miércoles, 10 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta (53)

Vuelvo a rogar de su benevolencia mis respetadas mercedes, más creo que ahora podré continuar con este relato en el que estamos a poco de su final para tras él comenzar con su tercera y última entrega en un 3º legajo que intentaré encontrar en elos desvanes de mi desvencijada imaginación.





- Como vos podéis escuchar a pesar de mi temblorosa voz, pues aún no me asiento en la manera de hacerme cargo de tal situación, el hermano Benigno anda mas encastillado que el rey con torre en pleno enroque de ajedrez. Esta sociedad que por muy católica y bien pensante parezca, persiste en mantener los viejos postulados de Don Francisco de Quevedo sobre la justa justicia contra la inoportuna razón si es que debería existir en la tierra, y la real hipocresía que puedo prometer sobre lo que el Señor me diga que es verdadera sangre de nuestros corazones sin respetar las viejas encomiendas ni las nuevas leyes que quiera nuestro rey Borbón enviar. Tan sólo desean ser más que el otro y sacar el beneficio de hombres y mujeres a las que tratan como bestias.

Don Arturo se acercó al viejo sacerdote que parecía querer llorar sin lograr que sus ojos permitieran tal cosa fluir desde estos.

- No os aflijáis Don Ramiro, vos bien conocéis mejor que yo el secreto del alma mundana que, ciega en sus derroteros, sólo busca su bien sin pensar en más. Vos habéis hecho por las propias gentes más de lo que nadie pudo esperar nunca y el Señor sabrá dar cuenta de tal cosa. No es cosa nuestra juzgar la maldad de nuestros hermanos aunque debamos contener tales desmanes.

Don Ramiro con aflicción contenida en su mirada asentía como un infante al que no le quedaba otra a pesar de los años cumplidos y por ende vividos.

- Don Arturo, hemos de hacer entrar en razón al jesuita Arriaga antes de que sea demasiado tarde, pues su cerrazón no traerá nada más que dolor, sangre y mas carga sobre esta pobre población que desea respirar y descansar en la esperanza de nuestro Señor. Vos bien sabéis que no somos pueblo de mas revolución que la que bendiga el Rey o la Iglesia y no es tal la que preconiza el jesuita Arriaga.

Don Arturo, que ante el sacerdote mantenía una actitud de calma y serena templanza, en su interior la sangre bullía como volcán por hacer ya lo que su conciencia le dictaba desde el corazón que lentamente se veía vencedor sobre la propia razón.

- Don Ramiro, cálmese. Aprovechemos el atardecer más fresco y salgamos a pasear a la orilla del río.

Juntos y en silencio se acercaron a la orilla del caudaloso rio Magdalena que en su arrullo rutinario y sin aspavientos proporcionaba la paz en los dos corazones que de forma diferente faltaba; en el de uno era la frustración de la impotencia, mientras que en el otro la presión de la sangre hirviente por hacer de aquellas dos bestias humanas enmienda de su actuación la que hacía de su interior verdadero terremoto encubierto.

Durante el paseo mientras la calma iba inundando como el propio río sus cauces vitales, un jinete a uña de caballo los alcanzó descabalgando incluso antes de que cabalgadura diera por finalizada la carrera.

- ¡Fabián! ¡Qué sucede para que os abalancéis sobre nosotros de tal modo!

- Perdonad mis maneras pero está ocurriendo algo terrible en la loma donde vive el jesuita. Este se ha encerrado con varios indios armados  como si fuera aquello sitio de guerra. Antes de que dejara la loma donde apostó su derrumbado edificio al que llama "Monasterio de las almas en libertad", una hueste de al menos diez hombres armados con Don Beltrán de Garralda a la cabeza atravesaron nuestra finca para cercar el edificio. Han de acompañarme ambos.

- ¡Está bien, Fabián!. Cogeremos el carruaje de Don Ramiro, mientras tanto ve tu a tratar de apaciguar en lo que puedas. Y cuida de que nuestra gente no intervenga aunque lo desee.

- ¡Allí los espero!

Fabián cuyo porte de labriego se difuminaba a medida que pasaban los días en la hacienda que Don Arturo les había arrendado, partió con decisión de hombre libre tanto  como ya fuera desde antes como en sus adentros  comenzaba a sentirse ahora hacia la linde de la hacienda, justo en el comienzo de la loma donde en su suave corona un pequeño edificio a modo de digno castillo imaginario pretendía plantar y vender caro su destino ante la cruda y poderosa realidad.

Casi desmantelado llegó el carruaje de Don Ramiro con el viejo caballo tan reventado como el camino desde los establos hasta la loma. Fabián y Pedro trataban de mediar y amainar los deseos de lucha de Don Beltrán abanderado de su hueste que en ninguno de los rostros de los que cada uno portaba se atisbaba deseo alguno de paz, sino mas bien el de dañar y acabar con quienes podían demostrar que no eran los que parecían en poder y mandar.

Como si de agua de mayo fuera, el arribo de Don Arturo tranquilizó los temores de Fabián que confiaba en su buen hacer para reconducir la situación. Al mismo tiempo que Don Arturo se aproximaba junto con el resuello de Don Ramiro que parecía dejarlo  atrás a él mismo, Fabián con un gesto hacía él fue haciendo mas distancia entre Don Beltrán.

- Alabado sean vuestros fantasmas, Don Arturo de las Heras. ¿también venís a ordenar sobre lo que nadie os pide?

- Buen día tengáis Don Beltrán. No pretendo ser alguacil de la corte, mas debéis recapacitar antes de arrepentiros de cualquier terrible acción que os provoque vuestra ira.

- ¡¡¡Ira!!! ¡¿Ira decís!? Sabed vuestra merced que quienes allí se refugian no son mas que fugitivos de mi hacienda y trasgresores de la encomienda que conmigo traigo lacrada y bendecida por el gobernador de Santa Fé. Solo vengo a recuperar lo que es de mi propiedad y que ese bastardo endemoniado hijo de la maldita orden que solo desea el mal de los hidalgos de provecho fieles a nuestro rey y señor, tiene a bien mantener  derechos en tierras que no son de privilegio como su majestad tiene por generosidad dejar en las lejanas tierras del Paraná.

- Podéis tener razón, pero no debéis actuar de manera que podáis perderla en al misma medida. Dejadme intervenir y tratar de llegar a una solución. Permitídmelo aunque sea una sola vez.

Aquél ciego e iracundo espíritu que se sentía cargado de la razón absoluta en un rasgo de inesperada contención accedió

- Tenéis menos de una hora para llegar a un acuerdo. Mi mayoral Antonio San Miguel irá con vos como protección y como mi representante

La opción era esa y había que tomarla. Lo más peligroso era llevar consigo al mayoral, hombre de torcidos deseos sobre las gentes, famoso por sus castigos “ejemplares” y su exceso en el maltrato de cualquiera que osara tan solo mantener más de un instante la mirada.

- Acepto su propuesta y ahora hagan el favor de retirarse hasta el linde de mi hacienda mientras trato de llegar a un entendimiento. Fabián, por favor acompaña a estos caballeros hasta el lugar

- Don Arturo déjeme ir con vos.

- No tengas miedo que nada pasará con la ayuda de Dios.

Con el caballo de Fabián como montura de Don Arturo ambos hombres como la noche y el día acudieron al portón de tosca madera para parlamentar…

1 comentario:

nueve sastres dijo...

¡Como echaba de menos tus historias!
¡Que bien que hayas vuelto!