jueves, 31 de julio de 2008

Oro en Cipango (20)

....una traidora encalmada torno a nuestro navío y a nuestras almas en condenados a ver cercana la meta, para perecer ante ella. Las bombas picaban denodadamente sin ya ser capaces a expulsar tanta agua embarcada. El San Francisco parecía rendirse, ni una brizna de aire, ni una caricia al agua que demostrara avance.

- ¡Don Miguel, arríen el serení y el lanchón y que nuestros hombres remolquen como si fuéramos la ballena mas grande del mundo! ¡No perdamos más tiempo!¡ la vida se nos va entre las vias de agua!




Así fue como logramos, con aquellas últimas fuerzas sacadas de la propia desesperación, arribar a una playa que resultó ser la antesala de la villa japonesa de Uraga. Dios nuestro Señor nos premió con un fondo arenoso, que ayudó a varar con suavidad como bebe sobre cuna real a nuestro sufrido navío. Con premura fuimos trasladando el material pesado a la playa, estableciendo nuestro campamento con la bandera de nuestra España coronando en lo alto de este y en el palo mayor de nuestro navío, para así anunciar nuestro origen a quien por allí se acercara. Establecimos las guardias y desembarcamos los cañones de seis libras de los alcázares para ser capaces de repeler con dignidad un inesperado ataque. Mientras, Don Miguel Rocha con varios marineros reforzaron el navío para no perderlo en un mal golpe de mar, que la mar castiga a quien de ella no se previene.

Don Sebastián, una vez establecido aquel campamento como verdadera cabeza de puente nos llamó a la tienda montada en el centro de este.

- Caballeros, arribamos con la venia de Nuestro Señor. Debemos situarnos en tierra como sea, para alcanzar Kyoto que según don Rodrigo es la capital de este Reino y donde seremos de seguro bien recibidos. Por eso establezco que una vez repuestas las fuerzas por todos estableceremos dos grupos, uno, el mas numeroso, quedará aquí con Sebastián nuestro alférez y Don Miguel para la defensa y cuidado del navío. Con veinte hombres vos, Don Martín, y yo partiremos hacia el interior hasta encontrar poblado en el que den noticia de nuestra arribada y nos den razones de camino hacía la capital.

En eso estábamos cuando una voz de alarma nos sobresaltó.

- ¡Alarma!¡Soldados a caballo desde el interior de la playa!
- ¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Mosquetes y cañones en posición de fuego a mi voz!

Don Sebastián, hom,bre decidido en los momentos reales de necesidad, me cogió del brazo y nos encaminamos hacia ellos con un mosquete como mástil con trapo blanco a modo de bandera de parlamento. Antes de encaminarnos hacía aquel grupo de hombres con extraños uniformes, mi capitán cogió un pequeño cofre. Tras nuestro, cien bocas de fuego apuntaban sobre quien parecía una patrulla avisada por algún vigía o lugareño que nos avistó, cosa bastante fácil con la paramenta que seguía a nuestros magullados cuerpos. Como de un sólo grupo se tratase, la patrulla de unos diez hombres, con aquellas bellas armaduras a las que tanto me aficioné después y de la disfruto mi visión aquí en mi hogar postrer de San Diego, se detuvo a veinte yardas de nosotros dos, que lo mismo hicimos. Un sol nos recalentaba las sienes ya de por si hirvientes. Mi capitán abrió lentamente aquel pequeño cofre del que extrajo un pergamino con caracteres orientales y una pequeña medalla de puro oro con símbolos paganos.

El lugarteniente al mando del destacamento descabalgó lentamente sin dejar de mirarnos. Al paso, con la mano derecha firme en aquello que luego supe llamar katana, se aproximó hasta quedar su rostro a menos de un pie del de mi capitán. Era algo mas bajo que Don Sebastián, aunque no creo que eso fuera obstáculo para entablar un duro combate sin definido vencedor. Las miradas de ambos se perdían en las de su oponente como queriéndo conocer el grado de bravura y decisión que residía en su contrario. No entendía a qué esperaba mi capitán. Segundos después con lentitud exasperante Don Sebastián le acercó aquella medalla rectangular a la vista del lugarteniente. No creo en milagros, pero hubiera jurado ante el tormento del Santo Oficio que aquél lo fue. En cuanto distinguió el medallón, sus ojos se agrandaron y como una ballesta de carruaje de forma mecánica se arrodilló ante mi capitán. Mi mano se relajó dejando correr la sangre entre mis dedos, hasta entonces aprisionando la cazoleta de mi espada.

Con un gesto de mi capitán aquel hombre se levanto y con otro las bocas de fuego de los nuestros apuntaron al suelo. En pocos minutos como buenos hispanos, dueños de medio mundo, nos pusimos a compartirlo y nada mejor que un buen café de puchero como inicio. Mientras en esa confraternización danzábamos, el lugarteniente mandó al galope a la mitad de sus hombres hacía la ciudad de Ugara. Las cosas parecían empezar a funcionar.

- Don Sebastián, ¿qué era ese medallón?
- Martín, este medallón me lo entregó el Virrey. Se lo había dado el shogun a Rodrigo de Valero como salvoconducto para cruzar las tierras de Japón en cualquier ocasión que lo necesitara. Esta ha sido una de ellas.
- Gracias al cielo y a Don Rodrigo. Creo que las cosas no pintaban bien.
- Así es, pero no se debe desenvainar acero hasta el último rezo.

Pocas horas después, una comitiva, esta vez de mas realengo en apariencia, apareció desde el norte de la playa. Uno de ellos hablaba nuestra lengua con lo que los gestos y las buenas intenciones en el entendimiento quedaron superadas. Aquel hombre de nombre Yoshimune Lenobu era el general de aquella región y lugarteniente de Tokugawa Leyasu, Shogun del Imperio del Japón.


- Sean bienvenidos a nuestro país, nobles españoles. Mis hombres estan valorando la situación de hermoso navío y en pocos días podrán sacarlo de este lugar para llevarlo a nuestro puerto de Ugara donde repararlo. Si tiene la amabilidad de acompañarnos vos, Don Sebastián, y quienes vos consideréis, tenemos cabalgaduras para vos y vuestros caballeros.

Así fue como Don Sebastián, nuestro renqueante padre Ruiz y yo mismo, tuvimos el privilegio de ser los primeros de aquella expedición en ver aquella ciudad llamada Edu[1]. Villa de enormes y maravillosos edificios que ninguno esperaba encontrar allende poniente de nuestra cristiana civilización. Nuestros hombres quedarían durante las reparaciones en Ugara.

Me van a perdonar, mis pacientes lectores que me detenga en estas líneas, pero mis huesos no perdonan y amenazan con quebrar si no toman descanso. Con la venia de nuestro Señor les prometo acabar de contarles nuestros avatares en este oriente tan olvidado antes de agotar los escasos días en que percibo el arribo a la meta de mi muerte...

[1] Actual Tokyo

martes, 29 de julio de 2008

Oro en Cipango (19)

...Dos meses y medio han pasado ya desde aquella despedida del Mª Victoria, de la compañía de sus prisioneros liberados, Doña Mercedes, su padre y Don Guzmán, aquel hombre que cambió un bergantín y unas duras jornadas en el sollado como reo, por un robusto navío de roble holandés una vez se expropiaran las vituallas, cañones y objetos valiosos, que de seguro pasarían a propiedad de la Corona. En aquella larga travesía atravesamos turbonadas de agua, viento y sal como dura prueba para hombres a los que nada nos quedaba mas que la Divina Providencia y las espaldas de cada uno apoyadas entre sí para sacar avante nuestra nave, que era sacar adelante nuestra propia vida. La situación del San Francisco no era muy buena, embarcábamos cada día mas agua entre las rendijas cada vez mayores en las juntas dañadas por la broma, ese molusco maldito para la madera de nuestro buques. Desde el domingo pasado se habían establecido turnos en la bomba de achique para mantener los niveles en valores seguros para la flotación. Don Sebastián y todos los que marinábamos el navío solo manteníamos la vista en el horizonte rayando el este y los oídos en los partes que el maestre carpintero nos recitaba en cada cambio de guardia sobre el nivel de agua embarcada.

Aquel día ya terminaba, nos disponíamos a dar cuenta de las últimas provisiones con cierto sabor terrenal, aunque desde hacía muchas singladuras en salazón. Pronto habríamos de reducir aquél régimen alimenticio a la maldita galleta que todo navío de su real majestad portaba en sus más inverosímiles pañoles. Digo maldita, pero de divina existencia, pues gracias a semejante duro biscote, gran parte de él con mas de un año a bordo, nos salvó a nos y a tantos marinos de morir de hambre en las grandes encalmadas que nuestro Eolo tenía a bien plantar alrededor de nuestras amuras.

En aquella ocasión, de forma inusual, tan solo nos reunimos alrededor de aquella mesa mi Sebastián, Don Miguel Rocha, Don Sebastián y yo. Mucho me extrañó la ausencia del padre Ruiz que no se perdía ninguna ceremonia en la que sediese oportunidad a ingerir alimento.

- ¿Y nuestro guía espiritual? No podemos empezar sin él.
- Hoy a nuestro Padre Ruiz le he mandado a rezar con la marinería, que falta les hace un poco de caridad cristiana

La forma de decirlo y de mirar no era la propia de otras veces, con lo que me dije que era mejor quedar a la espera “en facha” y ver acontecimientos.

- Don Miguel, ¿cómo tenemos la sentina?
- Picando la bomba de achique sin tregua, de momento sacamos más de lo que embarcamos, pero no durará mucho este cantar. Necesitamos arribar a un apostadero que nos permita reparar la nave o no se logrará la empresa.
- Tenéis razón. Creo que si se mantienen estos húmedos vientos del sur, con ayuda de Dios, arribaremos antes de que las cosas empeoren. Este mediodía calculé la altura al sol y mantenemos una posición bastante aproximada a Monte Rey, que es la guía indicada por los anteriores capitanes que esta ruta ya hicieron, mas desde aquella turbonada de casi seis días que nos obligó a correr el temporal, no tengo una referencia correcta de nuestra longitud. Ese maldito temporal nos corrió tan al oeste como sus malas entrañas le dio a entender. A estas alturas deberíamos ver ya las costas del Japón.

- Recemos para toparnos con ese Japón al que tanto interés tiene nuestro Rey que arribemos con fortuna.
- No lo dudéis, Don Miguel, pues no sólo misión nuestra es mantener y fortalecer nuestras relaciones diplomáticas como pretende nuestra Corona, sino la de establecer lugares donde poder hacer escala nuestras naos desde las Filipinas y mejorar nuestro comercio. Eso con la venia del emperador de aquellas tierras.
- ¿Y si no nos la dispensa?

Don Sebastián se aproximó a un pequeño arcón empotrado en la amura de babor, con parsimonia esperó al clic metálico propio de cerradura bien engrasada para extraer unos documentos que fue hojeando hasta detenerse en unos párrafos concretos

- Si no la dispensa, nuestra misión será convencerle, darle aviso y recomendanción de que es mejor que lo haga. Si me permitís continuar, además de todo esto como verdadera excusa de peso que es nuestro viaje para cumplir con mi labores diplomáticas ante el shogun en aras a conseguir licencia de comercio y apostaderos que beneficien a ambos, nuestro destino también esta escrito en lo que de seguido os leeré. Lo que aquí voy a leer es secreto Real, castigado con muerte al cañón su difusión sin mi autorización, leo la cédula real. “...haviendo de treynta y dos a treynta y cuatro grados dos yslas que llaman Rica de Oro y Rica de Plata a oeste leste de puerto de Mte. Rey casi en un mismo paralelo aunque en gran distancia de longitud y que todos los que an tratado de aquella navegación y la an hecho dizen que ambas son muy a propósito para hazer escala las naos de filipinas y que combiene reconocer y poblar alguna de ellas para este efecto...”

Continuó leyendo, estaba clara nuestra doble misión, la diplomática y comercial por un lado y la de conquista y localización de aquellas islas de gran valor estratégico, de las que todos los rumores hablaban como repletas de enormes riquezas que en ellas debían haber. Había una tercera misión, la que realmente mueve las almas inexpertas, la avaricia.

- Pero aún tenemos más motivos y buena prueba de estos los tuvimos al zarpar de San Blas; nuestro Gobernador de la Filipinas en su entrevista con el segundo Shogun Tokugawa, corroboró la presencia de los holandeses en tratos con ellos. La cuarta parte de esta misión es la de localizar sus factorías y si es posible convencer al Shogun de que los expulse del país, en caso contrario con sus posiciones a buen recaudo, dar aviso al Gobernador de Filipinas para hostigarlas hasta destruirlas desde nuestras Islas mas al Sur. De todas formas no sabemos la situación del Japón después de la marcha de Don Rodrigo de Vivero. Mis órdenes son éstas, unas escritas, otras transcritas a voz al oído por nuestra excelencia en México. Como mis hombres de confianza os las hago saber a estas alturas, en que creo estamos pronto a arribar a sus costas. Hemos de mantener la unión estrecha y los ojos y oídos abiertos al máximo prestos a cumplir lo que nos encomienda nuestro país. Será difícil pero nada hay a proa que pueda con nuestro espíritu bendecido por Nuestro Señor.

Quedamos todos mudos, la empresa era de envergadura y eso nos hacia empequeñecer, teníamos seguramente el mejor navío del Mar del Sur en aquellas latitudes aunque hacía aguas. Teníamos una tripulación ignorante de la verdadera misión a la que habría de informar y dejarla lista para el combate si eso fuera preciso. Los holandeses acechaban ya por aquellas latitudes y eso nos iba obligar a ser cautos. El reto estaba definido, la voluntad de hierro, los sueños de gloria y honor con el dorado del oro esperaban , había que mantenerse a flote y no solo era el San Francisco el que lo necesitaba.

Cada uno se retiró a descansar, menos Miguel Rocha que presentía la llegada y prefirió acompañar a su piloto. La noche fue revuelta por el duro cabeceo del navío y los continuos sueños abonados por negras semblanzas acechantes sin tregua durante la madrugada. No pude mas y poco antes de la amanecida ya me encontraba sobre el alcázar con mi buen Don Miguel. Nos miramos con la tensión tatuada en los ojos. Realmente ninguno pudo dormir, mientras manteníamos nuestras ganas de lanzarnos y correr sobre las aguas, como ya hizo nuestro Señor Jesucristo, en un vano intento por alcanzar lo que se nos antojaba cada vez mas inalcanzable. Mientras, el continuo picar de la bomba de achique, su ritmo agitado simulaba la del propio palpitar de aquél navío con todos nosotros a bordo que luchábamos por resistir y arribar como fuera.

- ¡¡¡Tierra!!! ¡¡¡ Por la amura de babor!!! ¡¡¡Tierra!!!







Un lengua de tierra se presentaba, Uraga estaba cerca, descanso y reparación al fin...



Armida esta entrega, si en algo vale, es tuya, que no hay que deprimirse pues siempre hay una orilla mas adelante que seguro nos dejará reposar nuestro atribulado sentimiento.


Un beso

lunes, 28 de julio de 2008

Navega Velero Mio


Navega velero mío, navega surcando cielos
que no son mas que mares de lugares inversos
donde se intercambian los reyes de los vientos
que igualmente soplan inflando la lona sujeta a la escota.
Lona tal que piel que tantos esfuerzos pusiste en reparar
piel que tensa se rasga si el embate vital se luce bravío.

Navega velero mío mientras enfrente no hallas quien
se una en tu latir de brega, de lucha por el sueño a batir
marinando latitudes con el ansia que brota del deseo de tierra divisar
de avistar velero hermano al que a su amura poder amadrinar.

Navega velero mío, navega sin más
pues es la mar tu propia vida
y tu estela lo que sobre ella dibujarás.

No busques más, navega sin más.
Eolo, Poseidón, tu dioses sonríen
Solo ellos saben cuando te recibirán.


“...Navega velero mío, sin temor que...”

sábado, 26 de julio de 2008

A La Rosa

Es la rosa de los vientos símbolo y razón,
es la fuerza y el viento la Ley verdadera
para quien tiene el sueño como bandera,
para quien cree sin esperar de nadie compensación.

Rosa de mil puntas, tantos como rumbos que tomar
donde dirigir deseos, proyectos y miradas
donde sin llanto otras te esperan por sentirse amadas
y de seguro será su rosa la que a ti las hagan apuntar.

Cuida de ella, mímala mientras ella se deja el imán
entre olas y embates del perenne y humano temporal
que solo busca desviar su verdad por romper tu ideal.

Rosa que traes la señal del alma que te lleva
Nada soy sin ti aunque te olvide a veces,
todo soy cuando te sigo, pues a mi alma diriges.





Fuerza y Honor (P.C.)

viernes, 25 de julio de 2008

Oro en Cipango (18)

... Don Sebastián, con dos órdenes claras dispuso los camarotes de Don Miguel Rocha para padre e hija y destinó a su segundo al camarote de aquel rastrero contador de apellido Villarejo. Y es que la miseria sea de camarote o de hambre se transmite del poderoso al débil en su gradual e imperturbable transición de descenso. Nuestro navío era quizá el mayor que habría en aquellas latitudes, si exceptuamos el galeón de la china. Aún así adolecía de las comodidades de un buen galeón de las Indias y, por ello, nuestro capitán puso todo su empeño en mejorar las condiciones de aquellos huéspedes inesperados. Por mi parte la recepción con bendición incluida del Padre Ruiz fue apoteósica, me había convertido en un héroe ante aquellos hombres, muchos de ellos sin otra visión que la que delimitaban las bordas del navío como su universo vital. Lo celebramos con las debidas y obligadas oraciones al Altísimo, mientras desde el antes nombrado Mercurio y ahora rebautizado como María de la Victoria por deseo personal y concesión sin tribulación alguna de Don Sebastián, llegaban los gritos de los cordeleros tentando las escotas nuevas desde las vergas, los golpes metálicos de decenas de martillos sobre clavos que aseguraban tablazones de fortuna sobre boquetes y regalas destrozadas por el combate que predecían una noche larga de duro esfuerzo reparador para aquellos orfebres de la navegación.

Con casi la media noche sobre nuestras cabezas nos sentamos a la mesa del comandante, creo que nadie reparó en abrir sus baúles para vestir las galas pensadas para nuestro deseado desembarco al otro lado del mundo; y es que se respiraba la tensión que irradia una mujer sobre cubierta y eso daba alas al espíritu embrutecido que brota cuando hombres entre sí y la nave es lo que se encuentra en cada singladura. Rematamos las últimas carnes en salazón que aún no estaban en exceso saladas y corrieron bastantes frascas de buen vino del virreinato.
- Contadnos, Don Dionisio. ¿Cuál es motivo de tamaña travesía desde el alto Perú? Según mis noticias no existe relaciones comerciales marítimas entre ambos virreinatos por vía marítima
- Capitán, tenéis razón pues no es otra la razón de mi arribo a estas latitudes que la encomienda del Virrey de aquellas tierras de sur para mi colaboración en el establecimiento de tierras de cultivo. hace dos años se recibieron, con la llegada de colonos nuevos, la impronta de las nuevas técnicas de labor llegadas de la metrópoli. Apoyé éstas con el asentamiento de estos colonos en mis tierras del Perú y se demostraron sus valores. Parece que por esta razón me reclamaron en México.
- Buen olfato tiene nuestro Virrey Don Gonzalo para los negocios y prosperidad del reino. Pero no creáis que sólo lo tiene para los negicios , por ello le ruego que reciba este consejo de mi persona sin ofensa para vos, Don Dionisio: cuídese de mantener mucho tiempo cerca de Don Gonzalo a tal bella hija o no habrá cultivo de mies que frene sus pecaminosos ímpetus.
Nos miramos, miramos a Don Dionisio y a su hija con mirada con diana certera al plato para no mostrar su segura vergüenza y aquel silencio trepanador duró lo justo hasta romperse por las voces indignadas del Padre Ruiz.

- ¡Capitán! ¡Dios le libre de volver a poner tales pecados en boca de su excelencia! Don Gonzalo es hombre cumplidor con nuestra Santa Madre Iglesia, de beato proceder y de una sola mujer.

Las carcajadas inundaron la estancia al escuchar tal encendida defensa del Padre, que no esperó contestación de Don Sebastián, hincando el diente a la última pata de cabrito que sucumbía ante aquella fuerza contra el hambre propia.

- Mis disculpas, Padre. Aún así Don Dionisio, aceptad mi consejo de amigo. ¡Brindemos por la victoria, caballeros!

Fue una velada tardía impropia de un barco en alta mar, pero hizo que sintiéramos liberados los unos de nuestras ataduras, mientras otros festejaron el encuentro y conocimiento real de personas a las que ahora conocieron verdaderamente en combate, donde la sangre, el miedo, el honor, el recuerdo de lo bueno y los temores a lo malo recorren las almas y destruyen los valores que antes férreos aparentaban. Tras aquella velada no dimos lugar al descanso, Don Sebastián, Don Miguel y yo interrogamos a Don Mauricio, hombre al que aquel trato de igual y las mas de tres frascas de vino liberó también, pero de capitán discreto a bravo lenguaraz. Descubrimos el plan de localización de fondeadero discreto, donde crear una base holandesa con la que hostigar a nuestros apostaderos y reforzar de forma progresiva con otros navíos. Le informamos que sería juzgado en la corte del Virrey y que, en caso de conversión a la verdadera religión y renuncia a su pertenencia a los rebeldes orangistas, sería bien recibido entre nuestra sociedad, tanto él como su tripulación. En caso contrario se aplicaría la sentencia dictada en el juicio sumarísimo con presencia del virrey.

Con la amanecida, todos los oficios continuaban su duro trabajo. Comprobamos que el palo mayor estaba enhiesto y aparejado con cables, escotas, cabos y aparejo suficiente. La balconada de popa había sido sellada de una forma un tanto basta, pero segura y el velamen estaba listo para ser izado sobre la jarcia. Requisamos la mitad de los barriles de pólvora y los cañones de menor calibre para armar mejor nuestros alcázares de popa y proa. Balerío, mosquetes y chuzos de abordaje también traspasamos en la misma proporción. Solo quedaba designar guarnición para escoltar a la tripulación que marinase el Mª Victoria hacia Acapulco. En esto último era Don Sebastián ducho y de buen cálculo, por lo que escogió a doce hombres bien compensados al mando de don José de Urquijo quién, como recordarán quienes hayan llegado hasta esos folios, era nuestro maestre de campo. Hombre al que Don Sebastián descubrió en el combate como poco amigo de dejar ver su piel al plomo enemigo y su ánimo a la moral de sus hombres.

- Don José, vos como maestre de campo llevaréis este trofeo a su excelencia el Virrey, seguro estoy de vuestro conocimiento y valor para alcanzar la meta por la que seguro os recompensará su Excelencia.

Aquellas vacías palabras que cualquier hombre de reales principios sabría distinguir como cantos de falsa sirena, unidos al sonido de la palabra “recompensará”, largaron en volandas el trapo del navío mental de Don José, que sonrió con un brillo que me trajo recuerdos despreciables de tiempos que parecían olvidados. Antes de despedir a Don José, nuestro capitán le entregó dos cartas lacradas para su Excelencia el Virrey. La mirada con el brillo propio del regalo al amigo que cruzó conmigo, me convenció que en una de aquellas misivas, iba mi perdón. Mi Sebastián entregó el navío a Don José y retornó a nuestro “San Francisco”. Sin mas, largamos cabos, y con la lentitud propia de aquel viento sin fuerza nos fuimos separando las dos naves.

El viento se mantenía flojo del oeste, con lo que mantuvimos el rumbo que llevábamos al encontrarnos con aquella presa. Mientras el Mª Victoria se alejaba algo mas veloz con el viento acariciando suavemente su popa, como besando espalda de mujer por hombre enamorado. Una andanada de saludo nos hicieron casi a la línea de horizonte, a la que respondimos con orgullo. Cipango nos esperaba, sin mas demora que la aquellos ancianos cascarrabias se propusieran plantando viento y mar ante nuestra proa. Pero a fe que sería nuestro.
El viento roló al fin en media jornada más de navegación y ya con la anochecida nuestro tajamar hacía el rumbo oeste noroeste...


jueves, 24 de julio de 2008

Oro en Cipango (17)

...salimos a cubierta, el olor a pólvora recién descargada por aquellos nueve hombres apostados en el castillo de popa abrasó mis castigados pulmones. Con un grito del holandés, seguido de un disparo contra el cielo estrellado desde uno de mis pistolones, todo el mundo se detuvo. Sin más que dos palabras rotundas y claras en su idioma todas las armas que portaban dieron en cubierta con un seco sonido amortiguado por la madera sobre la que nos encontrábamos.

- ¡Reduzcan a los prisioneros en los sollados hasta que arribe nuestro navío! ¡Téllez, encienda los fanales que aún se mantengan en condiciones y, junto con Marquinez, barajen a través de esta oscuridad hasta encontrar al San Francisco y dar nuevas de nuestra posición a nuestros compatriotas! Don Mauricio, acompáñeme a su antigua cámara, creo que me debe una explicación sobre la presencia de vos y sus hombres en estas latitudes!

Así nos encaminamos al escenario en el que nos batimos en duelo a muerte, Salazar se encontraba liberando a aquellos dos hombres y la dama.

-Antes de que se digne a relatar sus andanzas por este, ha de quedar meridianamente claro a vuecencia, nuestro Mar del Sur; permítame, Don Mauricio, presentarme a vos y a sus "huéspedes" liberados hoy. Mi nombre es Don Martín de Oca, Conde de las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, al servicio de su Majestad Don Felipe III y de vuestras mercedes si ha menester. Provengo, junto con mis diez hombres del navío "San Francisco" cuyo comandante es Don Sebastián Vizcaíno, encomendado de Su Majestad.

Apenas terminé de hacer aquella somera presentación, cuando se adelantó uno de los dos caballeros, quizá el que menos estampa tenía de ello. Por sus trazas podía adivinar que era un burgués, de esos que, sin título, ni nombre buscábase la vida en aquellas tierras de formas y maneras mercantiles, lejos de las Españas donde dominaban las rancias costumbres en lo tocante al mal concepto del progreso de quién no fuera descendiente de algún abolengo y estirpe noble. Aquél hombré notábase apocado, temeroso y deseoso de ser reconocida su desgracia, que pronto relataría a borbotones por su boca contable, para así recuperar lo que le parecía perdido por un golpe de mal fortuna y un maldito encontronazo con la piratería que tanto abundaba en el otro lado de las Costas de la Nueva España, aunque no fuera moneda habitual a este lado.

- Con vuestro permiso presentaré a vos mi humilde persona y la de mis hermanos en cautiverio a bordo de esta nave, señor Conde. Mi nombre es Don Guzmán de las Heras, comerciante de El Callao en ruta de navegación con telas y café al puerto de Acapulco. En mi travesía, bendecida por nuestro virrey del Perú, acompañábanme dos personas de noble origen que si me permitís con gusto os presentaré. Doña Mercedes de Nápoli y su padre don Dionisio de Nápoli, nobles personas a quienes se me encomendo trasladar a la villa de Acapulco, para luego seguir ellos hasta la capital del Virreinato y contactar con el Virrey de estas tierras norteñas. Hacía allí dirigía mi goleta "Mariana" con la venia de Poseidón, cuando fuimos abordados por este navío disfrazado de mercante. Luchamos mis hombres y yo con el denuedo que brota del miedo y la defensa de lo que de uno es; más fue imposible mantener un lucha tan desigual, nuestro número era menor y nuestra preparación para la lucha no podía igualar a la de hombres de mar y guerra, como son los del Mercurio. Los daños fueron letales en la línea de flotación de nuestra "Mariana" por lo que recuperamos lo que la divina providencia permitió, quedando como prisioneros a bordo de este barco que vos acabáis de liberar...
- ¿Y sus hombres, Don Guzmán?
- Ocho eran al embracar en esta nave y, si no han perecido en la refriega de nuestra liberación, se encuentran en la cubierta inferior en los sollados de proa, lugar donde hasta antes de su providencial aparición nos encontrábamos tambien nosotros.
- ¡Francisco, que le acompañen Rey y O`Groats y liberen a esos hombres de inmediato! Doña Mercedes, Don Dionisio y vos, Don Guzmán, no se aflijan más, en poco tiempo arribará nuestro navío donde podrán descansar y reponerse de tales sufrimientos. A vos, Don Guzmán, en verdad lo considero un hombre de suerte, pues estoy seguro que habrá de haber un justo arreglo que de otra forma no podrá ser, sino el de barco por barco, de tal cosa yo mismo me haré responsable ante mi comandante Don Sebastián. Ahora salgamos al aire de cubierta para respirar limpio y dejemos este lugar tan lúgrube y maltrecho por la pólvora del Rey. Vos, Don Mauricio, tengo vuestra palabra de caballero, por lo que podéis acompañarnos sin sentiros preso de ligaduras.

Salimos a cubierta donde los gritos de júbilo se percibían desde el San Francisco a menos ya de dos cables y en maniobra de amadrinaje a nuestra amura de estribor. Decidí dejar a Don Mauricio para cuando las cosas calmaran en mayor medida y pudiéramos hablar con mayor distensión. La maniobra hasta amadrinarse los dos navíos se hizo rápida y sencilla gracias a una mar calma y ausencia casi total de viento. En cuanto las dos amuras se besaron, un hombretón con verdadera planta de Capitán del Rey nos abordó aferrado a una escota de la mayor para caer sobre la cubierta de nuestra presa. Era mi bueno de Sebastián, que fue verme y, después de comprobar que todos los huesos se encontraban en su lugar, darme un abrazo capaz de descoyuntarlos.

- Calma muchacho, que no hay pólvora ni balerío que sea capaz de acabar con el pellejo de un nacido en las tierras del Cid. Por mucho que la Muerte llame a la puerta de mi alma, no Le daré paso franco, hasta no ver al maestre de campo que se que serás.

- Don Martín, creí que no os volvería a ver. Gracias doy al cielo oscuro como bolsa de ciegos presagios que tal miedo me agarrotó de continuo hasta no distinguir los fanales de vuestra presa.

Nos abrazamos, quise aplacar aquello ánimos en exceso emocionados y le envié ordenar y comprobar la situación militar del navío apresado, nos vendrían bien cañones, pólvora, mosquetes, balerío y tantas cosas mas que de seguro no encontraríamos de tan fácil factura y posesión en aquellas tierras de la China. Don Sebastián arribó sobre el Mercurio, con lo que dejé a mi ahijado en aquella misión mientras me dirigí a nuestro comandante.

- Don Sebastián, aqui os entrego el navío, a flote y sin novedad. Holanda es su procedencia y Don Mauricio de Dillenburg su comandante que presto nos dará sus documentos y misión. Además he de deciros que traemos huéspedes de postín a bordo con la tripulación de la goleta Mariana apresada y hundida por el Mercurio.
- Lo he pasado mal Don Martín, sin dudar de vos, pero he temido por vuestra vida, aunque desde que os conocí supe que érais un verdadero superviviente, algo que cada vez percibo mas necesario en esta nuestra España que se ahoga entre guerras que a nada llevan y solo hacen que agotar nuestros ánimos. Bravo mi señor conde, que así os nombraron y así volveréis. Aquellas últimas palabras me revolvieron el pecho hasta lograr que alma y corazón volvieran a unirse en santa hermandad. El ánimo de Don Sebastiñán, cual ángel redentor se avino a darme lo que mi ceguera habíame arrebatado semanas y mese atrás.




Con toda la documentación del navío que no tuvo tiempo de arrojar Don Mauricio, nos dirigimos al San Francisco mientras, los calafates, cordeleros, carpinteros tanto españoles como holandeses se afanaban por aparejar de fortuna al Mercurio. La mar estaba "de buenas" y había que aprovechar. Quedó Sebastián al mando con veinte hombres de guarnición, mientras nosotros nos encaminábamos a la camara de nuestro comandante a borde del San Francisco. Mi gaznate y el de Don Mauricio iban a sentir en breve el gustoso sabor que deja paso de deliciosas viandas por ellos, algo que horas antes no creían volver a hacerlo nunca más...



lunes, 21 de julio de 2008

Misiva a futuros antiguos monarcas

Tus ojos recorriendo entre miradas sus siluetas eternas
como si desearas a ellas grabar en lo perenne de tu memoria.
Velocidad sobre viento libre que aturde a tantas almas
desnudando con su fuerza sus débiles y falsas capas
con las que disfrazan su escasa fuerza humana y moral.

Al fin encima te detienes mientras el viento tozudo se mantiene.
Verdor frondoso, litoral de blanco tropical centrado su volcán
de vapores y fuegos alternos frente a la continua calma mortal
del ambiente mundano sobre el que rehusan tus islas aunar.

Islas escindidas de continentes rasgados por la falsedad
de una forzada y frondosa luminosidad creada de artificio
por tantos espíritus sin olor ni sabor real pues años ha perdieron su oficio.
Islas escindidas como archipiélago rodeando ese volcán
al que se unen y defienden un reino que monarca espera.

Reino que vive en el interno pecho de quien esto lee
inconsciente de que inmaculado e intacto le aguarda
mientras ávido lector busca, ignora, cree, lucha sin gloria
ignorante de su reino deseado fuera no se encuentra.






Como vano fulgor el volcán derrite su nevada cumbre
para desde dentro despertarlo sin a fe cierta lograrlo
pues el ciego perfecto es el que solo desea el negro ver.



Ve, mira dentro,
sólo así tu búsqueda terminará,
cuando reconozcas tu propio calor
El de tu interno volcán centro y fin de tu Isla de Paz.


Yo, El rey de las Islas Escindidas

sábado, 19 de julio de 2008

Oro en Cipango (16)

...una vez botada la embarcación, uno a uno fueron a ella subiendo los hombres, todos voluntarios para aquella pequeña aventura dentro de la mayor, que no era otra que arribar a Cipango y volver con honor recuperado y el triunfo en el brazo. Fueron voluntarios todos, embarcaron tres artilleros, Juan Marquinez, Iñigo Arruza y Francisco Tellez, los tres de la villa de Bermeo en el Señorío de Vizcaya, los nombro en grupo porque eran como un tridente que a todo acometían juntos. Siendo de madres diferentes su alumbramiento, parecían, sin embargo, haber visto la primera luz de vida desde la misma mujer. Hasta hacer los diez embarcaron marineros duchos en el arte de abordar navíos y ser campeones de boga frente a cualquier ola que se plantara avante, Manuel García, José Rey, Luis Barreñada, Guillermo O’Groats, Carlos Oliveira, Fernando de Salazar y Urbano Mañán. Sus nombres escribo porque merecen ser nombrados tales hombres que sin presión jugáronse tal apuesta contra la muerte por la gloria de alguien que vivía a miles de leguas de este lugar, donde aquel diminuto serení mantenía a flote sus vidas; alguien ignorante, alguien que rey era, ignorante de la sangre que su nombre provocaba.

Uno a uno fueron arriando los remos debidamente forrados de lona para amortiguar los golpes sobre la mar. Nuestro capellán, el padre Ruiz con verdadera humanidad perdonó uno a uno los pecados que de seguro cometieron antes y de seguro cometerán allí donde nos encaminábamos. Sus tacto a pesar de su físico era propio de hombre santo, aunque esto último lo fuera tanto como yo mismo, pero de todos es sabido que un buen aderezo hace que la mitad de tu presencia haga que de tal cosa te definan. Un hábito, aquellas manos dando serenas bendiciones ante una cruz de plata, todo aquello en singular trance de vida o muerte, daban la imagen de un hombre santo en conexión directa con Dios. Seguramente así fue y si no, seguro estoy de saberlo en breve tiempo; ese periodo que resta para arribar al momento en que tenga la oportunidad de ver mi vida recorrida y reparasda junto al máximo juez de todos los hombres.

Como ven, mi buen Sebastián no embarcó, no fue esto por no desearlo él como el que más, sino por mi negativa ante nuestro capitán y su acuerdo a tal negativa. Me abracé a él como si su padre fuera, pues de tal manera me sentí desde que conmigo se vino desde Acapulco.

- Sebastián no es esta tu guerra, serás grande, serás un gran hombre para Su majestad y sobre todo para este reino de Nueva España que necesita de hombres como tú, hombres que sepan distinguir entre la lealtad propia de can y la hombre. Esto no es para ti, debes quedar al lado de nuestro capitán y, en caso de mi muerte, ser lo que yo fui, huyendo de lo que conmigo vino destrozando mi razón. Cree en todo el que de frente se ponga sin mirar su escudo y origen, pero no dejes de mantener el acero aferrado a tu brazo, pues es este el que será tu mas fiel compañero. Ama sin límite y arriesga en ello tu corazón, pero nunca tu razón que será la que te mantenga erguido ante cualquier situación. Hasta pronto mi Alférez.

Un abrazo de fierro fue lo que sentí mientras percibía el correr de su lágrimas en aquella noche de trances y despedidas sin tiempo de retorno claro. Embarcamos todos y en la oscuridad intensa nos fuimos separando de nuestro navío, perdiendo a la segunda estropada su silueta y su olor a madera y hombre, tan solo se alejaba de forma mas lenta el sonido cada vez mas lejano del Padre Ruiz y sus run run“... el señor es mi pastor y nada me falta, el me...”. En silencio bogaban aquellos hombres a una cadencia propia de boga de combate, sin cómitre ni mas rebenque que sus propios deseos de tomar la amura del Mercurio. Aquel navío, mas bergantín enorme que navío, se percibía cada vez mas próximo, no quedarían mas de dos cables de distancia cuando aquella señal propia de faro alejandrino que de él provenía se extinguió. Seguramente habían logrado apagar el fuego; estimé que no estarían en condiciones de navegar hasta que no se templasen sus ánimos, ya que un incendio a bordo es la situación mas terrible para un hombre de mar. Eolo parecía mantenerse de nuestra parte manteniendo su divina boca cerrada y con tales augurios decidí cortar su popa.

Allí estaba la balconada de popa o, lo que en algún momento pasado debió ser un balconada de dos niveles que ya solo aparentaba la boca desdentada de un monstruo marino, “le dimos duro y bien” pensé al ver tales daños. Sin evitarlo mi diestra se santiguo por las almas de los caídos en aquel embate de hierro y fuego. Redujimos el ritmo, quedando cuatro marineros a los remos y con sigilo y la discreción mas absoluta preparamos el abordaje.

Barreñada, y Oliveira a mi orden quedaron a bordo del serení, uno al remo de popa y el otro con los frascos incediarios listos para la última baza en caso de derrota, los demás me siguieron. Cuchillo en boca, pistolones cruzados a mi espalda, así lentamente subimos por aquella amura de babor poblada de rotos que servían de asidero. Voces que aunque en casi susurros eran marciales, violentas y cargadas de la premura de quien necesita huir ante algo que se viene encima. No sabían que ya estábamos allí. Alcanzaron mis ojos el ras de la cubierta, un enjambre de cabos, lona, velamen sobre la mesana y la mayor abatidas sobre esta. Casi toda la tripulación se hallaba a proa intentando aparejar el dañado trinquete con aparejo de fortuna, era nuestra mejor ocasión de poner pie en cubierta y establecer forma de batir desde el castillo de popa. Con un gesto confirmé el paso casi franco. En pocos segundos los nueve suicidas alcanzamos cubierta, Rey y Mañán se hicieron cargo de los dos infelices que guardaban la cámara del comandante o lo que de ella quedaba, mientras bien pertrechados de balerío y pólvora puse a Manuel García , a O`Groats y los tres vizcaínos apostados y cubiertos entre aparejo y lona del castillo de popa. Fernando Salazar y yo nos dirigimos a la cámara del capitán. Mi sorpresa fue la de encontrar a una dama y dos caballeros, pues así los definí por su vestimenta, amordazados y maniatados. Aquel golpe de visión no me permitió recibir un impacto de espada que gracias a Fernando pudo ser solo un rasguño en mi hombro izquierdo. En aquella penumbra tan sólo pude distinguir a un hombre furioso que defendía lo poco que le quedaba ya, la honra y la vida.
- ¡Si sois caballero en verdad, aceptad este duelo! ¡Con mi vida os cedo lo que queda de mi nave! ¡Con la vuestra nos dejaréis en paz!
- No tenéis ventaja tal, mas por caballero os la doy. ¡En guardia, por Don Felipe!
- ¡Menos no esperaba de vos! ¡por Don Guillermo!

Nos batimos, como verá quien estos pliegos lea, por dos hombres que lejos estaban de aquellas latitudes. Aquel hombre, Don Mauricio Dillenburg, luchaba con ardor y conocimiento de cómo batirse. Dos golpes de acero rasgaron mi peto que aquella semioscuridad entre obstáculos sin conocimiento me hicieron errar en mis movimientos. Los golpes secos acero con acero se mantuvieron minutos largos como singladuras sin viento, el cansancio golpeaba las sienes, el sudor humedecía las manos, un golpe mal calculado clavó mi espada en el palo de mesana que atravesaba la cámara de fogonadura a fogonadura. Intenté sacarla de aquella trampa de madera, pero la fuerza con que la clavé hizo del vital esfuerzo algo imposible. Don Mauricio vio su barco libre, su vida larga de nuevo y enfiló sin más hacía mi pecho sin otro motivo más que nave y vida propia que, al fin y al cabo, es lo que sucede cuando se lucha a muerte, se lucha para evitar la de uno, nunca la matar al otro. No había sido Don Mauricio hombre de batidas en tierra, ni lucha en tercio sobre pantano holandés, tampoco de callejón oscuro con nulas posibilidades de ver la luz; mi vizcaína salió de mi bota para parar aquél golpe mortal y aprovechar tal ímpetu para descabalgar de su mano la espada, que inerte cayó sobre aquella cubierta derrotada mientras él tratabillaba sobre el otro lado.

Mi daga presta marcaba su gaznate, mis pulmones querían salir del pecho y su mirada victoriosa alegría tornóse en dos oscuros pozos de derrota. En ese momento explotó un grito de alarma seguido por una descarga de mis hombres apostados sobre nuestra cámara.
- Mi caballero Holandés, por las vidas que no se han de perder saldremos a cubierta a rendir la nave. Eso o la muerte de sus hombres y la suya después para ser sabedor de su crimen y llegar preparado frente al Altísimo.
- Como vos digáis. Tenéis mi palabra de que detendré su defensa.








Su palabra era para mi suficiente, aflojé mi presión sobre su vida y salimos a cubierta, la victoria era nuestra y nuestro el navío junto al "San Francisco" que sigiloso se presentía...

jueves, 17 de julio de 2008

A Mi Buen Don Martin

Decisiones que encierran valor en su propio devenir,
miedos que nacen ante el mismo umbral de tamaña acción
por ser quien cree ser, quien debe ser sin mayor demora
por sentir su pertenencia a quienes con él compartirían la ultima hora.
Diez almas y un solo corazón, remando al mismo pálpito
Tensión entre tanta sal mezclada de procelosa e inmensa mar.

Silencio, entrecortada la respiración.
Ante el reto, sus hermanos de mar aprietan los dientes
jirones de la propia piel darían por junto a ellos remar
y encontrar la incógnita enemiga por el azar
de un poder que divino se cree, cuando en verdad es terrenal.
Posesiones, tesoros, conquistas como destinos de mar.




¡Larga el garfio, haz la señal!, muerde el filo con pasión
no lo esperan, solo combaten su fuego y terror,
hombres que en otro idioma expresan el mismo dolor
el miedo, los sueños, la venganza, el amor.
Son hombres que diferentes se ven aunque iguales son.

Maldito poder, maldita religión
maldito egoísmo, maldito deseo de posesión.
Maldita ignorancia llave de tanto dolor
hacedora de llanto por la oculta y sempiterna razón
que mueve montañas de mar y olas de tierra:
avaricia, despotismo regio, odio, ciega religión.

Arriesgar para vencer
así lucha el que busca triunfo y gloria.
Arriesgar y convencer
así lucha quién desea unir ilusión con pasión.


miércoles, 16 de julio de 2008

Oro en Cipango (15)

...La noche impasible e inexorable se echaba encima sin poder distinguir pabellón en la mesana de aquel barco. Nuestro navío hacía rumbo sur a la búsqueda de un paso que al fin Eolo nos diera y trabar así millas hacia Cipango. Aquel misterioso navío de menor porte que nuestro “San Francisco” hacía rumbo norte.

- Capitán, no es del arqueo del Navío de la China, ni es esta la época de su arribada a las aguas de Nueva España. Naves de esa clase no dispone Su Majestad en estas latitudes, bergantines y faluchos es posible, pero no un galeón como parece aquella nave. Puede ser alguna expedición en su busca desde Panamá o incluso desde El Callao.
- Tenéis Razón Don Miguel. Pero nos, tenemos la honrosa constumbre ante navío enfrente de mostrar nuestro pabellón y esa insana costumbre de no mostrarlo britana es, que mucho ganan con ellos estos herejes.
- Sea lo que Dios disponga, creo que se hace obligado arribar a su amura para identificar quién es quien comanda la nave.
- Así será. Don Miguel, mantenga zafarrancho y prevención para el combate. Hágalo cumplir sin que se note actividad alguna extraña. La baterías de ambas cubiertas prestas al combate con las portas cerradas. Sebastián vaya con nuestro maestre, Don José y prepare los soldados camuflados entre la batayolas. No quiero reflejos ni metales al viento. Mosquetes listos y en prevención a mi señal. Haga subir a las cofas a varios soldados vestidos de marineros y con los mosquetes prestos. ¡Viramos, piloto! ¡Proa a su aleta de babor! ¡Cañones de caza listos y dispuestos para andanada de aviso! En cuanto la dotación esté dispuesta y en atención Don José y Don Martín conmigo a mi cabina.




Viramos en una violenta trasluchada, tras una momentánea caída en la velocidad comenzamos a ganar nudos corridos, soplaba de través y apuramos la lona hasta hacerla rechinar entre sus hilos por cazar todo el viento que nos pusiera Eolo sobre la amura de babor. Llevábamos el barlovento con nos y eso nos daba ventaja. Dejamos al padre Ruiz perdonando sin medida los pecados de aquellos hombres rudos con el miedo a verse las caras con sus cuitas frente al Sumo Hacedor por una bala de cañón o astilla malparidas, que como veneno mortal se clavasen en la piel y nos reunimos en la cámara del comandante.

- Caballeros, aún no estoy del todo seguro, pero todo me lleva sospechar que ese navío no es trigo limpio. A nuestra maniobra ya debería haber mostrado su pabellón y no se ha dignado. Me extraña que los britanos tengan navíos tan lejos de sus costas con lo que les llevamos dando en sus propias costas, pero poco erraré si no es algún mercante artillado de los Orangistas. Tengo noticias que su marina es poderosa y busca apostaderos donde seguir expandiendo su comercio contra los intereses de nuestra Corona. Por ello, sin despertar mas sospechas que la de ser un navío de la Armada Española que exige su inspección nos aproximaremos a su posición. Don José, sus hombres listos para baquetear la cubierta enemiga de banda a banda y abordaje si hubiere ocasión. Don Martín, vos aprestaos a mantener arriba la moral allá donde decaiga si el combate fuera mayor de lo que esperan las almas que mantenemos alistadas y en prevención para combate. Confío en sus pistolones y el brazo sobre semejante acero.

Un aviso desde cubierta nos interrumpió, separándonos cada uno a nuestros destinos.

- ¡Capitán! !Listos para la andanada de aviso!

A la orden de fuego sonó el primer cañonazo desde la boca de caza de estribor. Pocos segundos después una fina columna de agua despegó del agua a pocas yardas de la proa de aquel navío. Como decía llevábamos el barlovento de nuestra mano y eso nos daba ventaja. Mantuvimos aquél rumbo de colisión con su aleta de babor, ya se podía leer su nombre a popa, “Mercurio”. Aquello no nos sacaba de las dudas, aunque a 300 yardas de distancia estaba claro que no eran españoles.

- ¡Don Miguel! Vire cuatro cuartas a babor! ¡Portas arriba! ¡En cuanto nuestro babor de con su popa fuego a mi orden.


Fue ver la portas apuntando a un cielo a punto de brotar en campo de estrellas, lo que obligó a aquel buque de país fantasma a virar en el mismo rumbo que el viento le permitía. Era mas pequeño y ligero lo que le permitiría una mayor maniobrabilidad. Don Sebastián hubo de adelantar la orden o perderíamos el objetivo de barrer sus cubiertas a través de sus balconadas de popa.


- ¡¡¡Fuegooo!!!

Un estruendo retumbó en aquella mar poco acostumbrada a combates de madera y metal. El viejo olor a pólvora quemada me mantuvo consciente ante semejante bocanada de fuego por 25 bocas al mismo tiempo que balanceó a la contra como si una ola golpeara el costado con ímpetu de temporal. La noche entraba, con lo que aquella andanada podría ser la última si lograban apagar los fuegos que se distinguían en su interior. La propia arrancada que llevaba el Mercurio lo puso frente a nosotros en su banda de estribor, con lo que ningún santo de los cielos podría interponerse entre la inminente andanada que nos aprestábamos a recibir con los cañones que les quedaran en uso después de aquella llamarada de fuego, hierro y pólvora que habían recibido desde nuestro lado.



Fueron seis o quizá siete los cañones de la parte mas a proa del buque los que nos dieron algo de su medicina. Dos balazos a “lumbre de agua” y el resto barrieron con poco éxito la cubierta de solitaria arena ansiosa del oportuno baño de sangre que gracias a Dios no llegó. Los carpinteros se aplicaron duro con los tapabalazos y la bomba de achique. La noche se echó, ellos consiguieron apagar los fuegos lo que nos hizo perder el contacto visual con el enemigo. Silencio fue la consigna, tan solo roto por la roda y su tajamar al navegar. No podíamos perderlo y lo que era claro es que intentaría huir, por ser mas pequeño y sobre todo por la gran cantidad de daños producidos por nuestra mortal andanada.

- Don Sebastián, lo perderemos. Deberíamos virar al norte para intentar cortar su proa.
- Tenéis razón Don Martín, aunque seguramente ellos habrán virado al norte y con lo que tengan en pie intentarán poner millas de por medio. Podemos adelantarlo sin saberlo. Don Miguel, de orden de virar norte en silencio.
- Capitán, en una hora el viento caerá, recuerde que todas las noches a la caída del sol moría lentamente este maldito viento del oeste.
- ¡Tenéis razón! No todo está perdido. Mantenemos la consigna de silencio. Pena de muerte bajo la quilla a quién prenda lumbre. Atentos al olfato, vista y oído y que el Señor nos de razón de la lucha.

Así fue, el viento cayó en menos de la hora predicha por Don Miguel y comenzó nuestra espera. De pronto una detonación amortiguada quizá por provenir del interior del buque enemigo nos llevó las lentes de nuestros largomiras hacia nuestra amura de babor. Allí estaba, lo teníamos y ellos no nos habían descubierto. Eso sí, en esta ocasión el poco barlovento era de ellos y cazarlos iba a ser bastante complicado. Lo tuve claro


- Don Sebastián, con el debido respeto, acompañadme a vuestra cabina, debo deciros algo.

La maniobra estaba clara sobre cubierta, así que con un gesto de asentimiento me siguió a su cámara.

- Don Sebastián, tendremos complicado su caza hasta mañana en que el viento del oeste se digne a soplar como estas últimas amanecidas. Quizá para entonces hayan logrado aparejar de fortuna su velamen y hayan puesto suficientes millas para no poder cazarlos. Le propongo algo que creo puede tener éxito.


- Hable Don Martín, tenemos toda la noche por delante.
- Déjeme el serení del combés, con diez hombres alcanzaremos a remo su costado de babor, ellos no esperan un asalto de diez hombres. Reduciremos a su comandante y al resto de los oficiales. El barco será nuestro y sabremos las intenciones de ese barco holandés tan lejos de sus pantanos, esto último lo considero de vital importancia para nuestras costas.
- ¿Y si falláis? Os necesito a bordo, a vos y a diez de mis hombres.
- No fallaremos y para ese caso improbable quedará uno de mis hombres con dos buenas bombas incendiarias para hacer arder el navío mientras vos a bordo del San Francisco lo enfiláis para darle el toque de gracia.

Los ojos de Don Sebastián brillaban, podía percibir su excitación a pesar de la oscuridad impuesta.


- Muy bien, escoja a sus hombres, yo daré la orden de botar el serení y silenciar los remos con la lona que se disponga. Sabía que vos erais quien vuestro rostro decía. ¡Adelante!...

martes, 15 de julio de 2008

Simples Derrotas


Veo una mar océana, limpia, azul como el cielo
o quizá un cielo limpio y azul como la mar.
Veo luz, claridad, exceso de bienestar como el caramelo,
que si mucho tienes tus dientes seguro perderás a no tardar

Suaves sensaciones entre libres brillos de libertad
que añoro compartir sin razones lógicas a buscar,
alegría que deseo contagiar sin saber el rumbo a tomar
pues timón poseo mas mi serviola no divisa vela en verdad.

Vela que vea paralela, derrota será esa la que habré de arrumbar
sin anclas ,sin estachas que hagan a tal vela flamear
pues no deseo ser causa de hacer sentir tal nave a jorrar.


Derrotas simples, derrotas frente al viento que gima en la lona.
Sueños que vuelvan sin tacha a romper la roda de ambos al romper
en la misma lontananza iguales brillos en busca de tanto saber.

domingo, 13 de julio de 2008

Oro en Cipango (14)

…navegamos con rumbo WSW durante dos días sin novedad reseñable a nuestra vista. La vida normalizaba a mayor velocidad conforme el tiempo entre locura y realidad aumentaba al mismo ritmo que la popa del San Francisco largaba leguas o millas, como deben nombrarse a bordo, entre nos y la tierra que dejábamos atrás. Sebastián y yo no teníamos labores propias de marino, aunque en mi caso y después del gran viaje gastado años atrás por aquellas mismas aguas algo más al Sur, mantenía mis conocimientos del arte de marear, de saber llevar la vida de mar sin temblar ante situaciones que en tierra carecen de relevancia y a bordo, por el contrario, suponen verdaderas cuestiones de honra. Esto me hizo en muy poco tiempo ser bien considerado entre la tripulación; siempre, con humildad ante quien lo era también, me ofrecía gustoso aportando mis conocimientos las mas de la veces con éxito, hecho que me granjeó un liderazgo que no sorprendió a Don Sebastián.

Después de aquellas prometedoras dos primeras singladuras a buena marcha y correcto rumbo oeste, un caprichoso Eolo decidió mover sus hilos, quizá por alguna influencia perversa de Eris o quizá la mismísima Hades de salida de su inframundo a veces tedioso; es conocido de ambas el gusto de perturbar la calma de tanto dios aburrido de serlo. El hecho no fue otro que la desaparición de aquel maravilloso soplo, que roló en media jornada a puro Oeste con rachas fuertes. Don Miguel Rocha, como buen piloto mayor y conocedor de la navegación en aquellas latitudes, confirmó con nuestro capitán virar al sur para ganar los vientos mas seguros del galeón de la China. Esto nos obligó a tomar un rumbo paralelo a la costa a la espera de que los vientos tuvieran a bien darnos paso al oeste.

Algo defraudados después de la prometedora partida, nos fuimos a cenar a la cámara del capitán. Solían ser buenas cenas acompañadas del vino y aguardiente del virrey entre Don Sebastián, mi ahijado, nuestro maestre Don José de Urquijo al mando de las tropas de tierra, Don Miguel Rocha y el capellán Don Rodrigo Ruiz algo tragón pero de buen compás en esto de su laxitud para con las prescripciones de la Santa Madre Iglesia. Y es que Don Sebastián tenía buen tino con lo que a su vera embarcaba, era el gran maestre que todo soldado necesitaba para no tener dudas en “jugársela” por él y su proyecto, fuere el que fuere.


Aún la luz luchaba contra la noche vencedora cuando nos sentamos a la mesa de nuestro comandante. Aquella vez tenía la sensación que el padre Ruiz llevaba la hambruna dibujada en el rostro, pues la bendición se redijo a un somero gesto de la Santa Cruz sobre las viandas a las que no perdía su desorbitado ojo.

- Serviros, padre. Que no se hable en Roma que no mantenemos en buen estado la salud espiritual en los navíos de Su Majestad.
- Don Martín, ¿cómo veis vos la situación? Usted ya navegó por estas latitudes y me gustaría saber su opinión sobre este viento tozudo como buey frente a suelo de ciénaga. Don Miguel es ya cansino en su afán por asegurarme que aun necesitamos navegar varios grados mas al sur antes de intentar atacar el rumbo oeste.
- Capitán. Don Martín Rocha es un perro viejo en estas lides. Estoy con él y que dios en su inmensa paciencia tenga a bien darnos buen viento cuanto antes. Aunque siempre tendremos a nuestro padre Ruiz para interceder. ¿Verdad, Padre?


Aquél glotón vestido de capellán no tenía sentidos disponibles para escucharme en tal situación. Su concentración estaba dirigida a aquella pata de cordero regada con verdadera “sangre de Cristo”; bien sabía él que en dos días mas se acabaría los buenos platos de carne fresca y el salazón daría paso a presidir mesas y platos.


- No seáis blasfemo Don Martín, nuestro señor es justo hasta en su castigo. Y vos deberíais saberlo como el que más. Sed pacientes y aprovechad este trozo de costilla que bien puesta está para nuestro gozo.

Nos reímos con aquél hombre que no estaba de sanador de nuestras almas a bordo por su ejemplo cristiano, sino por su poca querencia a esos inquisidores malditos, que tanto escarban donde nada malo hay, hasta que es su propia locura la encuentra males que sólo residen en su oscuro corazón, y corazón digo, pues dudo que posean alma semejantes monstruos tocados de varita divina. Don Miguel, con sus ya gastados cincuenta años entre olas, naufragios, maniobras de ataque y huida frente a enemigos de pelajes diversos, siempre nos amenizaba la sobremesa entre tragos de cazalla con sus historias viejas preñadas de viejas y humanas razones como son la guerra, la aventura, el amor y el odio. Muchas veces he pensado en la vida de clausura, en la vida de monje; muchas veces no la he entendido, pero otras tantas he comprendido lo que significa aislarse del mundo banal, saturado de rencillas, ambiciones, lujurias y demás humanas actitudes, muchas veces y esta era una de ellas, donde compartías un mismo deseo, una misma razón que movía sentimientos mientras el mundo seguía su curso. Un claustro que duraría lo que durase la singladura al Cipango que esperaba mas al oeste.

- ¡¡¡Vela por la amura de babor!!!

Nos levantamos al unísono, sin dar tiempo, Don Sebastián se dirigió a Don Miguel

- Don Miguel, orden de zafarrancho y prevención para el combate. No sabemos qué navío pueda ser lo que avistó nuestro serviola y nunca Dios premió a quien no se previniese.




Ya en cubierta, todos los largomiras cazaban cualquier silueta que rompiese la eterna línea del horizonte que ya se confundía con la anochecida...

sábado, 12 de julio de 2008

Oro en Cipango (13)

...Fue firmar y entregar la cédula en la que dejaba escrito mi compromiso de vida al contador, cuando, a un gesto de Don Sebastián, mi ahijado del mismo nombre me cortó las ligaduras. La sangre volvía a recorrer libremente y sin cortapisas hasta las yemas de mis entumecidos dedos. Sebastián y yo nos cruzamos en ese momento inolvidable una mirada capaz de borrar cualquier deuda, dolor o cuenta pendiente. Sentí a la perfección que su respeto hacía mi seguía latente en él. Quedaban muchas singladuras para cruzar aquel inmenso Mar del Sur donde recuperar lo perdido por la maldita ceguera, que aturde al mas robusto cuando su castillo rezuma el abandono propio de su propia consideración.

- Don Martín, esta cámara estará siempre dispuesta para vos. Para mi seguís siendo quién creí conocer en aquél duro combate de camino a la Capital del Virreinato. Por vuestra nueva condición dormiréis como un hombre mas de la tripulación en los solados de proa. Sebastián, acompañad a Don Martín a ver a Villarejo. Que ese maldito cascarrabias le de un coy y lo estibe en la batayola. Antes de marchar tomad vuestras armas. Entre vuestro excelente armamento y con ayuda de nuestro alférez, os escogimos la espada de vuestras mejores batidas, la vizcaína con mango incrustado en perlas y estos dos pistolones que no se si echarían atrás al enemigo por miedo a semejante culatazo que por la bala de plomo que vomite su cañón. Don Martín, hágase al navío, que lo quiero conmigo en la cena.

Me despedí aún débil, pero con claros abriéndose en el gris horizonte de la desesperación. En silencio salimos a cubierta, el hecho de salir libre, sin escolta y armado me hacía sentir lo que de verdad había sido siempre, un bravo que sólo dependía de su propia valía. En cada paso que me acercaba a la pequeña cabina del Contador, mi conciencia de aquella situación hacía que la palabra aventurero de la Real Armada cobrase un valor de pura regeneración interior vibrante al ciento. Alcanzamos la cabina donde con un gesto de desprecio nos recibió aquel ser victima de si mismo.

- Ah sois vos, el Aventurero; tengo orden de entregaros el coy, coged aquel del fondo del pañol. ¡Cuidadlo como si fuera oro del Rey! Aunque dudo que semejante argumento os sirva de razón.

No hizo falta mas, mi vizcaína sabía casi de forma automática donde posar su cortante filo. Mi derecha permitía el justo paso de aire para su supervivencia, mientras la vizcaína en la izquierda presionaba los justo para que una suaves gotas de sangre sin alma brotasen de aquel cuello de gallina estéril. Mientras tanto, mi ahijado, el alférez Sebastián apoyábase sobre la puerta para concedernos aquella intimidad tan valiosa en un espacio de veras reducido como lo es un navío de Su Majestad Católica.

- Con vuestra venia, señor contador de la Armada, espero que tengáis a bien ofrecerme un coy a la medida de mi semblanza, pues no veo que el vos me ofrezcáis sea de tal aspecto. Estoy seguro que sabrá vuecencia encontrar el adecuado a mi persona. Permítame que aflojen mis manos su fino cuello de buitre y repose mi turbación mientras vos me ofrecéis lo que de seguro merecen mis perecedera osamenta para justo descanso de un servidor del Rey.


Villarejo, comido su exabrupto por el devorador terror que le inyecté de forma serena pero contundente, corrió a suministrarme un verdadero coy propio de un pequeño rey del sollado donde debía descansar. Con genuflexión propia de meapilas ante la Virgen del Lugar, me entregó lo esperado. Dí media vuelta y con un gesto de asentimiento nos aprestamos a dejar todo aquel material en las batayolas de babor. Zarpábamos con la marea del atardecer y había que aprestarse a la maniobra. Creo que Villarejo me la tenía jurada, pero también sé a día de hoy que nunca supo como devolverla con éxito, pues la libertad del miedo en aquella persona de baja catadura campaba por sus respetos sobre la colina de su alma, anulando su discernimiento para elaborar el mal con cierto arte.

La maniobra fue clásica y sin complicaciones, con la venia del comandante Don Sebastián me acodé a la balaustrada de babor junto al timón gobernado por el piloto mayor Don Miguel Rocha, experto conocedor de aquellas costas entre San Diego y Panamá. Con viento flojo del ENE, casi un terral camuflado, cogimos rumbo Oeste amurados a la aleta de estribor. El “San Francisco” patinaba sobre aquellas aguas con una leve marejadilla que alegraba el cadencioso vaivén del navío. Por segunda vez me alejaba de mis deudas de sangre y honor hacía mares casi inexplorados donde volver a dar fe qie un error es tal cuando tiene enmienda, pues de lo contrario conviértese en desastre. La enmienda estaba mucho mas a proa del león rampante que dibujaba nuestro mascarón a proa del navío. Orgullosa había lanzado el guante que sin duda alguna recogí. Cipango quedaba a casi 2.500 leguas castellanas y muchas habían de ser los envites sobre esta mar océana en la que nunca en mi infancia rodeado de mies en mi Villahoz de las tierras del Cid imaginé recorrer...

jueves, 10 de julio de 2008

El Deshielo comienza

Un mar que ya sólo se reduce al vaso donde bebes,
una tormenta de lágrimas saladas por desear vivir
suspiros sin límite sobre un vacío sin fin.
¡¿Dónde estás ahora maldito sueño ya baladí?!

Brillabas ufano sobre tu pedestal de tuétano
que tantos dejaron por alumbrar tu estela de hermano.
Mientras, egoísta y triunfante solo los mirabas con ese desprecio
que sólo destilan los que se creen libres de pagar precio.

Pero llegó, alumbró Cronos destripando tus miserias
destetando a la Miseria madre de los malvados
enviándola junto a tu triste sombra, propia de ser vencido.

Ya no eres mas que lo que ves en verdad tras tus lentes
Un triste reflejo verdadero de tu pobre esencia interior
alguien a quien ya solo le resta ese tiempo final al que seguro temes



Tu crepúsculo,

soledad, derrota y miedo.


Ya ha empezado el deshielo

miércoles, 9 de julio de 2008

Oro en Cipango (12)

...Subí a bordo flanqueado delante y detrás por dos soldados que seguramente hicieron de escolta a aquel carromato desde mi captura en casa de Don Luis de Arana hasta la pequeña aldea de San Blas. Hacía varios años que mis pies no apoyaban sobre cubierta de navío y su suave balanceo logró transportar mis recuerdos a mejores tiempos. Una vez a bordo quedé en el combés del San Francisco escoltado por aquellos soldados y maniatado con mis muñecas pegadas a la espalda. Un sombrero viejo, de ala redonda como gustaba portar y presumir en mis correrías capitalinas, me protegía del rotundo Tonatiuh que se mantenía en cruel vengador de los que hasta no mucho lo adoraban, encendiendo las brillantes armaduras de acero español, haciéndolos temblar de calor infernal bajo su brillo y poder. La espera continuaba.

Una hora después un marinero se acercó a nuestro patético trío al Sol.

- El capitán reclama a Don Martín.

Como azuzados por un rebenque de galera, sus osamentas cuasi derretidas bajo la coraza me arrastraron, pues no estaba yo de mejor postín, hacía la cámara de Don Sebastián. La semioscuridad reinante en su interior me obligó a un lento distingo de aquella estancia. El San Francisco, con sus dos cubiertas de cañones, portaba veinticinco bocas de fuego a cada banda, mas dos a proa propias de caza y dos a popa como guardatimones; les relato tales datos quizá algo tediosos para así darles a entender que aquel era un navío de los que permitían un buen combate a boca de fuego contra quién se perdiera la osadía de prestar su flanco a nuestra bandera. Pues bien, un navío de tales características tenía como cámara del capitán un buen trozo de la eslora y manga bajo el castillo de popa, en su interior podía distinguir los dos cañones de 18 libras a cada banda disimulados entre dos sillas de madera de caoba bellamente labradas. Frente a mi la única fuente de luz procedente de la balconada sobre la que la silueta del comandante sentado y dos hombres a los que no reconocía por el choque de luz y oscuridad me devolvieron a mi situación de penado.

- Sentaos, Don Martín. Cocinero, servid algo de refresco a nuestro hombre mientras nos acomodamos. Cuidaros de servir a nuestro cautivo de aguardientes; bien sabido es que encierran diablos perversos entre sus reflejos incoloros.

Me senté algo aliviado por aquel tono de chanza que parecía disponer Don Sebastián hacía mi. Poco a poco fui recobrando mi visión al ciento y mi sorpresa se tornó de seguido en humillación al ver que el otro hombre, que a Don Sebastián acompañaba, era nada menos que mi Sebastián. Mi orgullo definitivamente huyó cubierta abajo hacia el sollado más negro y profundo que aquel navío pudiera albergar.

- Don Martín, vuestra torpeza, vuestra locura por una mujer a la que nadie fiaría un doblón del rey, sin ser sabedor que tras los poros de su piel de sierpe su alma avariciosa lo devorará, vuestra locura por tal señora os ha destruido, casi acaba con vuestra vida, y digo casi porque esa vida que vos hacíais deleitar con placeres mundanos ya no os pertenece. Desde este momento y hasta que mi concepto de vos incremente los quintales que vos mismo habéis arrojado por la borda de vuestro cuerpo mortal, estaréis por una banda bajo mis órdenes como el resto de la dotación del San Francisco y por la otra de mi tutela y vigilancia. Sebastián, haced el favor de entregarle la cédula expedida por el Virrey a Don Martín, de la que mantengo copia firmada en mi caja fuerte.

Creo que las manos de Sebastián temblaban, si se como cierto que su mirada al aproximarse a mi humillada persona no dejaba de seguir la bella alfombra que descansaba sobre aquella cubierta de roble. Con nerviosismo y temor por su mensaje la cogí forzando el lacre y dando fe al contador, Don Secundino Villarejo, hombre de triste recuerdo, que era su primer lector de una carta que así decía,

“Habiendo tenido por norma penal la aplicación del castigo de pena capital por agresión e intento de vejación en la honra de Doña Blanca de Valdes, esposa de Don Juan de Arana, caballero y grande de España; Don Martin de Oca, conde las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, reo de ejecución sumaria por inequívoca participación en tales delitos, dispongo que su ejecución se realice al término del tornaviaje que con la venia de nuestro Señor el próximo año realice el Navío San Francisco desde las costas de Cipango.
Antes bien, y debido a las rogativas de sus leales segundos, y por demás, de Don Sebastián Vizcaíno, encomendado de su Majestad Católica, Don Felipe III, que Dios Guarde, estimando las acciones, logros y éxitos para la Corona de Don Martín durante sus servicios para este Virreinato, concedo que se le relegue a la categoría de Aventurero de la Real Armada. Por ello todos sus títulos, prebendas y derechos como noble sobre sus hasta ahora iguales, quedarán abolidos de forma temporal. Demostrando en su caso como se ha de esperar, por caballero y súbdito de España su lealtad, braveza frente al enemigo, sólo entonces le serán levantadas las penas impuestas y podrá recuperar sus títulos y derechos como noble.
Visto y entendido por quién ha de leer tal documento, recabo su firma y su entrega a Don Sebastián Vizcaíno, comandante para que la haga llegar por los medios oportunos a mi poder. Serán los informes de Don Sebastián o quién al mando este por fatal desaparición de su persona los que anulen tal cédula Real”

Yo, el Virrey


Ciudad de México, a 23 de Agosto del año de Nuestro Señor de 1601

Sentado sobre una de aquellas sillas tan bellamente labradas apoyé la pluma que me ofrecía Don Sebastián y firmé, ninguna otra cosa podía hacer en aquella terrible situación. Aquella temblorosa firma sobre la cédula fue acompañada de una gota de mis lágrimas; ambas quedaron como sello personal sobre aquel documento que al final sólo era algo tan simple como un salvoconducto para continuar con vida y resuelto como tantos años atrás a resurgir del fondo del valle tenebroso en el que me había lanzado “a boga de combate”…

martes, 8 de julio de 2008

Oro en Cipango (11)

... Cuatro noches creí haber pasado entre hambres de ley y dolores inmensos en mis extremidades por aquellas impías ligaduras, que me mantenían unido al destino de aquel carruaje. Tan sólo me retiraba la mordaza en breves espacios de tiempo un hombre de doble cuerpo frente al mío, para darme agua y algo de pan negro sin dirigirme la palabra. “Al menos de la capital nos estamos alejando y eso significa hacerlo del castigo del Virrey”, tales pensamientos de continuo, junto a la mirada fría de Doña Blanca eran mis tormentos, como navíos mareando entre las turbulentas y negras aguas que componían aquella locura de rencor, miedo, ansiedad y temor.

Al amanecer de la quinta noche desperté sobresaltado por la extraña y brusca explosión de silencio que había estallado pocos minutos antes. Algo que contrastaba con el continuo traqueteo entre relinchos de cabalgaduras y voces de hombres a caballo de éstas que había decorado aquel tránsito a ninguna parte. Inmóvil, no se si por el miedo o por las magulladuras y cardenales, escuché atento a cualquier razón; antes de detectar algún ruido, un rumor lejano en el tiempo, pero cargado de recuerdos abrió mi mente de par en par, un rumor que me tensó la maltrecha musculatura. “¡La costa!”, mis ojos extendieron sus pupilas como si desearan alcanzar su visión. “El mar del Sur esta ahí cerca, ¿para qué me habrán traído hasta este lugar?”, no podía detener mi pensamiento, deseaba salir como fuera, volver a ver la razón de mi vida, el camino de mi salvación, la mar océana; estaba allí, Dios nuestro Señor tramaba algo para mi y aunque fuera reposar para siempre bajo sus aguas, todo habría sido en buena hora, todo habría merecido la pena. Mi cuerpo renacía, el ánimo me invadía aún maniatado; me daba cuenta con claridad meridiana cómo mi vida había muerto al partir de Acapulco hacía la capital años atrás. Eran los procelosos mares los que en verdad me habían traído la sensaciones verdaderas de amor y amistad, de los sufrimientos y los triunfos, de las metas inalcanzables a dos yardas de la proa. ¡Si! aunque fuera para dejar esta vida, rogué a Dios que me diese la oportunidad de sentir el agua y la sal sobre mi piel, su sabor en los labios, recuperar la esencia de la que resurgí para volver a hacerlo como hombre o como alma al juicio que sin prisa me espera.

Varias horas después el sol ya comenzaba a convertir aquel ataúd en un adelanto del infierno, suavemente primero, pero con rotundidad después, varias cabalgaduras se aproximaban al trote. Voces castrenses; al grito de mando de la mas racial la puerta de aquel carromato se desplomó inundando de luz mi última residencia. No llegué a reaccionar en mi visión cuando ya a empellones me sacaron de allí y caí sobre la tierra seca por falta de fuerza en mis piernas. Comenzaba a ver las pezuñas de los caballos, cuando la voz de antes habó de nuevo con claridad

- ¡Adecéntenlo, que parezca al menos el caballero que no es! ¡ Cojan las ropas del baúl que sacamos de su casa y preséntelo a la hora sexta a bordo del “San Francisco”!

Aquel hombre se volvió sin molestarse en despreciarme y partió escoltado por otros cuatro soldados, dejando entre ellos y mi destrozado cuerpo una nube de polvo intensa como la sed que me provocó. Entre varios hombre me levantaron, llevándome hasta una pequeña toldilla bien aferrada entre tres árboles. La sombra, el agua y algunas frutas rehicieron mi angosto estómago, que parecía saltar de alegría bajo el costillar tan bien delimitado por el pellejo después de aquellos días de hambre y sufrimiento. Un buen baño que me regalaron aquellos hombres a los que, como buenos católicos, les parecía pecado cualquier contacto con el agua, me renovó por el exterior. Casi volvía a ser quién fui antes de aquella mortal jarra de cazalla, solo me faltaba algún quintal de magra carne.
- Si no es atrevimiento por mi parte, ¿dónde nos encontramos? ¿acaso en la noble villa de Acapulco?
- No, Don Martín, esto es un villorrio llamado San Blas al que Don Sebastián le tiene en gran estima. Terminad de adecentar vuestras ropas que hemos de partir hacia el “San Francisco” que recién ha fondeado desde Acapulco. Tengo orden de nada mas deciros, por eso os ruego no preguntéis mas y nos presentemos ya ante Don Sebastián.

Don Sebastián Vizcaíno era mi destino, una razón mas como antes lo fue Doña Isabel para demostrar que alguien velaba por mi desde los cielos de aquella Villahoz perdida en el temblar de los tiempos.

Hacía allí nos encaminábamos prestos y deseosos de pisar cubierta del Rey, no sabía lo que me fuera a deparar la mirada de Don Sebastián en aquellos momentos, no lo sabía, pero ansiaba saberlo...

lunes, 7 de julio de 2008

Oro en Cipango (10)

... Luna en cuarto menguante, luna mora reluciente que parecía sonreír ante mi locura temporal. Tantas noches idénticas habrá observado los mismos deseos cruzarse entre oscuras callejas a lo largo de este vasto mundo, que era el único gesto que podría esbozar. Conocía perfectamente la disposición del palacio de los Arana, para eso mi vida trascurrió entre oscuros fondos antes de mi huida del Callao hace ya algunos años. No me fue difícil encontrar la ventana entreabierta por la que enganchar un oxidado garfio de abordaje. En menos de un soplo de aire me planté en una pequeña habitación del ala que sabía vacía. Aquella pequeña estancia era donde Don Juan dedicaba sus tiempos de descanso después de las comidas, donde digerir las copiosas viandas que se empeñaba en engullir. Esta era, a mi parecer, la única acción a la que se arrojaba con total desprecio a la muerte, que jocosa reía viendo como aquellos excesos le acercaban lenta pero inexorablemente a su vera.

Con el sigilo como intención, aunque con mas escándalo como realidad. mi estómago cargado de aguardiente, mis deseos rebosantes de lujuria y venganza, y mis reflejos de borrosas referencias me fui aproximando a aquella alcoba donde creíme tantas veces ser el propio Dey de Argel al que ningún placer le era oculto. Creí no ver a nadie en su puerta de acceso, por lo que acero en mano de un puntapié hice franco el paso. Allí estaban ambos en vergonzosa visión para un amante despechado.

- ¡Vive Dios que nadie negará lo que mis ojos ven! ¡Levantaos vos, quien quiera que seáis y presentad acero para defender a esa rabiza si en verdad tanto la amáis, pues os juro que ha de morir si no es conmigo con quién desea yacer! ¡A un lado por vuestra vida!

No soy capaz a saber deciros en estos simples legajos en los que os relato tal situación como fueron los gestos de estupor y sorpresa de ambos, si podré decir que Don Gonzalo, hombre ya mayor y falto de la fibra que da el combate a diario sólo intentó un tímido gesto amenazante sobre quien osara amenazar a su persona. Al aguardiente que compartía las venas de mi cuerpo con la sangre que estaba dispuesto a verter, no le importaban quién fuera aquel ganapán con sus vergüenzas al relente nocturno. Al mismo tiempo sentí cruzar mis ojos con la mirada serena y casi diría que demostrando deleite por saberse, no sólo objeto de duelo, sino con el triunfo ya entre sus manos. Esa mirada emponzoñó aun mas mis envenenadas percepciones.

- ¡Maldita rabiza turca, os devolveré al lugar de donde no debisteis nunca haber venido!

Mi espada, como rayo trepanador, rasgó la noche como un frágil tela de futura mortaja; aún siento la tremenda fuerza de mi mano sobre la empuñadura, creo que la propio extremidad hacia de cazoleta unida a la que ya portaba mi espada. Al grito desgarrador de ella le siguió un seco golpe sobre mi nuca que oscureció aquel final que mi locura creía justo.

Horas mas tarde desperté en un lugar también oscuro, maniatado y con la única sensación externa de un continuo traqueteo que confirmaba entre aqeullos enormes dolores de cabeza mi transporte a algún lugar.

Hoy puedo relatarles que fue un hombre de la guardia de Don Gonzalo alertado por el servicio, quien tuvo la fortuna de adelantar la culata de su pistolón a la punta de mi acero y así evitar algo que sólo acarrearía desgracias en grado sumo a quien allí estuviere. Don Gonzalo cubierto escasamente con la funda de una almohada huyó de la mano de su guardia mientras Doña Blanca quedo allí entre los gritos de espanto de sus damas de servicio como polluelos ante su madre y de un color que, en verdad hacía honra y honor a su nombre.

El bueno de Sebastián avisado por uno de los criados del palacio debió llegar a socorrerme. Bien sabía él lo que bien me convenía, pues bien hizo acudiendo con Don Sebastián Vizcaíno, para así disponer de un apoyo de importancia ante la magnitud de la acción y las terribles consecuencias que de aquello pudieran derivarse. Con acierto y buen tino Don Sebastián habló largo y tendido con el capitán de la guardia que escoltaba a Don Gonzalo, aquél capitán temía por su vida al haber permitido semejante ataque sin defensa, a esto aprovechó Don Sebastián, hombre respetado en todo el Virreinato, para ganarse la confianza de este y sacarme de allí con palabra de custodia y próxima entrega a los corchetes del virrey. Así debió ser como me sacaron de allí.


La sensación de dolor no me abandonaba, un tremendo abultamiento en la base del cráneo me hizo gritar al golpearme con el banco de madera sobre el que apoyaba mi cabeza. El tránsito era accidentado. El grito y mis posteriores maldiciones a quienes allí preso me llevaban hizo detenerse el carro, de un golpe seco la puerta se abrió, máas no pude distinguir quien entraba por la luz que inundó aquella puerca calesa mas propia de ganado. Con la maestría propia de un carcelero me amordazó y tensó aún mas las ligaduras aumentando aquel doble tormento de dolor físico y de incertidumbre por mi destino...

sábado, 5 de julio de 2008

Pobre... sin más.

Espada que empuñas con ardor y furia,
duelen los dedos por tanta pasión
frente a la falsa silueta del que no es,
del que solo existe si tú en ella crees.
Envaina el acero en la honra certero.
no permitas que sea él quién así te guíe,
pues nada más que éste es su real fin letal
que no tu muerte, esa su derrota siempre sería al final

Camina erguido, orgulloso y sin miedo
no dediques tu tiempo que salvaje huye
en lo que no existe por si, sino por ti
goza, disfruta por no verlo,
por enfrente no tenerlo
pues transparente y cobarde es hasta en pintura,
maltrecho de empuje y huesudo de ideas
que sólo sabrá de ti vengarse robando tus alas
para así hacer sus pobres idas entre sus falsas venidas.

Pobre sin techo carnal que alivie su alma mortal.
Pobre sin alma que le cubra de su propio mal
Pobre,
sin mas.

viernes, 4 de julio de 2008

Oro en Cipango (9)

... Nos alejamos del grueso de la milicia, el leal Sebastián y mi atormentada conciencia vestida de digno maestre. No pude mas

- Y bien Sebastián, ¿qué os ha traído con tanta premura hasta nuestro pequeño tercio? Con un mensaje de haber cumplido mis órdenes hubiera bastado.
Sebastián se veía tenso aunque también decidido a franquear lo que de alférez nunca se hubiese atrevido siquiera a plantear.
- Mi señor Don Martín. Mas tarde podréis decidir mi futuro como Dios os de a entender y con la venia de mi padre que os concedió años ha, mas he de contaros mis acciones en vuestra ausencia y mis descubrimientos. Por eso os ruego no me interrumpáis hasta el final de mis palabras.

Mirábalo con asombro y tensión, mientras los golpes de sangre sobre mis sienes me avisaban de que algo de oscuro color entraba por el frente.
- Hablad, os escucho sin interrupción.
- Gracias, señor. Todo empezó cuando alcanzamos la capital y Don Juan de Arana decidió quedarse en el palacio del Virrey aquella noche. Al parecer se sentía cansado y su orgullo de caballero robusto y de buena planta le aconsejaba no ver a su señora hasta la mañana siguiente. Por esto me encomendó acudir a su mansión, así para rendirle sus respetos a Doña Blanca y avisarla de tal circunstancia. Acudí solo y como ayudante de vos me dirigí hacía la entrada de la maestranza con la intención de solicitar audiencia con la señora de Valdés. En esto me encontraba cuando un carruaje se detuvo frente a esa puerta, tal cosa me extrañó por no ser lugar propio de parad de tal calesa, pero mi golpe de pecho llegó al comprobar que quien de allí bajaba era Doña Blanca con lentitud y gestos propios de las variadas y muy poco edificantes acarameladas despedidas entre amantes.

- ¿Carruaje? Sebastián, cuidad bien la boca con lo que decís, que solo hay tres carruajes en la capital.
- Así es mi señor, y este era el del Virrey. ¡Os lo juro por la honra que defiendo, mi señor! Continuo con vuestra venia. Decidí postergar mi presencia en la mansión de doña Blanca para seguir el carruaje con la debida discreción hasta comprobar que era el mismo Don Gonzalo quien bajaba de él. Desde aquel día hasta ayer mismo me he permitido espiar de forma discreta las entradas y salidas en la casa de Don Juan de Arana, certificando la relación entre esas dos personas. Mi señor, tan verdadero es lo que os cuento como el terror que me infunden los guardianes del Santo Oficio. No deseo seguir causando dolor a vuestro corazón y solo he de deciros que ella de seguro esta informada de vuestras andanzas y vuestro retorno a la capital en las próximas...
- Muy bien Sebastián, os agradezco vuestra lealtad y discreción. Ahora os pido que me dejéis solo. Necesito ordenar mi mente en exceso atribulada. No es necesario repetiros que esto es algo que ha de quedar sellado en nuestro labios hasta el fin de nuestras vidas.
- Así será desde mi admiración. Con vuestro respeto me retiro hacia la milicia a poner un poco de orden ante la llegada a México.

Sebastián se retiró mientras mi furia pugnaba por decidirse entre los deseos de venganza, duelo de honor, o cualquier forma con tal que me permitiera ver la sangre de aquellos que de mi se habían mofado. “Es el Virrey, Martín. Debes contenerte o toda la cima en la que descansas retornará a ser el hondo valle del que lograste salir”; pensaba, pensaba, pero nada me hacía sentir la calma oportuna. Volví a mi lugar, al lado de Don Sebastián intentando ser el que ya no era, al menos intentando ganar tiempo.

Al día siguiente entramos en México, como siempre el recibimiento fue grandioso. Para mi aquello no era ya nada, solo quería dejar mis obligaciones y refugiarme en mi casa, cosa que logré convenciendo a Don Sebastián con argucias propias de hombre débil. Una descomposición falsa me permitió alcanzar la soledad y refugio de mi hogar.

Pensaba en la propuesta de Don Sebastián, consideraba la nueva situación, compleja frente al virrey y dura frente a mis sentimiento hacía ella y parecía la mejor solución. Medité, medite hasta secar mi cerebro falto de ímpetu hasta decidir ofrecerme como voluntario en aquella expedición a las Filipinas. “Mañana hablaré con él y pediré permiso al Virrey”. Así quedé con mi conciencia, mas mi cuerpo pedía algo con qué dilatar mis venas y nada existe mas preciado en el mundo para ese menester como una jarra de aguardiente a la sombra de una toldilla, aunque en esta ocasión la cubierta no fuera de madera.


Sería ya pasada la prima vigilia, quizá la duodécima hora entraba en ciernes, cuando el culo de aquella vasija me demostró el fin de aquel brebaje que, aunque milagroso, en exceso puede ser mortal. Mis ansias de poseer su cuerpo aunque fuera por última vez, en un sueño forjado por los vapores del aguardiente, me dio las alas que buscaba para aferrar mis aceros y encaminarme ciego a su puerta. Nada me importaba sino era su piel junto a la mía, nada me dejaba razonar sino la forma de alcanzar su alcoba, ni siquiera la presencia de Don Gonzalo de Méndez y Cancio en vergonzosas posturas frente a otro caballero. Nada permitía que viera el camino que encerraba aquella terrible decisión...