el espacio central del bote tapado por dos trajes de agua. No hacía falta marcar la boga, los hombres lo hacían en silencio solo roto por las explosiones de la espuma sobre el bote en mil gotas de agua. Detrás quedaba el “Fremont” como un infante a punto de ser engullido por la incólume mar océana. Alejandro desde su pequeño castillo de proa observaba la pequeñez del orgullo humano frente a los elementos que forjan la vida de un plantea que en aquél instante percibía como verdadero ser vivo…

miércoles, 11 de marzo de 2009

Viejas Historias sobre Cuentos Reales (2)

…Lo enorme vencido por lo minúsculo, la derrota asumida convertida en victoria trascendente. Toneladas de agua helada, mezcla de espuma fruto de la violenta pugna por el predominio de sal sobre la masa líquida barrieron el cuerpo mimetizado en la forma de la bita soldada a la cubierta. El oscuro túnel mental producido por el golpe solo le permitió escuchar su nombre por vez primera de boca de un oficial del barco mientras la escotilla sellaba su nexo con la vida. La luz real desapareció, los ojos cerrados abrieron su propia radiación en la que las imágenes se confundían entre sonrisas perdidas sobre el rompeolas al lado del viejo muelle junto a sus primeros pasos sobre la escala real, al mismo tiempo retornaban sensaciones de orgullo mezclado de tensa espera por lo que el cura de la vieja iglesia de La Asunción les había prometido a los que nobles fueran y amenazado a los que rompiesen el pacto con Dios. Esperaba, esperaba…

- ¡Muchacho, despierta! ¡Luis, traiga más mantas y caldo caliente para este bravo!
Don Pedro, quizá con la culpa de haber sido el portero en aquella escena casi mortal se desvivía por reanimar a Alejandro. Cuando la embestida marina pasó de largo no duró un segundo en el que él mismo junto con dos marineros se lanzaron sobre lo que creían ya los restos mortales de Alejandro. Con presteza desataron la maroma de su cintura y arrastraron el cuerpo aún inconsciente al interior del “Gorbea”. Don Pedro no paraba de golpear con nerviosismo sobre los carrillos del joven resucitado. Al fin los ojos entreabrieron sus párpados, el brillo vital de la juventud permanecía. Los gritos de Don Pedro quedaron grabados en los oídos de todos los que allí estaban para la eternidad.

- ¡A su camastro, no perdáis de vista su estado! ¡Por él saldremos de esta!

Con las mismas, giró sobre sus pasos y rápido como los rayos que golpeaban la atmósfera del Golfo desapareció en dirección al puente junto al capitán. El día de nuevo venció a la madrugada, pero la mar continua en sus trece y su compañero el viento no amainaba. La luz diurna a pesar de la situación estable en lo terrible parecía dar serenidad a los hombres. Al menos podían ver el ejército al que se enfrentaban de cara y quien más o quien menos sabía de aquel tipo de combate. Don Ramón, el capitán, se mantenía en pie a base de cafés y rociones que diluían la cafeína en su tazón metálico salando un elixir al sólo le pedía tensión en sus reflejos. Salvo para comunicarse con la sala de máquinas no se había movido un paso del alerón de babor desde donde se sentía seguro, aunque hubiera momentos en los que el extremo de este acariciase la superficie antes de volver a adrizarse con el resto de la nave. La imagen serena de Don Ramón y el “run – run” de las tres expansiones tragando y escupiendo vapor eran las cuentas del rosario al que rezaban los hombres, viejos y jóvenes sin distingos ni creencias, pues bien dice la tradición que “quién no sabe rezar, métase en la mar”.


Antes de servir la comida del segundo ya estaba Alejandro con el paño en el hombro sirviendo la comida al oficial. Las miradas sobre él habían cambiado, un día antes era un imberbe rapaz que olía a tierra y leche materna, en aquél momento era uno más de ellos, iba ya en su mismo barco y sabían que podían contar con él como tal. Seguía siendo el marmitón, el que pelaba patatas, recogía y limpiaba, pero ya tenía nombre y clase de mar. Antes de las doce en la que comería el resto de la tripulación que no estuviere de guardia un grito interrumpió el desorden ordenado que provoca un temporal a bordo.


- ¡Buque por babor! ¡Pide auxilio!

Como uno, quién no mantenía su guardia se asomó a cubierta por la banda indicada. Un mercante algo más pequeño que el “Gorbea” se distinguía entre los valles y montañas inquietos que trataban de engullirlo. Desde la magistral alguien se afanaba en dar aviso por señales luminosas de la situación y la necesidad de auxilio. La actividad comenzó hervir como el agua de la caldera que vomitaba vapor a la máquina dos cubiertas más abajo. Don Ramón ya había abandonado su sempiterno puesto sobre el alerón y llamaba a Don Manuel el jefe de máquinas para organizar la maniobra. Había que dar caza al hermano antes de que la mar lo devorase por fin.


Media hora más tarde la maniobra estaba lista para iniciarse. Por medio de las misma señales luminosas y la de una bengala que fracasó en su intento de mantenerse en lo alto de aquel infierno celestial se le confirmó la operación de salvamento. Las señales desde el otro buque se redujeron a las de una simple baliza para mantener visible la posición.

La mar tendida golpeaba del noroeste junto al maldito viento, la distancia sería de una milla escasa que era la visibilidad que había en aquellos momentos. Había que darlo todo, sería la milla corrida más larga de las que habría dado el “Gorbea” en su corta vida.

- ¡Maquina, viramos dos cuartas a babor! ¡Mar por estribor sin piedad!

La virada fue sencilla pues los dioses ayudaban al “Gorbea” a tomar ese rumbo, sabedores que podían llevarse dos piezas por el mismo esfuerzo. En aquella enfilada el “Gorbea” cobró mayor arrancada, la mar recibida por la amura de estribor se había convertido en cadenciosos golpes furiosos que maltrataban el costado de estribor con todos los boletos del concurso vital para dejar la nave quilla arriba. Don Ramón confiaba en ganar la milla antes de que saliese el número de su boleto.

La velocidad ganada los puso en menos de treinta minutos a dos cables como había previsto Don Ramón antes de perder la nave.



- ¡Viramos dos cuartas al norte! ¡Media máquina hasta nueva orden!




Los dos buques estaban ahora próximos, el “Gorbea” mantenía su velocidad a la par de la deriva del buque de nombre desconocido. Menos de dos cables permitían observar a los hombres de otro buque enfundados algunos en blancos chalecos salvavidas gritando por sus vidas. Desde el puente que miraba de frente al costado de babor del “Gorbea” las señales dejaban claro que abandonaban el buque y pedía ayudad para embarcarse en el “Gorbea”. Por más de tres veces se les ofreció ayuda para salvar la nave, reparar la avería o incluso aguantar con ellos la galerna y dar remolque hasta el puerto más próximo, la negativa fue toda la respuesta que llegó del capitán del buque. Alejandro, como los demás se mantenía expectante entre todos para actuar a la orden de Don Ramón. Los golpes de mar eran asumibles con gobierno y serenidad en el interior de cada hombre y del buque, pero en un barco a la deriva y con las vías de agua de la desesperación inundando la moral en el fondo de cada alma la respuesta no daba lugar a dudas.



- ¡Don Pedro, prepare el rescate! ¡Atención en máquina!



Cada minuto que pasaba era un metro más de ventaja en la carrera con Poseidón y su ansia por devorar metal humano…

martes, 10 de marzo de 2009

Viejas historias sobre cuentos reales (1)

El aguacero continuaba sin tregua sobre la cubierta del “Gorbea Mendi”. Agua lanzada  desde un cielo negro, profundo, sin estrellas, que arreciaba sin esperas por el resuello de los que cambiaban su guardia a bordo del buque. Desde el suelo líquido la conjunción del viento helado y cargado de los viejos deseos de su hacedor por tumbar lo que se irguiera sobre su reino, con la mar tendida y de paciente cadencia que arrastraba su letal fuerza desde el Gran Sol baqueteaban el “Gorbea” sobre sus costados plagados de remaches forjados entre fuego sudor. La amura de estribor encapillaba quintales de agua mientras los imbornales de cualquier banda de aquel orgulloso mercante se afanaban como verdaderas bocas marinas a librar de semejante masa líquida las cubiertas de éste.

Abril de 1915, en pleno Golfo de Vizcaya cuarenta y tres hombres mantenían los hilos de su existencia tensos a la espera de un destino en el que el filo de la muerte pasara de largo. Las flamantes máquinas de vapor bombeaban el vivo fluido entre sus émbolos de diferentes tamaños. Los más de 100 metros de eslora de metal recién forjado en el corazón del Bilbao naviero e industrial luchaban por mantener entre sus límites las casi 10.000 toneladas que desplazaba en aquél momento. Mares inciertos los de cualquier latitud cuando los elementos se conjuraban en la misma dirección.


Alejandro, con los mismos años que el siglo aún imberbe como el joven que hombre ya se consideraba, pretendía mantener la falsa serenidad que preludia el miedo antes de explosionar como las bombas que en ese instante lo estarían haciendo enfrente de cualquier trinchera entre Bélgica y Luxemburgo. Embarcado por necesidad, huérfano y sin recursos su destino acertó a pasar cerca de su desgracia como no podía ser de otra forma en mitad del muelle de Lequeitio. La guerra dio un vuelco a la economía española, la demanda de materias primas de los contendientes provocó que cualquier nave con posibilidad de flotar fuera objeto de flete. Esto hizo que muchos hombres embarcasen, pero hacían falta más… y allí encontró el destino a Alejandro.


Su gran sueño era ser  el mecánico de aquellos prototipos que a veces llegaban al pueblo, alcanzar la capacidad de descubrir el secreto de su corazón ruidoso y torpe era el deseo de su incipiente juventud. Pero una cosa son los deseos y los sueños que uno recrea en su imaginario y otra es la maldita realidad de miseria y necesidad. Así, aquél hombre se acercó a Alejandro

- ¡Muchacho!
- ¿Es a mí, señor?

No era aquél personaje un portento del buen vestir, ni la estampa de hombre de fiar, pero un hombre  vistiendo sombrero en su cabeza, con un reloj de bolsillo con cadena dorada alumbrando el raído chaleco hacía que a cualquiera de los mozos que deambulaban por el muelle de pequeña villa marinera la imagen los deslumbrase.

- ¡Si, tú! ¡Dime! ¿sabes leer?

Con el orgullo de ser un privilegiado entre la miseria cultural circundante en cualquier aldea de la Europa de principios de siglo, Alejandro contestó

- ¡Pues claro, señor!¡ Además sumo y resto sin equivocarme!
- Bien, pásate por la cofradía esta tarde. Quizá tenga algo que te interese…

Y se pasó, de esto hacía ya bastantes meses, ahora era el marmitón del “Gorbea”. Comía caliente, dormía caliente, al final de cada viaje encontraba dinero en su bolsillo, no mucho pero era alguien. No había vuelto a Lequeitio desde que embarcó. De sus padres no se había despedido pues ya no estaban allí, del resto de su familia prometió volver a verlos cuando fuera “alguien”.


Los golpes cada vez eran mayores, cuando no eran los muros líquidos desde el noroeste era el mismo “Gorbea” que castigaba su quilla sobre la mar en caída libre. En el momento que el pantoque plano pretendía hacerse sitio en la masa líquida con todo el peso de las diez mil toneladas, la sensación de que el fin del mundo había llegado se reflejaba en las miradas de los hombres. Nadie dormía, era como si la guardia de aquella noche fuera cosa de toda la tripulación; nadie quería dormir, nadie se atrevía a desafiar al destino faltándole al respeto del miedo y lo esperaban cada uno en su puesto.


De pronto, Don Pedro, el segundo de cubierta, bajó al oficio de la marinería. El rostro desencajado de aquel hombre de tez blanca, sus bigotes en otros momentos bien lustrosos y acicalado miraban ahora al suelo empapados sus rizos de agua y sal, la gorra no era tal sino un paño pegado a la cabeza. Al menos la voz seguía siendo la que debía ser

- ¡Un hombre al castillo de proa! ¡El ancla de babor está a punto de destrincarse!

El silencio se apoderó de todos, nadie deseaba salir de aquella protección de hierro y cristal.

- ¡Maldita sea, un hombre a proa conmigo! ¡Tú, chaval!

Alejandro sintió su dedo clavado en el corazón como el filo de la bayoneta enemiga en medio de alguna trinchera europea. Se levantó y acompañado de los ojos agradecidos de los demás, marineros, padres de familia o simples hombres más útiles que él en otra ocasión se alejó tras la estela de agua que marcaba la cubierta por donde pisaba Don Pedro.


Se puso el traje de agua y se ató una de las maromas; así por lo menos si caía al agua que su cadáver no se perdiese.  Salieron por la escotilla de babor protegidos de los golpes de mar que castigaban la otra banda. Desde el puente alumbraban con dos linternas que más se acercaban a velas entre tanta oscuridad y mar encrespada. No era necesaria tal iluminación pues ambos conocían el recorrido con los ojos cerrados; primero y protegidos mínimamente por la bodega de proa fueron acercándose al castillo de proa. La protección se redujo más tarde a las bitas que jalonaban la cubierta. Al fin lograron alcanzar la escala de babor que les llevó hasta la maquinilla del ancla donde el cepo de esta casi se había salido amenazando con librar ancla y cadena a través del escobén.

Trincaron con varios cáncamos no solo el ancla que peligraba sino también la que no peligraba en la otra banda, el temporal no amainaba y el “Gorbea” a duras penas lograba capear semejante paliza. Mantener arrancada y gobierno era el objetivo, sobrevivir en definitiva a los embates de la furia de los dioses eternos del océano, dueños y señores ahora y siempre de las vidas que sobre su lecho se aventuran a vivir.


Giraron sobre sus pasos, arrastrados sobre cubierta de bita en bita hasta alcanzar de nuevo el pequeño refugio de la bodega de proa, deshacer el camino andado parecía  más sencillo. Don Pedro alcanzó la escotilla el primero mientras Alejandro aun tenía cinco o seis metros hasta alcanzarla. De pronto una sensación de vacío, de caída libre en los estómagos de las cuarenta y tres almas precedió al golpe mortal de la proa contra la raíz de una enorme masa de agua que parecía iba a tragarlos.


- ¡Alejandrooo!

No dio tiempo a más, Don Pedro cerró la escotilla antes de el agua inundara el interior del “Gorbea”. Alejandro trato de fundirse a la bita sobre la que esperaba de un momento a otro el golpe final…






sábado, 7 de marzo de 2009

Nunca arriar bandera, nunca el último esfuerzo

"¡Barco a la vista!"

Esto gritaron incrédulos y desfallecidos Marston y Hurley al divisar la escampavía chilena de nombre “Yelcho” mientras buscaban lapas que llevar a las bocas congeladas de los que aún esperaban casi sin esperanza la arribada de su comandante. Ernest Shackleton hacía ya cinco meses que había zarpado sin nada más que la compañía de cinco de sus hombres a bordo de uno de los botes salvavidas completado y reforzado con los restos de otro. En la partida, primera separación en mas de año y medio de aquella familia de 28 miembros la isla Elefante quedaba a popa con 23 almas cargadas de esperanza rayando en la desesperanza propia de la misma fe, que hace que lo imposible parezca real y posible.





Antes sentir la explosión imaginaria del último cartucho hacia la supervivencia habían pasado casi dieciséis meses de lucha sin cuartel contra el desánimo y la derrota propia de saberse aislados a miles de millas de la primera costa poblada por humanos, que en aquellas horas del siglo vivían enfrascados en el primer gran baño de sangre de la centuria que había comenzado pocos años antes.


Pero de aquel glorioso fracaso que resultó ser la expedición trans-antártica comandada por Shackleton nos ha quedado para la Eternidad como el gran ejemplo de liderazgo y compañerismo, como ejemplo de constancia y tenacidad, de coraje ante una situación adversa. Aquellos casi dos años en total abandono ante los más crudos elementos en los que sucedió semejante historia permanecerán en la memoria de los que creemos en la humanidad como motor de grandes sueños, de la humanidad como entidad propia con la capacidad de saberse y considerarse con la audacia, con la osadía de no esperar gracias de dioses mayores o menores, simplemente con la consciencia real de dar el paso y mantenerse vivos y latentes en la perseverancia.


Tres palabras rodearon la expedición durante meses, Resistencia, Paciencia y Océano, tres palabras que bien miradas rodean a la Vida de quien la sienta.



Resistencia para vivir, para aguantar los embates y las embestidas de los grises témpanos flotantes que, sin espera por parte de quien en ellos se asienta, se partan como lo puede hacer una vida. Resistencia para sobreponerse ante el golpe de la ventisca del desamor y la ruina en soledad. Nada es tan letal como dejar al corazón entrar en el letargo del frío en un lento final sin retorno bajo la silenciosa ventisca sobre tales témpanos frágiles bajo un mar de fondo negro y sin vida.


En su lema Shackleton llevaba descrito tal concepto, Resistiendo conquistamos, (By Endurance We conquer).


Invierno austral

Océano fue el nombre del primer campamento tras perder su hogar aprisionado y finalmente destrozado por los hielos, la goleta “Endurance”. Quizá la respuesta a la pérdida de tal refugio quedara reflejada en semejante expresión de inmensidad. Inmensidad en las expectativas, en las dificultades presentadas frente a ellos, ocultas en la inacabable noche invernal. Inmensidad en los deseos y proyectos que convergen en uno por atravesar el páramo de la vida con sentido y con razones para ello, convirtiendo este en lo contrario a ello, transformando un pozo inmenso y helado de ideas y sentimientos en un océano de vida, trabajo, acción, amistad y empuje, de dolor y carencias ante la meta mayor que antes que la de buscar la llegada a un cielo residente en el imaginario religioso al final de la travesía como fuera, estribará en la llegada de todos como un triunfo común mientras compartes los olas del trayecto dibujadas en minutos y horas, en días y edades compartidas en grupo.

Paciencia, siguiente campamento cuyo nombre de origen había sido Espera. Paciencia que peregrina de la mano de la espera por lograr lo soñado te da la energía para resistir donde sea menester con la fuerza de un océano de ánimos y razones. Esas razones que refuerzan de forma recíproca la base sobre las que fundar semejante aptitud que poco a poco transforma el miedo y la debilidad en fuerza y capacidad de resistencia ante las adversidades.




Así pervivieron 28 hombres y así cinco de ellos cruzaron 1.800 millas en una mísera cáscara de nuez venciendo a los Cuarenta Bramantes de cruel e impía voluntad sobre cualquier extranjero a sus mares circundantes y dueños del Círculo Polar Antártico. Creyeron en sus propias posibilidades y la justicia humana que raras veces apuesta por brillar concedió a sus corazones la arribada a la bahía del rey Haakon en las Georgias del Sur.





A la tercera intentona, como no podía ser de otra manera, Shackleton logró a bordo y gracias al "Yelcho" desembarcar en la isla donde sus hermanos habían ya casi perdido toda esperanza de salir con vida. Un siglo antes otros hombres tan bravos como ellos sin la preparación y técnicas de supervivencia antárticas de los de Shackleton quedaron allí para siempre. Los hombres del navío español de 74 cañones "San Telmo" dejaron su más precidado tesoro sin que jamás podamos saber sus vicisitudes hasta su gélido y casi olvidado fin.






Ernest Shackleton.

Sostengo que un hombre debería luchar hasta el último aliento por el valor que le ha puesto a su vida”

(Texto que se puede leer en el epitafio de su tumba en las Gerogias del Sur)


Resistencia, Océano, Paciencia

miércoles, 4 de marzo de 2009

Yo te pregunto



Yo te pregunto a ti, viejo puente que descansas sereno bajo una mano abierta
que te sujeta a este lado del Río mientras del otro pervive una niebla densa que todo lo oculta:


¿Qué sería para alguien un latido enorme en medio del silencio mortal de la mentira descubierta?
Quizá la constatación de lo siempre temido mas nunca aceptado.
Quizá el bronco susto del golpe revelador inspirado por la fe del momento.
Quizá la llamada, el aviso antes de caer al acechante abismo hambriento cuanto más cebado.

Tantas lunas pasadas ya bajo el atronador silencio cruzado de las mismas cobardes miradas, cómplices en la mentira entre los gritos trepanadores de fieras domesticadas por el gran can.



¿Qué sería para alguien si tras el latido mortal la presa que embalsa los deseos abriera sus compuertas?
Quizá lustros de rabia contenida fluyesen desvanecidos entre crestas de efervescente alegría.
Quizá los albañiles del silencio descubiertos en su silente tumoración vieran como propia la autoinmolación de sus luces fruto del artificio y la falsa revelación.
Quizá miles de voces al unísono descubrieran su propia voz callada y a ratos vencida por el falso Tántalo que se propuso los sentimientos humanos devorar sin más.


Mas tantas voces como nereidas brotarán desde semejante mar de vieja y silenciosa oscuridad para devolver lo amable, lo humano, lo malo y lo bueno a las lindes de tal océano que lo alumbre entre faros que pronuncien a luz en grito la palabra


¡¡¡LIBERTAD!!!

lunes, 2 de marzo de 2009

Carta a un López

Soleados estos días de lluvia y dolor para viejas amantes de soles que no saben que lo son. Amantes expertas en hacer “ojitos” a unos mientras parecen dar, esperando por el doble que tomar.

¿Nadie se da cuenta que no hay de donde sacar? Son la calamidad oculta de cualquier pueblo, esa plaga que se dedica a vivir del pasado para encontrarse en el futuro con el trono por víctima de su propio victimario. Domingo 1 de marzo a las 20:00, la hora marcó el fin o el comienzo, que lo mismo son en esta triste canción para los viejos nobles venidos a menos. El fin de la doblez y la vida simulando aquél modus de “cristiano viejo” mas “casposo” por ser personaje de ya por casi tres centurias abandonado en el resto de la vieja Iberia. La hora que ha marcado el fin de juzgar tus derechos a sentir por tu actitud, por tu vestir, por tu hablar, por tu callar. La hora que ya señala el inicio prometedor de la posibilidad de ser porque sí, por simple ciudadano, la hora de poder mirar desde arriba al que siempre lo hizo a ti que estabas abajo.

Desde la lejanía de tu equipo al cual no pertenezco por desengañar tantos sueños de antaño, Francisco López, que así te llamas tu el que de esto puedes hacer un sueño real, de ti esperamos con la misma sonrisa que esta vez sea al fin la buena. La oportunidad en que, sin monedas de cambio, con los justos trueques, sin excesos y pensando en el FUTURO, la ilusión se cumpla.

Que por fin el FUTURO infinito sea de los ciudadanos como puros y simples seres humanos que usan el idioma como simple nexo de unión y entendimiento, que comparten las historias del pasado con orgullo y sentido de la crítica, ciudadanos con ganas de evolucionar, ciudadanos con el aire nuevo que da el romper al fin la cotidiana convivencia bajo el invisible yugo del abolengo caduco por decrépito y saberse supervivientes. Porque ser de un lugar solo es eso un lugar, un accidente en el nacer, vivir y morir, nunca una deuda de patriotismo propio de la reconquista.



Por eso si los “cristianos viejos” de rancio, muy rancio abolengo estiran sus blancas ínfulas mientras se santiguan por el sacrilegio de que un “vasco de menos” venido a mas sea quien dirija el timón y gobierno de una nave que, por manoseado su nombre en tal exceso, ya nadie sabe como nombrarla sin pecar de algo, nada temas que ellos seguirán en sus escasas y necesitadas trece llorando como el viejo holandés errante; continuaran en su victimario condenados a seguir en la pugna por la falsa esencia más propia de épocas grises de la primera mitad del terrible siglo XX. No temas, estos errantes a diferencia del Holandés hace lustros que su nave la tienen varada por su propia falta de linaje de ciudadanos justo al lado de las imágenes y símbolos más propios de un decimonónico mundo que solo existe entre sus vanos deseos de segregación y marginación hacia quienes no “sientan” ardor patrio como otros también hacían en los duros cuarenta de la posguerra.




Por ello, Francisco López Álvarez, ciudadano vasco como el que más en ti descansa mi esperanza que no ilusión, por que con tu tenacidad y visión de verdadero futuro recuperes a tanto ciudadano vasco que se considera pueblo y nación del XIX y que la, tan odiada por mi, palabra “normalización” sea de verdad eso y no lo que lleva siendo durante tantas décadas. Todos como ciudadanos nada mas… y nada menos.



A mi padre, como López,
un ciudadano vasco.

domingo, 1 de marzo de 2009

En el Túnel (III y Fin)

…como verdaderos ríos, caudalosos entre lluvias y presas desbordadas vaciaron de ausencias mis días imaginarios entre semejante reino de luz y  saber esencial. No acertaba a encontrar el por qué, la razón de aquél encuentro sin sentido pues no era mi aspiración saber mi fin sin más. Como cualquier mente mortal dotada de músculo vital mi aspiración era la del puro desconocimiento sobre el fin, la marca del tiempo, la razón de su existencia. Tan sólo se conformaba mi pobre vida en la  utilidad del tiempo, el disfrute y la forma de vivir este con quien o quienes dieran a uno lo que este pobre uno pudiera dar sin más complicaciones.





La hora o lo que  se denominase  tal espacio temporal estaba decidido a hacerla llegar. No me hizo falta forzar,  ni siquiera llamar a aquella mujer que siempre estaba donde la  brisa de mi necesidad levantaba su soplo. Como el resto del tiempo pasado allí los nervios y la tensión no mostraban sus síntomas en mí. Con calma me acerqué a ella, su olor me  golpeaba como ese despertador machaca tus oídos  en el preludio de la consciencia total   cada mañana. No sabía quién era ella, pero sabía que era  ella la que sin esfuerzo daba alas o las cercenaba sin piedad a la masa de músculo   rojo que mantenía mi  flujo vital.

-          ¿y bien?¿ No encuentras en este lugar el  final del tránsito tantas veces soñado? 

-          Sigo perdido, tanto por eso como por la razón de estar aquí. Creo que no es este el lugar para mí, sino  el tren desde donde  me transpuse. El Saber y  la Razón de nada servirían llevarlo  a donde  pertenecen mis suspiros. Tachado de loco o de iluminado, una esquina sería mi destino y  poco después  sería mi alma sin cuerpo la que retornase a este reino intemporal.

-          Dices bien, pero no es tal fin el que pretendo para tu  ser de cuerpo y alma. Perdido el aire que aún respiras, ganada la verdadera energía, tras la pura desconexión este sería tu  mundo donde   desde el firmamento estrellado hasta el submundo  más inesperado desbrozaríamos los por qué de la eterna confrontación entre tiempo y  destino.

-          No sé de tiempo nada más que la pura crónica del mecánico tic tac que marca el destino mortal indiscutible. Todo lo demás es puro azar sin otro enlace que el puro golpe de timón de la propia nave humana de las que unas  embarrancan, otras zozobran y las mas navegan  pero siempre terminan por varar, pues solo hay unas millas limitadas  para navegar. Además, no será quién logre al fin  varar con la nave intacta el mejor capitán, sino el que  dibuje las mejores estelas entre cada golpe de mar aunque acabe por romper sus cuadernas antes de tocar arena en las playas del hipotético destino humano.

Escuchaba mientras me miraba sin causarme  zozobra tal y como cuando alguna mujer  me produce  mientras mis pies posan en tierra conocida.  La suerte estaba echada, mi negativa  bien fundada y sólo esperaba que me devolviesen al vagón de aquél tren o al menos sobre el balasto al que iba mi cuerpo cuando  perdí mi equilibrio   en el túnel…

-          Deseas entonces regresar al mundo que decís real, donde todo es tan falso como la  voz que lo describa.

-          Si, ese es  mi deseo,  el grado de realidad prefiero ser yo quien lo   asuma; es una apuesta a la que prefiero jugarme parte del triunfo de cada día. El riesgo de la derrota también es el premio del conocimiento por su misma vía. No creo que la verdad absoluta traiga nada a alguien que  ha nacido entre mentiras leves,  piadosas, aduladoras, manipuladoras, embaucadoras; alguien que ha descubierto verdades en miradas, en caricias, en palabras de ánimo,  entre  amistades ocultas por el tímido halo de la  vergüenza colegial; alguien que  se ha encontrado con la realidad en  tantas veces como golpes de mar, destino, amor, muerte y soledad. Creo que la verdad absoluta es un cielo que hay que tratar de alcanzar sin esperar acariciar su tapiz, es el gran viaje hacia lo desconocido en el que  cuanto más cerca estemos de tal  valor absoluto descubriremos lo  relativo que  se nos mostrará, pues serán miles de caminos diferentes los que conseguiremos  atisbar desde semejante atalaya  elevada.

-          Me duele perder tu  relativa razón como dices, pero ese  será  el destino. Sin más.

Se acercó a mí y como un remiso golpe de brisa sus labios volvieron a salpicar  de  balsámica humedad los míos mientras todo se desvanecía lentamente. La oscuridad volvía, los ruidos ensordecedores de los rieles  bajo las ruedas metálicas del "Cercanías" atronaban mis oídos. Nada veía, el golpe no acababa de llegar, sólo estaba seguro que Shambala no existía ya en mi percepción.  

El golpe no fue tal, caí sobre el balasto mientras las tres luces rojas  de fin del convoy se adentraban en la oscuridad lejana con  dirección a la capital. Nada me dolía pero no era capaz a incorporarme,  arrastrando mi extraño cuerpo desbordado por el miedo a la llegada del siguiente “cercanías”, traté de alcanzar la salida del túnel para pedir ayuda.  Salí  al fin, un frio húmedo del rocío me  empapó el rostro mientras la tenue luz  del nuevo día me permitió  situarme frente al entramado de vías y  resguardarme de cualquier sorpresa mortal. Quise sentarme apoyando mi espalda en la base de la entrada del túnel cuando me di cuenta que mi cuerpo  no era tal sino  algo parecido a un ectoplasma  sin masa corpórea sobre la que apoyar  los sentimientos. Comencé a llorar, no  sabía y tampoco me importaba  si  brotaban lágrimas, lloraba de  impotencia  abatido y derrotado sin saber  lo que  hacer o emprender.

De pronto comenzó a llover de forma fuerte, poco a poco comencé a sentir el pinchazo acerado de cada gota sobre mi piel. Un estruendo, otro tren a gran velocidad que   se abrió paso arrojándo viento ardiente de forma violenta a mi lado, golpes, gritos, voces, manos, caricias, olores…

-          ¡Despierta, son más de las ocho, llegas tarde!

Reconocí el olor, el sabor y la voz, no era  Shambala, ni  el palacio de la Razón y el Saber pero era donde estaba las razones y  por los que sabía los motivos. Entre  voces y algún grito salimos todos a la carrera, unos al colegio, otros al trabajo.





“Algún día se lo contaré” pensé mientras  aquella mañana opté por llegar a la capital en coche.