martes, 16 de marzo de 2010

No habrá montaña mas alta... (55)


…El trato, como si de ganado se tratara, quedó sellado con un apretón de manos entre “caballeros”. La situación entraba en compleja evolución para Don Arturo que debía zafarse del mayoral al menos en un periodo mínimo de tiempo para tratar de lograr “entrar en razones” con el jesuita, hombre que sólo tenía una por bandera y ni mil años de discusión y oportuno diálogo parecían poder ser capaces a dar la ocasión para que este solitario argumento, simplemente se aviniera en compartir lugar con algún otro, quizá más terrenal y por ello mas real al tiempo en el que tal historia acontece.

- Don Beltrán, hemos cerrado este trato y espero que en tal pacto confiéis, mas necesito mantener un conversación con el jesuita sin trabas ni testigos que puedan alterar el buen término de esta contienda. Tras éste periodo podréis enviar a quién consideréis oportuno para comprobar que todos vuestros esclavos son conducidos a mi hacienda sin demora y manteniendo su legal situación.

Don Beltrán sentía su triunfo reflejado en su orgullo ahora libre de humillación junto con su bolsillo con más caudal que cuando pretendía jugarse su pretendida honra con la vida propia y la de su hueste. Con un deje de magnanimidad en su voz le espetó al bueno de Don Arturo:

- Bien me parece que aviéis el ánimo de ese loco y pongáis en orden al menos sus desmanes,  en cuanto acepte el pacto será mi mayoral Antonio y dos de mis hombres quienes os escoltarán a vos y vuestra gente hasta el lugar donde decidáis mantener a buen recaudo vuestra ahora mercancía.

Contención era la palabra que mantenía en la boca Don Arturo como retén a lo que en verdad deseaba lanzar sobre la conciencia oscura de Don Beltrán. Con un gesto se giró y llamó a Fabián y Pedro para que lo acompañaran en la última parte de la operación cuasi bélica. Mientras tanto, Antonio San Miguel se hacía sangre en su labio inferior por aguantar y obedecer a la orden de su amo el negrero Garralda, que humano con ansias de can silvestre era el mayoral y no aceptaba renuncias de lo que a la mano parecía tener.

Tan solo se echaba a faltar un pequeño estandarte con un roto y deshilachado pendón blanco de parlamento amarrado a este cuando la pequeña comitiva alcanzó la proximidad al portón del llamado Monasterio. Antes de ningún aviso la puerta ya se abría y los mismos que antes salieron eran los que plantaban su cara frente a nuestros tres hombres. La tensión era ahora menor e incluso la mecha del mosquete trabucado estaba ahora apagada y colgado este de la espalda del liberto que, eso si, hacía brillar el filo del sable al aire y la vista de quien deseara verlo.

Comenzaron las conversaciones con un intento por parte de Don Arturo de obviar las nuevas “condiciones” de los esclavos hasta encontrar la respuesta correcta por parte de Benigno Arriaga, pero parecía algo imposible. Don Arturo hacía muchos años que había renunciado a la esclavitud tornando la situación de sus otrora esclavos en sirvientes y de tal cosa  pretendía convencer al jesuita tejiendo con esfuerzo un complicado encaje de bolillos sobre la inflexible y en el fondo simple mentalidad del jesuita.

- Padre Arriaga, permítame tratar de que me comprenda. La esclavitud no es un hecho que guste aceptar en este reino por los bien pensantes gobernantes, pero lo es y además  es legal. No habrá para vuestros protegidos nada más que la muerte si no aceptáis este hecho; por ello le propongo que acepten su pase como esclavos a mi llamémosle jurisdicción con el juramento ante nuestro Señor que nos observa que en cuanto esto se calme tornen sus situaciones a la de sirvientes y con otro periodo más yo mismo los saque de este lugar hacia Cartagena, donde poder buscarse ellos una vida nueva. En verdad no hay otra salida con real posibilidad de éxito pues otra cosa sería inaceptable, primero por Don Beltrán que apunta con sus armas a vos y vuestros libertos y después por los terratenientes que pondrán en liza sus derechos y cerrarán toda posibilidad por temor a perder ellos sus privilegios. Padre Arriaga, esto o la muerte para todos.

La elocuencia que permite la convicción dejó en silencio al jesuita mientras la mirada del liberto parecía querer decir que estaba con Don Arturo. Al fin y al cabo los altos ideales eran del jesuita, pero las vidas eran de los diez hombres y cada uno miraba por la suya sin llegar a los conceptos idílicos para el tiempo aquél, que ni sus creencias, ni la formación ganada durante sus maltratadas vidas alcanzaban a conceder a cada uno. Cruzaron las miradas Don Arturo y el jesuita, el primero con la paz del saberse dado al ciento y al ciento por ello en calma, la del segundo con la ira de saberse encerrado en su propio castillo de la razón, pero  de tan pequeña su dimensión como para no caber más que él mismo. Al final la fe en sus ideales transigió sobre sus sentimientos hacia cada uno de los que con él se habían refugiado.

- Sabéis que no repudio mi muerte pues es la vida eterna la que tras ella llega y por tal cosa estaría dispuesto a darla siguiendo el ejemplo de nuestro Señor, pero no es más cierto que flaco sería el servicio a estos hombres que quizá hagan mayor servicio en vida terrena con su ejemplo y su reflejo sobre la vida de sus hermanos en cautiverio. Así que acepto por mi y sobre todo por ellos en la confianza y la seguridad de vuestra palabra de caballero cristiano.

- Os agradezco vuestra benevolencia y os reitero mis intenciones sobre vuestros compañeros de lucha. Antes de comenzar con este proceso es importante dejar bien claro a todos vuestros libertos que esto habrá de quedar en absoluto secreto hasta el mismo final en el que el que los que lo deseen podrán abandonar mi hacienda, pues Don Beltrán no es hombre tan confiado en palabras de caballeros como vos y romperá cualquier pacto cuando considere que se han vulnerado sus condiciones. ¿Quedamos de acuerdo, pues?

Esta vez la mirada de Don Arturo alterno entre ambos, liberto y jesuita, recibiendo la aseveración esperada y deseada. Con un gesto Don Arturo dio por cerrada la conversación y el mayoral se acercó hasta el punto donde se encontraban, mientras los dos hombres se retiraban al monasterio para informar a sus compañeros…


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