martes, 8 de julio de 2008

Oro en Cipango (11)

... Cuatro noches creí haber pasado entre hambres de ley y dolores inmensos en mis extremidades por aquellas impías ligaduras, que me mantenían unido al destino de aquel carruaje. Tan sólo me retiraba la mordaza en breves espacios de tiempo un hombre de doble cuerpo frente al mío, para darme agua y algo de pan negro sin dirigirme la palabra. “Al menos de la capital nos estamos alejando y eso significa hacerlo del castigo del Virrey”, tales pensamientos de continuo, junto a la mirada fría de Doña Blanca eran mis tormentos, como navíos mareando entre las turbulentas y negras aguas que componían aquella locura de rencor, miedo, ansiedad y temor.

Al amanecer de la quinta noche desperté sobresaltado por la extraña y brusca explosión de silencio que había estallado pocos minutos antes. Algo que contrastaba con el continuo traqueteo entre relinchos de cabalgaduras y voces de hombres a caballo de éstas que había decorado aquel tránsito a ninguna parte. Inmóvil, no se si por el miedo o por las magulladuras y cardenales, escuché atento a cualquier razón; antes de detectar algún ruido, un rumor lejano en el tiempo, pero cargado de recuerdos abrió mi mente de par en par, un rumor que me tensó la maltrecha musculatura. “¡La costa!”, mis ojos extendieron sus pupilas como si desearan alcanzar su visión. “El mar del Sur esta ahí cerca, ¿para qué me habrán traído hasta este lugar?”, no podía detener mi pensamiento, deseaba salir como fuera, volver a ver la razón de mi vida, el camino de mi salvación, la mar océana; estaba allí, Dios nuestro Señor tramaba algo para mi y aunque fuera reposar para siempre bajo sus aguas, todo habría sido en buena hora, todo habría merecido la pena. Mi cuerpo renacía, el ánimo me invadía aún maniatado; me daba cuenta con claridad meridiana cómo mi vida había muerto al partir de Acapulco hacía la capital años atrás. Eran los procelosos mares los que en verdad me habían traído la sensaciones verdaderas de amor y amistad, de los sufrimientos y los triunfos, de las metas inalcanzables a dos yardas de la proa. ¡Si! aunque fuera para dejar esta vida, rogué a Dios que me diese la oportunidad de sentir el agua y la sal sobre mi piel, su sabor en los labios, recuperar la esencia de la que resurgí para volver a hacerlo como hombre o como alma al juicio que sin prisa me espera.

Varias horas después el sol ya comenzaba a convertir aquel ataúd en un adelanto del infierno, suavemente primero, pero con rotundidad después, varias cabalgaduras se aproximaban al trote. Voces castrenses; al grito de mando de la mas racial la puerta de aquel carromato se desplomó inundando de luz mi última residencia. No llegué a reaccionar en mi visión cuando ya a empellones me sacaron de allí y caí sobre la tierra seca por falta de fuerza en mis piernas. Comenzaba a ver las pezuñas de los caballos, cuando la voz de antes habó de nuevo con claridad

- ¡Adecéntenlo, que parezca al menos el caballero que no es! ¡ Cojan las ropas del baúl que sacamos de su casa y preséntelo a la hora sexta a bordo del “San Francisco”!

Aquel hombre se volvió sin molestarse en despreciarme y partió escoltado por otros cuatro soldados, dejando entre ellos y mi destrozado cuerpo una nube de polvo intensa como la sed que me provocó. Entre varios hombre me levantaron, llevándome hasta una pequeña toldilla bien aferrada entre tres árboles. La sombra, el agua y algunas frutas rehicieron mi angosto estómago, que parecía saltar de alegría bajo el costillar tan bien delimitado por el pellejo después de aquellos días de hambre y sufrimiento. Un buen baño que me regalaron aquellos hombres a los que, como buenos católicos, les parecía pecado cualquier contacto con el agua, me renovó por el exterior. Casi volvía a ser quién fui antes de aquella mortal jarra de cazalla, solo me faltaba algún quintal de magra carne.
- Si no es atrevimiento por mi parte, ¿dónde nos encontramos? ¿acaso en la noble villa de Acapulco?
- No, Don Martín, esto es un villorrio llamado San Blas al que Don Sebastián le tiene en gran estima. Terminad de adecentar vuestras ropas que hemos de partir hacia el “San Francisco” que recién ha fondeado desde Acapulco. Tengo orden de nada mas deciros, por eso os ruego no preguntéis mas y nos presentemos ya ante Don Sebastián.

Don Sebastián Vizcaíno era mi destino, una razón mas como antes lo fue Doña Isabel para demostrar que alguien velaba por mi desde los cielos de aquella Villahoz perdida en el temblar de los tiempos.

Hacía allí nos encaminábamos prestos y deseosos de pisar cubierta del Rey, no sabía lo que me fuera a deparar la mirada de Don Sebastián en aquellos momentos, no lo sabía, pero ansiaba saberlo...

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Como siempre, es un placer pasar por aquí, detenerse y leer tus relatos.

Saludos desde mi México lindo y querido.