sábado, 27 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (58)


…Sin el respiro que la incesante lluvia estaba dispuesta a no dejar de dar, decidieron dar sepultura en aquella frondosa selva al cuerpo del ahora infeliz criminal a sueldo de Don Beltrán de Garralda. Benigno Arriaga fue quien se erigío con tal liderazgo dando órdenes mientras Don Arturo poco a poco iba retomando la presencia, que por algún arte malvado o simplemente por la acumulación del veneno en toda aquella despreciable historia había perdido. Su mirada era ahora más plácida y comprensiva aunque en ningún momento las trazas de algún cristiano arrepentimiento brotaban de los ojos que tanto habían visto hasta ese mismo instante. Para él ahora sólo había un objetivo que no era otro que dejar al jesuita y sus  impulsos en manos de la autoridad sin que las cosas llegaran a complicarse aún más. Sabia, por tanto, que la presencia de esbirro aún con vida traería más quebraderos de cabeza y quedaba por ello la decisión sobre su destino. Mientras Benigno Arriaga continuaba con sus rezos y órdenes sobre los hombres para lograr un homenaje final con el mínimo decoro para un hombre que de mal o buen mineral seguía siendo hijo de Dios, Don Arturo llamó a Pedro León a un recodo del camino más alejado de aquél pequeño desorden para compartir con él los temores y las propuestas que a  se le pasaban por la mente sobre el último eslabón que tanto daño podría hacerles a ellos y los libertos en la espera de tal condición desde la hacienda.

- Pedro, debemos deshacernos del último testigo que nos puede hacer mucho daño si llega a hablar y sobre todo a falsear sobre todo lo ocurrido desde que abandonamos la loma.

- Tiene razón Don Arturo, pero creo que no podemos matarlo como alimaña aunque tal cosa sea lo que todos aquí deseen. No somos como ellos aunque hubo un instante en que casi lo acabo de creer.

- Tienes razón, Pedro. A veces el sentimiento y la pasión nubla razones a cualquiera, pero no lleves a tu pensamiento tales argumentos pues no somos como ellos y cualquier escolta de presos del rey hubiera actuado igual ante un fugado. Ahora debemos centrarnos en ese conjunto de nervios aderezado por los propios miedos que su inerte compañero sin saber infunde sobre su alma cobarde.

- Don Arturo, por más que os tenga que daros la razón, nunca había estado en el lado de los que son dueños de la vida de otros y habréis de comprender que tal cosa me cause verdadera tribulación.

- Mi querido Pedro, no estáis en la vieja Castilla donde eran otros los que dictaban las leyes siendo además  los dueños de vidas y haciendas desde muchos siglos atrás. En esta región por mucho que sea el mismo rey quien reine, son los hombres los que toman sus destinos con el propio brazo los que sobreviven a pesar de autoridades, que a muchas jornadas de donde uno las necesita se encuentran. Por ello habréis de acostumbrar vuestra alma y vuestro ánimo a ser duro y decidido cuando sea menester serlo, sin perder por ello la esencia de lo que nuestro Señor nos enseño con su ejemplo…

El grupo dirigido por Benigno Arriaga continuaba con las humildes exequias del finado mientras la conversación entre Pedro y Don Arturo también hacía lo natural.

- …Por ello debemos tomar la decisión correcta, y creo que no es precisamente aparecer con él en Magangue. Aprovechemos su terror y démosle la opción de escapar hacia el norte. Le daremos uno de los mulos que arrastra el carruaje y uno de los nuestros lo acompañará con dirección hasta dejarlo a mitad de camino donde deberá continuar ya solo.

- Pero podrá volver y relatar lo que se le antoje.

- No lo creo, donde le dejemos sólo le quedara la opción de seguir  en dirección norte, hacía Santa Marta donde buscar la forma de seguir huyendo hacia el este, pues el que lo haya acompañado partirá raudo a Cartagena donde entregará la denuncia contra él por robo hacia mi persona y eso tiene un duro castigo en las mazmorras del castillo de San Felipe. La elección de cambiar su rumbo hacia el sur y ganar así Magangue ya será tarde, pues la denuncia será firme amén de que los propios guajiros y demás indios que pueblan la zona estarán desando hacerse con uno de los que se dedica a cazarlos como si fueran animales. Creo que sólo le quedará una opción que es el camino seguro hacia el norte y de Santa Marta hacia el Este.

- A veces me asustáis, Don Arturo.

- No es más que la edad, que además de gastar las energías y en muchos casos la ilusión por nuestra raza, es la que da a uno la capacidad de separar, no sin posible error, la paja de lo malo del grano de lo que en verdad es debido de acometer. Pero no perdamos más tiempo.

Sin permitir que bajara la guardia sobre del terror encastrado en el esbirro, Don Arturo lo apartó del ceremonial de despedida para darle con impiedad en parte forzada tras sobreponerse al momento pasado con su otro compañero de fechorías, el destino marcado para él sin lugar a negativa. Tal cosa no ocurrió como esperaba Don Arturo pues sólo deseaba abandonar aquella compañía en la que se veía un cadáver más que engrosar la lista del ahora cruel Don Arturo, que bien supo explotar esa vena frente al antiguo bravo de disfraz, desvestido y mostrado en verdadero alfeñique que es lo que tales bravucones se muestran cuando no los cubre el manto cobarde de la multitud.
Acababa la ceremonia cuando sobre la mula el atribulado y aterrorizado esbirro de Garralda partía aferrando sus maniatadas manos a sus riendas y escoltado por Efrén, el sirviente de Don Arturo de mayor confianza, armado de mosquete y sable para cumplir con el pacto y la misión de dejarlo en medio de la selva con destino incierto hacia Santa Marta y la posterior entrega de la denuncia al gobernador de Cartagena. El jesuita despertado tras el trance de las exequias miraba asombrado la estampa y sin entenderlo, al menos lo tomaba como una obra de misericordia del que ya consideraba impío y cruel Don Arturo. Olvidado de todo y solo consciente de su crimen con el mayoral volvía su ánimo a la mansedumbre de asumir su mortal pecado y la aceptación de su castigo fuera cual fuese.

- Don Arturo, que el Señor le agradezca lo que acaba de hacer y le compadezca por su actitud ante semejante situación. Acabemos ya con esto y alcancemos la ciudad que mi espíritu desea rendirse, si es que tal cosa no es ya una realidad.

Agotado, el jesuita se sentó junto al que guiaba el carromato mientras el resto de la comitiva comenzaba también a acortar bajo aquella pesada lluvia la distancia sobre la ciudad.

Como decía hacía casi tres días de todo esto en los que la lluvia continuaba encerrada en su tozudez mientras Benigno Arriaga ya encerrado no esperaba nada más que llegase la hora de ser conducido hacia Santa Fé. Un brusco golpe sobre la puerta de recia madera y barrotes oxidados en su ventanuco avisó al jesuita de que algo iba a ocurrir…


martes, 23 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (57)



…arreciaba una lluvia ya entrada en días en los que se permitió momento alguno de descanso, ni en su caída sobre tierras ya empapadas, ni sobre las miradas de los que en Magangue y sus pedanías trataban de sobrevivir. Cada quien trataba de acercar a sus dioses mayores y menores hacia su vera para lograr un ápice de su poder y detener semejante caudal que amenazaba con unirse al Magdalena, derribando los sueños de cada uno vestidos de cultivos, hogares maltrechos, ganado y otras mil formas más de las que poder hacer de la vida un conjunto de razones por las que continuar bregando hacia adelante.

Habían pasado ya tres días desde el sangriento desenlace entre el mayoral Antonio San Miguel y el jesuita Arriaga. Con ponderada calma y una forzada frialdad Don Arturo hizo de sus tripas un corazón blindado y condujo a todos hacia la hacienda en la que dejó a los esclavos junto a Fabián con la instrucción de no liberarlos en tanto se aclarase el enrojecido entuerto. Mientras, acondicionaron un carromato para postrar en él al cuerpo sin vida del mayoral. Los dos esbirros del mayoral necesitaron una labor "extrema de convicción" para no cometer lo que en verdad harían en caso de estar libres de los hombres de Don Arturo, pero esto he de relatarlo algunas líneas más allá.

- ¡Fabián, vos os quedaréis en la hacienda con tres de nuestros hombres mientras Pedro León y yo, junto al resto nos llegaremos a Magangue para entregar al jesuita al alguacil que cumpla en su custodia hasta que las autoridades de Santa Fe tengan a bien determinar su destino!

- Como diga, Don Arturo. Le esperaremos aquí hasta su vuelta.

Se despidieron con Don Arturo abriendo la comitiva y Pedro León en su cierre, entre éstos caminaban los dos esbirros flanqueando el carromato escoltados por los seis criados de Don Arturo armados y en continua alerta.

- ¡Don Arturo, nosotros hemos de ir a comunicar esto a nuestro señor Don Beltrán!

Uno de los esbirros con voz entrecortada, aunque tratando de mantener el tono violento y despectivo con el que se habían despachado desde que todo comenzó, espetó a Don Arturo tal cosa al mismo tiempo que detenía su andar. Don Arturo, con un gesto convenido con Pedro León dio la orden preparada por no tener otra solución para aquella esperada situación. Con una espuela sobre la cabalgadura se plantó sobre el esbirro derribando a éste con el animal y encañonándolo sin un segundo entre ambos movimientos. El segundo, más comedido y silencioso aprovechó el pequeño alboroto para alejarse, despacio al principio hasta echar a correr en cuanto vio mas clara la posibilidad.

- ¡Alto!

No tenía el secuaz del extinto mayoral intenciones de hacerlo y la orden consecuente fue clara y de letal

- ¡A muerte con él!

Dos tiros de mosquete entre casi la decena lo tumbaron de bruces contra la tierra enfangada por la lluvia que había roto hacía poco tiempo desde que dejaron a Fabián y sus hombres en la hacienda. Herido de muerte lo recogieron y llevaron hasta su compañero que para entonces había demostrado el poder de transfigurar la piel al color pálido sin aparente dificultad.

- ¡No me matéis, por Dios bendito!

- Vaya con el bravo hombre de Garralda. Parece que la luz divina ha alcanzado  a alumbrar su pecador sudario. Porque en verdad es vuestra piel un bello sudario si con ella os ganáis el cielo reparador.

Don Arturo por primera vez desde que lo conocieron se mostró todo lo grave que un hombre se puede mantener ante el dolor de otro cuando la piedad se ha esfumado. Estaba claro que aquellas palabras no llevaban segundas ni terceras intenciones y la muerte vestida de plomo y mosquete rondaba junto a ellos. De manera cínica desde el hasta ahora hombre centrado y cabal el discurso continuó

- Habéis comprobado lo que sucede a quien no cumple con el obligatorio gesto de acompañar al que nos deja en este valle de lágrimas, máxime cuando este ha sido nuestro jefe, nuestro mentor. No está bien tal falta de respeto por quien habéis matado, torturado y desangrado a gentes inocentes sin sentido y razón alguna que la de seguir a quien ahora parece que deseáis abandonar. Por ello no me queda otra opción que asegurarme de que tal cosa no haréis y de seguro lleguéis con él a Magangue. Asi que recoged a vuestro compañero y comenzad a caminar hasta cumplir con lo que la buena ley obliga.

Sorprendido, atemorizado y casi sin fuerzas trató de levantar a su compañero y lentamente encaminó sus pasos tras el carromato al que tenía vedado subirse. Tal castigo en vida era el puro infierno físico adelantado para el herido y mental para su compinche. Convertido Don Arturo en justicia divina en la tierra, sin piedad ni atención a los ruegos de Benigno Arriaga, al que sus convicciones no le cegaban cuando de la compasión se trataba, mantuvo su designio sin atender a razón propia de compasión hasta que el herido cayó sin vida ante la mirada de todos. La comitiva entonces se detuvo con las miradas perdidas en la ahora figura alargada de quien mandaba la procesión.

Benigno Arriaga era ahora el que miraba con ira y desprecio a Don Arturo mientras se inclinaba sobre el cuerpo inerte del desgraciado esbirro

- ¡Apartaos, haced sitio! ¡Al menos dad de beber a este hombre! ¡Que no caiga la ira de Dios sobre vosotros por inmisericordes y verdugos!

Cual mansos hicieron espacio para permitir aire y luz sobre la incesante lluvia mientras el jesuita daba las bendiciones y cumplía con los ritos católicos propios para quien ya no estaba allí. Uno de los hombres de Don Arturo le dio agua y pequeños trozos de galleta al que quedaba con vida sin saber éste si agradecer, llorar o sentir cualquier cosa. Atemorizado miraba al jesuita en genuflexión sobre su compañero muerto, mientras murmuraba las pocas frases de alguna oración que en su lejana y casi inconcebible inocencia de infante debió enseñarle una madre que seguramente y de alguna forma le amó. El viejo mundo había girado para él demasiado deprisa en pocas horas, pues era a quién despreció y deseaba terminar con su vida antes, de quién ahora esperaba protección bajo su raída pero negra y sagrada sotana…

sábado, 20 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (56)


…Como también fue en el trayecto desde Santa Fe, de nuevo encadenados caminaban en hilera sumisa ladera abajo. La diferencia si cabe, era que sus dueños no eran más que figuras de un escenario que esperaban ver demolido tan pronto como los vientos de guerra se calmaran. Delante de ellos y como si de una procesión se tratara caminaba, casi como propio desfile de la Semana Santa, Benigno Arriaga con la mirada perdida al infinito mientras sus manos portaban con fuerza la cruz de plata con la que estuvo en todo momento en el “sitio” y la negociación. Y es que en la derrota y en la sensación de carencia de ánimo que le sigue, disponer de un símbolo que tocar y sentir ayuda a encontrarse y comenzar el nuevo camino.

Con el corazón compungido, deseando ni siquiera sentir su pálpito para no comprobar que aquello era real, Fabián trataba de escoltar semejante comitiva sin parecer que estaba haciéndolo. Pedro León, mas endurecido quizá, o simplemente capaz de sortear la realidad con más soltura mientras navegaba sobre ella, cerraba la comitiva intentado observar las evoluciones de Antonio San Miguel y sus dos hombres que de momento contenían sus rebenques enfundados frente a las espaldas de aquellas almas en verdadero purgatorio. Don Arturo, descabalgado de su yegua, caminaba junto a ella en silencio como deseando de alguna forma estar más cerca de ellos mientras dejaba su mente inactiva al arbitrio de los estímulos que tuvieran a bien detenerse sobre sus sentidos; era su manera de tomar respiro sobre las tensiones y las pruebas pesadas que plantaba la existencia fueran estas ganadas o perdidas.

La paz no podía durar mucho tiempo más y a menos de doscientas varas de camino hecho desde la cima de la leve colina uno de los capataces descargó su rebenque sobre uno de los encadenados. Semejante golpe por inesperado lo hizo caer. La caravana se detuvo al bloquearse el tren en aquél eslabón derribado sobre .

- ¡Vamos perros, no hay más tiempo que esperar! ¡Arriba y al trote, bestias desagradecidas! ¡Os dejamos la vida, así que no tentéis por más vuestra suerte!

Aquel esbirro de Don Beltrán abrió la espita del odio y el dolor entre unos y otros. Los golpes eran cada vez más duros. Fabián apretó las espuelas sobre su cabalgadura para detener aquella inhumana escena pero el mayoral se interpuso en su camino.

- ¡¿A dónde se dirige vuestra merced?! Estas bestias serán vuestras cuando alcancemos la cuadra donde dejarlos, antes siguen siendo propiedad de mi señor Don Beltrán y es nuestra responsabilidad su entrega en punto y hora en el lugar convenido.

- ¡¡¡Retiraos u os juro que…!!!

- Que qué. ¿Acaso me mataréis vos? Solo sois un vulgar labriego que ha conocido la silla de de un caballo gracias a ese anciano senil que ya no sabe distinguir entre clases.

Fabián se paralizó ante aquella sentencia que le devolvió quizá un poco de su antigua vida sin esperarlo. Mientras más adelante el negrero continuaba golpeando al ahora esclavo. Sus compañeros comenzaron a soliviantarse y la tensión tornaba en sus tintes a los propios de nubes en incipiente temporal. El jesuita de forma ágil ya se había plantado a la altura de Fabián y fue en ese momento cuando el esclavo que como liberto escoltó a Benigno Arriaga en la negociaciones exclamó

- ¡¡¡Padre Arriaga!!! ¡ Por Dios, recuerde su promesa!

- ¡Promesa! ¡¿qué es eso que habla el esclavo?! ¡¿De qué promesa habla?! ¡Vamos, contestad!

Mientras esto decía desenfundaba su sable con gesto amenazante hacia el tren de eslabones humanos. Don Arturo otra vez a caballo se abalanzó como pudo a detenerlo, mientras tanto Pedro de un rodeo se había plantado donde el tercer hombre de Garralda pretendía cubrir aquél flanco del posible escape de los encadenados sin percatarse del movimiento y logrando neutralizar a éste.

- ¡Deteneos, Mayoral! ¡Nada hay de promesas sobre estos hombres que nos sean la de un futuro mejor en la otra vida! ¡No cometáis una locura!

El rostro del mayoral demostraba que poco le importaban las razones por la que segar una vida y sentir el poder que tal crimen hace experimentar a quien de tales delitos sobrevive. El escolta del sitio al que el mayoral deseaba “ajustarle” las cuentas, vista la situación, asumió su fin con la dignidad del noble que quien lo es lleva en su interior y frente a su mirada clavó la suya mientras esperaba el filo mortal del sable. Su compañero de fechorías había interrumpido su enfermizo deleite sobre otro esclavo, que como él quedo absorto en la imagen plástica que demostraba el valor absoluto de la bondad y la maldad en un instante.

- ¡Nooo!

Un estruendo hizo aparición en las vidas de todos repitiéndose tantas veces como su propia fuerza sonora permitió que el eco existiera.

- ¡Padre!

Don Benigno Arriaga había arrebatado el pistolón de Don Arturo desde su externa faltriquera y sin pesar por el crimen que iba a cometer clavó una bola de plomo entre los ojos del mayoral que cayó sin saber porque era él el que caía sobre los pies del esclavo, en vez de este sobre las pezuñas de su caballo. Fabián, repuesto tras el disparo se hizo con el criminal que golpeaba al otro esclavo, maniatándolo y manteniendo su bota sobre la cabeza de este en la que había encastrado el mango del rebenque hasta el fondo de su garganta.

Mientras, Benigno Arriaga administró los sacramentos sobre aquél cuerpo sin alma al que al menos deseaba dejar en morir en paz. Don Arturo de un manotazo le retiró el arma mientras se hacía cruces ante lo que se le podía avecinar como no actuase con la debida celeridad y cautela.

martes, 16 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (55)


…El trato, como si de ganado se tratara, quedó sellado con un apretón de manos entre “caballeros”. La situación entraba en compleja evolución para Don Arturo que debía zafarse del mayoral al menos en un periodo mínimo de tiempo para tratar de lograr “entrar en razones” con el jesuita, hombre que sólo tenía una por bandera y ni mil años de discusión y oportuno diálogo parecían poder ser capaces a dar la ocasión para que este solitario argumento, simplemente se aviniera en compartir lugar con algún otro, quizá más terrenal y por ello mas real al tiempo en el que tal historia acontece.

- Don Beltrán, hemos cerrado este trato y espero que en tal pacto confiéis, mas necesito mantener un conversación con el jesuita sin trabas ni testigos que puedan alterar el buen término de esta contienda. Tras éste periodo podréis enviar a quién consideréis oportuno para comprobar que todos vuestros esclavos son conducidos a mi hacienda sin demora y manteniendo su legal situación.

Don Beltrán sentía su triunfo reflejado en su orgullo ahora libre de humillación junto con su bolsillo con más caudal que cuando pretendía jugarse su pretendida honra con la vida propia y la de su hueste. Con un deje de magnanimidad en su voz le espetó al bueno de Don Arturo:

- Bien me parece que aviéis el ánimo de ese loco y pongáis en orden al menos sus desmanes,  en cuanto acepte el pacto será mi mayoral Antonio y dos de mis hombres quienes os escoltarán a vos y vuestra gente hasta el lugar donde decidáis mantener a buen recaudo vuestra ahora mercancía.

Contención era la palabra que mantenía en la boca Don Arturo como retén a lo que en verdad deseaba lanzar sobre la conciencia oscura de Don Beltrán. Con un gesto se giró y llamó a Fabián y Pedro para que lo acompañaran en la última parte de la operación cuasi bélica. Mientras tanto, Antonio San Miguel se hacía sangre en su labio inferior por aguantar y obedecer a la orden de su amo el negrero Garralda, que humano con ansias de can silvestre era el mayoral y no aceptaba renuncias de lo que a la mano parecía tener.

Tan solo se echaba a faltar un pequeño estandarte con un roto y deshilachado pendón blanco de parlamento amarrado a este cuando la pequeña comitiva alcanzó la proximidad al portón del llamado Monasterio. Antes de ningún aviso la puerta ya se abría y los mismos que antes salieron eran los que plantaban su cara frente a nuestros tres hombres. La tensión era ahora menor e incluso la mecha del mosquete trabucado estaba ahora apagada y colgado este de la espalda del liberto que, eso si, hacía brillar el filo del sable al aire y la vista de quien deseara verlo.

Comenzaron las conversaciones con un intento por parte de Don Arturo de obviar las nuevas “condiciones” de los esclavos hasta encontrar la respuesta correcta por parte de Benigno Arriaga, pero parecía algo imposible. Don Arturo hacía muchos años que había renunciado a la esclavitud tornando la situación de sus otrora esclavos en sirvientes y de tal cosa  pretendía convencer al jesuita tejiendo con esfuerzo un complicado encaje de bolillos sobre la inflexible y en el fondo simple mentalidad del jesuita.

- Padre Arriaga, permítame tratar de que me comprenda. La esclavitud no es un hecho que guste aceptar en este reino por los bien pensantes gobernantes, pero lo es y además  es legal. No habrá para vuestros protegidos nada más que la muerte si no aceptáis este hecho; por ello le propongo que acepten su pase como esclavos a mi llamémosle jurisdicción con el juramento ante nuestro Señor que nos observa que en cuanto esto se calme tornen sus situaciones a la de sirvientes y con otro periodo más yo mismo los saque de este lugar hacia Cartagena, donde poder buscarse ellos una vida nueva. En verdad no hay otra salida con real posibilidad de éxito pues otra cosa sería inaceptable, primero por Don Beltrán que apunta con sus armas a vos y vuestros libertos y después por los terratenientes que pondrán en liza sus derechos y cerrarán toda posibilidad por temor a perder ellos sus privilegios. Padre Arriaga, esto o la muerte para todos.

La elocuencia que permite la convicción dejó en silencio al jesuita mientras la mirada del liberto parecía querer decir que estaba con Don Arturo. Al fin y al cabo los altos ideales eran del jesuita, pero las vidas eran de los diez hombres y cada uno miraba por la suya sin llegar a los conceptos idílicos para el tiempo aquél, que ni sus creencias, ni la formación ganada durante sus maltratadas vidas alcanzaban a conceder a cada uno. Cruzaron las miradas Don Arturo y el jesuita, el primero con la paz del saberse dado al ciento y al ciento por ello en calma, la del segundo con la ira de saberse encerrado en su propio castillo de la razón, pero  de tan pequeña su dimensión como para no caber más que él mismo. Al final la fe en sus ideales transigió sobre sus sentimientos hacia cada uno de los que con él se habían refugiado.

- Sabéis que no repudio mi muerte pues es la vida eterna la que tras ella llega y por tal cosa estaría dispuesto a darla siguiendo el ejemplo de nuestro Señor, pero no es más cierto que flaco sería el servicio a estos hombres que quizá hagan mayor servicio en vida terrena con su ejemplo y su reflejo sobre la vida de sus hermanos en cautiverio. Así que acepto por mi y sobre todo por ellos en la confianza y la seguridad de vuestra palabra de caballero cristiano.

- Os agradezco vuestra benevolencia y os reitero mis intenciones sobre vuestros compañeros de lucha. Antes de comenzar con este proceso es importante dejar bien claro a todos vuestros libertos que esto habrá de quedar en absoluto secreto hasta el mismo final en el que el que los que lo deseen podrán abandonar mi hacienda, pues Don Beltrán no es hombre tan confiado en palabras de caballeros como vos y romperá cualquier pacto cuando considere que se han vulnerado sus condiciones. ¿Quedamos de acuerdo, pues?

Esta vez la mirada de Don Arturo alterno entre ambos, liberto y jesuita, recibiendo la aseveración esperada y deseada. Con un gesto Don Arturo dio por cerrada la conversación y el mayoral se acercó hasta el punto donde se encontraban, mientras los dos hombres se retiraban al monasterio para informar a sus compañeros…


sábado, 13 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (54)


- ¡Don Benigno Arriaga! ¡¿Dáis vuestro permiso para entrar?!

- ¡Esperad junto a la puerta! Bajaré yo mismo en un momento.

Con la tensión por tener como compañía al mayoral de Don Beltrán de sobra conocido a pesar de corto tiempo en Magangue, Don Arturo esperaba la aparición del jesuita con la incógnita de las reacciones que se suscitasen entre ambos en aquél momento colosos como torres repletas de orgullo. Al poco tiempo, un chirrido desagradable sacudió el corazón de Don Arturo, poniendo en guardia al mayoral con una mano en su pistolón y la otra en el sable aún amarrado al cinto.

La puerta parecía no querer abrirse aferrándose  como uñas  de gato que araña el suelo, mientras se desencajaba con dificultad del dintel donde debía haber un cierre, que parecía más bien ser el tronco macheteado a prisa y corriendo para hacer de puntal entre el suelo y la puerta. Dos hombres fueron los que se plantaron frente a Don Arturo y el mayoral, uno el jesuita, enjuto y fiero en su mirada de ojos saltones y encendidos por la ira confundida de iluminación celestial, una cruz de plata servía de divina defensa junto a los santos evangelios, junto a él, con casi una cabeza más en altura, uno de los esclavos de Don Beltrán armado de una escopeta trabucada y el omnipresente sable en cada mano; su mirada superaba en furia y odio la del jesuita, pues era su vida la que estaba en juego y no tenía previsto ponerla de nuevo en venta.

No más de una vara de distancia habría entre ellos, el olor a sangre y sudor, las miradas clavadas en las opuestas marcaban la negociación. Don Arturo con rechazo y desprecio que ambas posturas le causaban por sus medios y maneras tomó fuerzas de su inagotable interior para hacer andar aquella nave sin forma.

- Padre, permítame rogarle que deponga tal actitud tan poco propia de un hombre de Dios como vuestra en verdad es  vuestra merced. Estos hombres son propiedad de Don Beltrán y si no accedéis a su entrega de forma pacífica, las leyes del reino les conceden el derecho de tomar las acciones que estimen oportunas. Vos sabéis que vuestra resistencia será tan solo un esfuerzo realmente baldío tanto para el propósito que os mueve como para las esperanzas de los hombres que os acompañan en esta locura

- ¿Locura? ¿os atrevéis a llamar a esto locura? No puedo creer que consideréis una locura que estos hombres como bien los llamáis y no esclavos propiedad de nadie como pretenden las humanas leyes escritas con prolífica beatitud y maldad propia del mismo Belcebú, luchen por ser libres de elegir su Destino antes de entregar su alma al supremo hacedor. ¿No fue nuestro señor Jesús el que se enfrentó al vacío de la muerte sin más que su fe y venciendo a la esclavitud mundana? No habrá más salida a esta situación que la de la consecución de la libertad de los hombres que han decidido resistir ante la mansedumbre y el adocenamiento de otros sin más.

Las cosas estaban tan claras como complicadas, pues no iba a ser Don Beltrán hombre de ceder y menos ante lo que consideraba suyo y que la sociedad vigente bendecía con mezquina hipocresía. Había que ganar tiempo.

- No pretendo quitaros razones que bien cargado parece que portáis el zurrón de vuestra conciencia. Dadme un poco de tiempo antes de cerrar este diálogo pues intentaré buscar una solución que perjudique en lo menos a todos los que aquí estamos.

- Sea así pues. Por nuestra parte nos guardamos en nuestro pequeño recinto que aunque pequeño, pobre y cerrado en sus cuatro muros, en su interior la Libertad rebosa en altura hasta tocar el cielo al que mas tarde o más temprano habremos de llamar para dar cuentas por lo que aquí hayamos hecho.

El jesuita tan digno como su convicción le mantenía se giró llevando al liberto con él, manteniendo este último su mirada en la del mayoral que antes que la fe del jesuita el confiaba en la de sus reflejos ante cualquier sorpresa traicionera de éste. Mientras, Don Arturo, con el rostro de la preocupación y la mente bullendo como lava en volcán a punto de romper, bajaba intentando encontrar la idea, el arreglo que llevara a todos a una inestable calma que generarse más tiempo, pues en el fondo sabía que aquellos dos espíritus tan parejos como Don Beltrán y el jesuita nunca llegarían a una entente, pacto, acuerdo de convivencia que en verdad llevara la paz de donde nunca debía haberse ido. Beltrán de Garralda esperaba, mientras en el rostro del mayoral se percibía el placer de saber que pronto la “caza mayor” iba a comenzar.

- ¿Y bien, Don Arturo? ¿Buenas o malas nuevas traéis?

- Nada traigo si lo que deseáis es todo. El jesuita Arriaga esta dispuesto a morir en un inútil deseo de resistir, mas eso también os traerá a vos y vuestra gente daños y quién sabe si la propia muerte.

- ¿De esa chusma? ¿por quién los toma?

- No se engañe, son hombres que nada tiene que perder y saben que si caen en sus manos pueden sufrir lo inimaginable antes de perder definitivamente la vida…

Mientras esto decía observaba al mayoral con gesto acusador por ser quién en su enfermiza razón parecía disfrutar de todo aquello

- Por ello morirán matando y quién sabe si uno de los que caen es usted mismo, el Señor no lo quiera.

El negrero Garralda pareció entender la argucia que por real no era sino un intento de negociar. Negocio que al final iba a repercutir en el bolsillo de Don Arturo pues no parecía haber otro camino. Comprar él los esclavos de Don Beltrán enterrando la guerra con plata, aunque no sabía de la reacción del jesuita pues no eran aquellos sus términos innegociables.

- Pues si hay que matarlos de hambre, así será sin dilación.

- Don Beltrán permítame proponerle la compra de sus hombres a un precio razonable, al fin y al cabo necesito brazos para mi hacienda que voy a poner en marcha si todo va bien y podemos  de tal guisa beneficiarnos todos de semejante situación. Vos obtenéis una plusvalía de estos hombres a los que habríais de mantener una costosa vigilancia y yo puedo comenzar con mi proyecto. Os prometo que pagaré bien

La oferta era tentadora aunque había que poner precio

- El valor de dos esclavos de iguales características en el mercado de Portobelo, puestos y a mi servicio aquí.

Bastardo era el negocio sobre almas con vida propia, pero era la vía y no quedaba otra opción.

- Acepto.

La tensión como si de un golpe bajo fuera, hizo que el rictus del mayoral se transfigurase al del animal carroñero frustrado por perder presa fácil. No parecía dispuesto a quedarse a solas con el deseo sin lograr alcanzarlo en dolor y sangre…

miércoles, 10 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta (53)

Vuelvo a rogar de su benevolencia mis respetadas mercedes, más creo que ahora podré continuar con este relato en el que estamos a poco de su final para tras él comenzar con su tercera y última entrega en un 3º legajo que intentaré encontrar en elos desvanes de mi desvencijada imaginación.





- Como vos podéis escuchar a pesar de mi temblorosa voz, pues aún no me asiento en la manera de hacerme cargo de tal situación, el hermano Benigno anda mas encastillado que el rey con torre en pleno enroque de ajedrez. Esta sociedad que por muy católica y bien pensante parezca, persiste en mantener los viejos postulados de Don Francisco de Quevedo sobre la justa justicia contra la inoportuna razón si es que debería existir en la tierra, y la real hipocresía que puedo prometer sobre lo que el Señor me diga que es verdadera sangre de nuestros corazones sin respetar las viejas encomiendas ni las nuevas leyes que quiera nuestro rey Borbón enviar. Tan sólo desean ser más que el otro y sacar el beneficio de hombres y mujeres a las que tratan como bestias.

Don Arturo se acercó al viejo sacerdote que parecía querer llorar sin lograr que sus ojos permitieran tal cosa fluir desde estos.

- No os aflijáis Don Ramiro, vos bien conocéis mejor que yo el secreto del alma mundana que, ciega en sus derroteros, sólo busca su bien sin pensar en más. Vos habéis hecho por las propias gentes más de lo que nadie pudo esperar nunca y el Señor sabrá dar cuenta de tal cosa. No es cosa nuestra juzgar la maldad de nuestros hermanos aunque debamos contener tales desmanes.

Don Ramiro con aflicción contenida en su mirada asentía como un infante al que no le quedaba otra a pesar de los años cumplidos y por ende vividos.

- Don Arturo, hemos de hacer entrar en razón al jesuita Arriaga antes de que sea demasiado tarde, pues su cerrazón no traerá nada más que dolor, sangre y mas carga sobre esta pobre población que desea respirar y descansar en la esperanza de nuestro Señor. Vos bien sabéis que no somos pueblo de mas revolución que la que bendiga el Rey o la Iglesia y no es tal la que preconiza el jesuita Arriaga.

Don Arturo, que ante el sacerdote mantenía una actitud de calma y serena templanza, en su interior la sangre bullía como volcán por hacer ya lo que su conciencia le dictaba desde el corazón que lentamente se veía vencedor sobre la propia razón.

- Don Ramiro, cálmese. Aprovechemos el atardecer más fresco y salgamos a pasear a la orilla del río.

Juntos y en silencio se acercaron a la orilla del caudaloso rio Magdalena que en su arrullo rutinario y sin aspavientos proporcionaba la paz en los dos corazones que de forma diferente faltaba; en el de uno era la frustración de la impotencia, mientras que en el otro la presión de la sangre hirviente por hacer de aquellas dos bestias humanas enmienda de su actuación la que hacía de su interior verdadero terremoto encubierto.

Durante el paseo mientras la calma iba inundando como el propio río sus cauces vitales, un jinete a uña de caballo los alcanzó descabalgando incluso antes de que cabalgadura diera por finalizada la carrera.

- ¡Fabián! ¡Qué sucede para que os abalancéis sobre nosotros de tal modo!

- Perdonad mis maneras pero está ocurriendo algo terrible en la loma donde vive el jesuita. Este se ha encerrado con varios indios armados  como si fuera aquello sitio de guerra. Antes de que dejara la loma donde apostó su derrumbado edificio al que llama "Monasterio de las almas en libertad", una hueste de al menos diez hombres armados con Don Beltrán de Garralda a la cabeza atravesaron nuestra finca para cercar el edificio. Han de acompañarme ambos.

- ¡Está bien, Fabián!. Cogeremos el carruaje de Don Ramiro, mientras tanto ve tu a tratar de apaciguar en lo que puedas. Y cuida de que nuestra gente no intervenga aunque lo desee.

- ¡Allí los espero!

Fabián cuyo porte de labriego se difuminaba a medida que pasaban los días en la hacienda que Don Arturo les había arrendado, partió con decisión de hombre libre tanto  como ya fuera desde antes como en sus adentros  comenzaba a sentirse ahora hacia la linde de la hacienda, justo en el comienzo de la loma donde en su suave corona un pequeño edificio a modo de digno castillo imaginario pretendía plantar y vender caro su destino ante la cruda y poderosa realidad.

Casi desmantelado llegó el carruaje de Don Ramiro con el viejo caballo tan reventado como el camino desde los establos hasta la loma. Fabián y Pedro trataban de mediar y amainar los deseos de lucha de Don Beltrán abanderado de su hueste que en ninguno de los rostros de los que cada uno portaba se atisbaba deseo alguno de paz, sino mas bien el de dañar y acabar con quienes podían demostrar que no eran los que parecían en poder y mandar.

Como si de agua de mayo fuera, el arribo de Don Arturo tranquilizó los temores de Fabián que confiaba en su buen hacer para reconducir la situación. Al mismo tiempo que Don Arturo se aproximaba junto con el resuello de Don Ramiro que parecía dejarlo  atrás a él mismo, Fabián con un gesto hacía él fue haciendo mas distancia entre Don Beltrán.

- Alabado sean vuestros fantasmas, Don Arturo de las Heras. ¿también venís a ordenar sobre lo que nadie os pide?

- Buen día tengáis Don Beltrán. No pretendo ser alguacil de la corte, mas debéis recapacitar antes de arrepentiros de cualquier terrible acción que os provoque vuestra ira.

- ¡¡¡Ira!!! ¡¿Ira decís!? Sabed vuestra merced que quienes allí se refugian no son mas que fugitivos de mi hacienda y trasgresores de la encomienda que conmigo traigo lacrada y bendecida por el gobernador de Santa Fé. Solo vengo a recuperar lo que es de mi propiedad y que ese bastardo endemoniado hijo de la maldita orden que solo desea el mal de los hidalgos de provecho fieles a nuestro rey y señor, tiene a bien mantener  derechos en tierras que no son de privilegio como su majestad tiene por generosidad dejar en las lejanas tierras del Paraná.

- Podéis tener razón, pero no debéis actuar de manera que podáis perderla en al misma medida. Dejadme intervenir y tratar de llegar a una solución. Permitídmelo aunque sea una sola vez.

Aquél ciego e iracundo espíritu que se sentía cargado de la razón absoluta en un rasgo de inesperada contención accedió

- Tenéis menos de una hora para llegar a un acuerdo. Mi mayoral Antonio San Miguel irá con vos como protección y como mi representante

La opción era esa y había que tomarla. Lo más peligroso era llevar consigo al mayoral, hombre de torcidos deseos sobre las gentes, famoso por sus castigos “ejemplares” y su exceso en el maltrato de cualquiera que osara tan solo mantener más de un instante la mirada.

- Acepto su propuesta y ahora hagan el favor de retirarse hasta el linde de mi hacienda mientras trato de llegar a un entendimiento. Fabián, por favor acompaña a estos caballeros hasta el lugar

- Don Arturo déjeme ir con vos.

- No tengas miedo que nada pasará con la ayuda de Dios.

Con el caballo de Fabián como montura de Don Arturo ambos hombres como la noche y el día acudieron al portón de tosca madera para parlamentar…

sábado, 6 de marzo de 2010

Hoy siento,

A los viejos temores ya libertos

volando como espectros hacia otro lugar

donde aniden sin mas derechos

que los que su nuevo anfitrión les ose otorgar.



Hoy siento

Que quizá el fuego pueda alumbrar

lo que viejas cenizas trataban de cegar

mientras el corazón bandea entretanto su brega

por la herida y la cura en eterno combate vital.



Hoy siento

El aire lejano a un barlovento por ganar

al que no por más ceñidas en las velas del alma antes arribarán,

pues queda esta como nave a fil de roda del vigente soplar

mientras así escotas y trapo íntimo me afano en bracear.



Vive el cielo que hoy siento

Los buenos vientos que aún están por henchir éste alma,

conjunto de escotas, baos, viejos mástiles y eternas cuadernas,

que tan sólo desea retomar rumbo y demora de lo pasado

para ganar el barlovento por nunca antes mas deseado.