…Como también fue en el trayecto desde Santa Fe, de nuevo encadenados caminaban en hilera sumisa ladera abajo. La diferencia si cabe, era que sus dueños no eran más que figuras de un escenario que esperaban ver demolido tan pronto como los vientos de guerra se calmaran. Delante de ellos y como si de una procesión se tratara caminaba, casi como propio desfile de la Semana Santa, Benigno Arriaga con la mirada perdida al infinito mientras sus manos portaban con fuerza la cruz de plata con la que estuvo en todo momento en el “sitio” y la negociación. Y es que en la derrota y en la sensación de carencia de ánimo que le sigue, disponer de un símbolo que tocar y sentir ayuda a encontrarse y comenzar el nuevo camino.
Con el corazón compungido, deseando ni siquiera sentir su pálpito para no comprobar que aquello era real, Fabián trataba de escoltar semejante comitiva sin parecer que estaba haciéndolo. Pedro León, mas endurecido quizá, o simplemente capaz de sortear la realidad con más soltura mientras navegaba sobre ella, cerraba la comitiva intentado observar las evoluciones de Antonio San Miguel y sus dos hombres que de momento contenían sus rebenques enfundados frente a las espaldas de aquellas almas en verdadero purgatorio. Don Arturo, descabalgado de su yegua, caminaba junto a ella en silencio como deseando de alguna forma estar más cerca de ellos mientras dejaba su mente inactiva al arbitrio de los estímulos que tuvieran a bien detenerse sobre sus sentidos; era su manera de tomar respiro sobre las tensiones y las pruebas pesadas que plantaba la existencia fueran estas ganadas o perdidas.
La paz no podía durar mucho tiempo más y a menos de doscientas varas de camino hecho desde la cima de la leve colina uno de los capataces descargó su rebenque sobre uno de los encadenados. Semejante golpe por inesperado lo hizo caer. La caravana se detuvo al bloquearse el tren en aquél eslabón derribado sobre .
- ¡Vamos perros, no hay más tiempo que esperar! ¡Arriba y al trote, bestias desagradecidas! ¡Os dejamos la vida, así que no tentéis por más vuestra suerte!
Aquel esbirro de Don Beltrán abrió la espita del odio y el dolor entre unos y otros. Los golpes eran cada vez más duros. Fabián apretó las espuelas sobre su cabalgadura para detener aquella inhumana escena pero el mayoral se interpuso en su camino.
- ¡¿A dónde se dirige vuestra merced?! Estas bestias serán vuestras cuando alcancemos la cuadra donde dejarlos, antes siguen siendo propiedad de mi señor Don Beltrán y es nuestra responsabilidad su entrega en punto y hora en el lugar convenido.
- ¡¡¡Retiraos u os juro que…!!!
- Que qué. ¿Acaso me mataréis vos? Solo sois un vulgar labriego que ha conocido la silla de de un caballo gracias a ese anciano senil que ya no sabe distinguir entre clases.
Fabián se paralizó ante aquella sentencia que le devolvió quizá un poco de su antigua vida sin esperarlo. Mientras más adelante el negrero continuaba golpeando al ahora esclavo. Sus compañeros comenzaron a soliviantarse y la tensión tornaba en sus tintes a los propios de nubes en incipiente temporal. El jesuita de forma ágil ya se había plantado a la altura de Fabián y fue en ese momento cuando el esclavo que como liberto escoltó a Benigno Arriaga en la negociaciones exclamó
- ¡¡¡Padre Arriaga!!! ¡ Por Dios, recuerde su promesa!
- ¡Promesa! ¡¿qué es eso que habla el esclavo?! ¡¿De qué promesa habla?! ¡Vamos, contestad!
Mientras esto decía desenfundaba su sable con gesto amenazante hacia el tren de eslabones humanos. Don Arturo otra vez a caballo se abalanzó como pudo a detenerlo, mientras tanto Pedro de un rodeo se había plantado donde el tercer hombre de Garralda pretendía cubrir aquél flanco del posible escape de los encadenados sin percatarse del movimiento y logrando neutralizar a éste.
- ¡Deteneos, Mayoral! ¡Nada hay de promesas sobre estos hombres que nos sean la de un futuro mejor en la otra vida! ¡No cometáis una locura!
El rostro del mayoral demostraba que poco le importaban las razones por la que segar una vida y sentir el poder que tal crimen hace experimentar a quien de tales delitos sobrevive. El escolta del sitio al que el mayoral deseaba “ajustarle” las cuentas, vista la situación, asumió su fin con la dignidad del noble que quien lo es lleva en su interior y frente a su mirada clavó la suya mientras esperaba el filo mortal del sable. Su compañero de fechorías había interrumpido su enfermizo deleite sobre otro esclavo, que como él quedo absorto en la imagen plástica que demostraba el valor absoluto de la bondad y la maldad en un instante.
- ¡Nooo!
Un estruendo hizo aparición en las vidas de todos repitiéndose tantas veces como su propia fuerza sonora permitió que el eco existiera.
- ¡Padre!
Don Benigno Arriaga había arrebatado el pistolón de Don Arturo desde su externa faltriquera y sin pesar por el crimen que iba a cometer clavó una bola de plomo entre los ojos del mayoral que cayó sin saber porque era él el que caía sobre los pies del esclavo, en vez de este sobre las pezuñas de su caballo. Fabián, repuesto tras el disparo se hizo con el criminal que golpeaba al otro esclavo, maniatándolo y manteniendo su bota sobre la cabeza de este en la que había encastrado el mango del rebenque hasta el fondo de su garganta.
Mientras, Benigno Arriaga administró los sacramentos sobre aquél cuerpo sin alma al que al menos deseaba dejar en morir en paz. Don Arturo de un manotazo le retiró el arma mientras se hacía cruces ante lo que se le podía avecinar como no actuase con la debida celeridad y cautela.
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