- ¡Reduzcan a los prisioneros en los sollados hasta que arribe nuestro navío! ¡Téllez, encienda los fanales que aún se mantengan en condiciones y, junto con Marquinez, barajen a través de esta oscuridad hasta encontrar al San Francisco y dar nuevas de nuestra posición a nuestros compatriotas! Don Mauricio, acompáñeme a su antigua cámara, creo que me debe una explicación sobre la presencia de vos y sus hombres en estas latitudes!
Así nos encaminamos al escenario en el que nos batimos en duelo a muerte, Salazar se encontraba liberando a aquellos dos hombres y la dama.
-Antes de que se digne a relatar sus andanzas por este, ha de quedar meridianamente claro a vuecencia, nuestro Mar del Sur; permítame, Don Mauricio, presentarme a vos y a sus "huéspedes" liberados hoy. Mi nombre es Don Martín de Oca, Conde de las Islas de Santa Cruz del Mar del Sur, al servicio de su Majestad Don Felipe III y de vuestras mercedes si ha menester. Provengo, junto con mis diez hombres del navío "San Francisco" cuyo comandante es Don Sebastián Vizcaíno, encomendado de Su Majestad.
Apenas terminé de hacer aquella somera presentación, cuando se adelantó uno de los dos caballeros, quizá el que menos estampa tenía de ello. Por sus trazas podía adivinar que era un burgués, de esos que, sin título, ni nombre buscábase la vida en aquellas tierras de formas y maneras mercantiles, lejos de las Españas donde dominaban las rancias costumbres en lo tocante al mal concepto del progreso de quién no fuera descendiente de algún abolengo y estirpe noble. Aquél hombré notábase apocado, temeroso y deseoso de ser reconocida su desgracia, que pronto relataría a borbotones por su boca contable, para así recuperar lo que le parecía perdido por un golpe de mal fortuna y un maldito encontronazo con la piratería que tanto abundaba en el otro lado de las Costas de la Nueva España, aunque no fuera moneda habitual a este lado.
- Con vuestro permiso presentaré a vos mi humilde persona y la de mis hermanos en cautiverio a bordo de esta nave, señor Conde. Mi nombre es Don Guzmán de las Heras, comerciante de El Callao en ruta de navegación con telas y café al puerto de Acapulco. En mi travesía, bendecida por nuestro virrey del Perú, acompañábanme dos personas de noble origen que si me permitís con gusto os presentaré. Doña Mercedes de Nápoli y su padre don Dionisio de Nápoli, nobles personas a quienes se me encomendo trasladar a la villa de Acapulco, para luego seguir ellos hasta la capital del Virreinato y contactar con el Virrey de estas tierras norteñas. Hacía allí dirigía mi goleta "Mariana" con la venia de Poseidón, cuando fuimos abordados por este navío disfrazado de mercante. Luchamos mis hombres y yo con el denuedo que brota del miedo y la defensa de lo que de uno es; más fue imposible mantener un lucha tan desigual, nuestro número era menor y nuestra preparación para la lucha no podía igualar a la de hombres de mar y guerra, como son los del Mercurio. Los daños fueron letales en la línea de flotación de nuestra "Mariana" por lo que recuperamos lo que la divina providencia permitió, quedando como prisioneros a bordo de este barco que vos acabáis de liberar...
- ¿Y sus hombres, Don Guzmán?
- Ocho eran al embracar en esta nave y, si no han perecido en la refriega de nuestra liberación, se encuentran en la cubierta inferior en los sollados de proa, lugar donde hasta antes de su providencial aparición nos encontrábamos tambien nosotros.
- ¡Francisco, que le acompañen Rey y O`Groats y liberen a esos hombres de inmediato! Doña Mercedes, Don Dionisio y vos, Don Guzmán, no se aflijan más, en poco tiempo arribará nuestro navío donde podrán descansar y reponerse de tales sufrimientos. A vos, Don Guzmán, en verdad lo considero un hombre de suerte, pues estoy seguro que habrá de haber un justo arreglo que de otra forma no podrá ser, sino el de barco por barco, de tal cosa yo mismo me haré responsable ante mi comandante Don Sebastián. Ahora salgamos al aire de cubierta para respirar limpio y dejemos este lugar tan lúgrube y maltrecho por la pólvora del Rey. Vos, Don Mauricio, tengo vuestra palabra de caballero, por lo que podéis acompañarnos sin sentiros preso de ligaduras.
Salimos a cubierta donde los gritos de júbilo se percibían desde el San Francisco a menos ya de dos cables y en maniobra de amadrinaje a nuestra amura de estribor. Decidí dejar a Don Mauricio para cuando las cosas calmaran en mayor medida y pudiéramos hablar con mayor distensión. La maniobra hasta amadrinarse los dos navíos se hizo rápida y sencilla gracias a una mar calma y ausencia casi total de viento. En cuanto las dos amuras se besaron, un hombretón con verdadera planta de Capitán del Rey nos abordó aferrado a una escota de la mayor para caer sobre la cubierta de nuestra presa. Era mi bueno de Sebastián, que fue verme y, después de comprobar que todos los huesos se encontraban en su lugar, darme un abrazo capaz de descoyuntarlos.
- Calma muchacho, que no hay pólvora ni balerío que sea capaz de acabar con el pellejo de un nacido en las tierras del Cid. Por mucho que la Muerte llame a la puerta de mi alma, no Le daré paso franco, hasta no ver al maestre de campo que se que serás.
- Don Martín, creí que no os volvería a ver. Gracias doy al cielo oscuro como bolsa de ciegos presagios que tal miedo me agarrotó de continuo hasta no distinguir los fanales de vuestra presa.
Nos abrazamos, quise aplacar aquello ánimos en exceso emocionados y le envié ordenar y comprobar la situación militar del navío apresado, nos vendrían bien cañones, pólvora, mosquetes, balerío y tantas cosas mas que de seguro no encontraríamos de tan fácil factura y posesión en aquellas tierras de la China. Don Sebastián arribó sobre el Mercurio, con lo que dejé a mi ahijado en aquella misión mientras me dirigí a nuestro comandante.
- Don Sebastián, aqui os entrego el navío, a flote y sin novedad. Holanda es su procedencia y Don Mauricio de Dillenburg su comandante que presto nos dará sus documentos y misión. Además he de deciros que traemos huéspedes de postín a bordo con la tripulación de la goleta Mariana apresada y hundida por el Mercurio.
- Lo he pasado mal Don Martín, sin dudar de vos, pero he temido por vuestra vida, aunque desde que os conocí supe que érais un verdadero superviviente, algo que cada vez percibo mas necesario en esta nuestra España que se ahoga entre guerras que a nada llevan y solo hacen que agotar nuestros ánimos. Bravo mi señor conde, que así os nombraron y así volveréis. Aquellas últimas palabras me revolvieron el pecho hasta lograr que alma y corazón volvieran a unirse en santa hermandad. El ánimo de Don Sebastiñán, cual ángel redentor se avino a darme lo que mi ceguera habíame arrebatado semanas y mese atrás.
Con toda la documentación del navío que no tuvo tiempo de arrojar Don Mauricio, nos dirigimos al San Francisco mientras, los calafates, cordeleros, carpinteros tanto españoles como holandeses se afanaban por aparejar de fortuna al Mercurio. La mar estaba "de buenas" y había que aprovechar. Quedó Sebastián al mando con veinte hombres de guarnición, mientras nosotros nos encaminábamos a la camara de nuestro comandante a borde del San Francisco. Mi gaznate y el de Don Mauricio iban a sentir en breve el gustoso sabor que deja paso de deliciosas viandas por ellos, algo que horas antes no creían volver a hacerlo nunca más...
2 comentarios:
Al leerte se me ocurre que debiste ser un caballero en otra vida, si las hubiera, o un héroe, alguien que dejó huella, Josu.
Un abrazo. Tu historia está cada vez más apasionante.
Sigo admirada de tu productividad al escribir.
Otro abrazo.
Alicia
Realmente lo que disfruta mi mente imaginando cosas que seguramente fueron tan reales como otras que leemos de héroes mas rubios y mas altos pero no mejores. Disfruto escribiendo desde mi pequeño archipiélago imaginario y sobre todo compartiendo mis sueños despierto con este portal maravilloso al que llaman blog.
Siempre a sus pies, vuestro fiel caballero.
Luz para vos desde este hemisferio hermano.
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