sábado, 19 de julio de 2008

Oro en Cipango (16)

...una vez botada la embarcación, uno a uno fueron a ella subiendo los hombres, todos voluntarios para aquella pequeña aventura dentro de la mayor, que no era otra que arribar a Cipango y volver con honor recuperado y el triunfo en el brazo. Fueron voluntarios todos, embarcaron tres artilleros, Juan Marquinez, Iñigo Arruza y Francisco Tellez, los tres de la villa de Bermeo en el Señorío de Vizcaya, los nombro en grupo porque eran como un tridente que a todo acometían juntos. Siendo de madres diferentes su alumbramiento, parecían, sin embargo, haber visto la primera luz de vida desde la misma mujer. Hasta hacer los diez embarcaron marineros duchos en el arte de abordar navíos y ser campeones de boga frente a cualquier ola que se plantara avante, Manuel García, José Rey, Luis Barreñada, Guillermo O’Groats, Carlos Oliveira, Fernando de Salazar y Urbano Mañán. Sus nombres escribo porque merecen ser nombrados tales hombres que sin presión jugáronse tal apuesta contra la muerte por la gloria de alguien que vivía a miles de leguas de este lugar, donde aquel diminuto serení mantenía a flote sus vidas; alguien ignorante, alguien que rey era, ignorante de la sangre que su nombre provocaba.

Uno a uno fueron arriando los remos debidamente forrados de lona para amortiguar los golpes sobre la mar. Nuestro capellán, el padre Ruiz con verdadera humanidad perdonó uno a uno los pecados que de seguro cometieron antes y de seguro cometerán allí donde nos encaminábamos. Sus tacto a pesar de su físico era propio de hombre santo, aunque esto último lo fuera tanto como yo mismo, pero de todos es sabido que un buen aderezo hace que la mitad de tu presencia haga que de tal cosa te definan. Un hábito, aquellas manos dando serenas bendiciones ante una cruz de plata, todo aquello en singular trance de vida o muerte, daban la imagen de un hombre santo en conexión directa con Dios. Seguramente así fue y si no, seguro estoy de saberlo en breve tiempo; ese periodo que resta para arribar al momento en que tenga la oportunidad de ver mi vida recorrida y reparasda junto al máximo juez de todos los hombres.

Como ven, mi buen Sebastián no embarcó, no fue esto por no desearlo él como el que más, sino por mi negativa ante nuestro capitán y su acuerdo a tal negativa. Me abracé a él como si su padre fuera, pues de tal manera me sentí desde que conmigo se vino desde Acapulco.

- Sebastián no es esta tu guerra, serás grande, serás un gran hombre para Su majestad y sobre todo para este reino de Nueva España que necesita de hombres como tú, hombres que sepan distinguir entre la lealtad propia de can y la hombre. Esto no es para ti, debes quedar al lado de nuestro capitán y, en caso de mi muerte, ser lo que yo fui, huyendo de lo que conmigo vino destrozando mi razón. Cree en todo el que de frente se ponga sin mirar su escudo y origen, pero no dejes de mantener el acero aferrado a tu brazo, pues es este el que será tu mas fiel compañero. Ama sin límite y arriesga en ello tu corazón, pero nunca tu razón que será la que te mantenga erguido ante cualquier situación. Hasta pronto mi Alférez.

Un abrazo de fierro fue lo que sentí mientras percibía el correr de su lágrimas en aquella noche de trances y despedidas sin tiempo de retorno claro. Embarcamos todos y en la oscuridad intensa nos fuimos separando de nuestro navío, perdiendo a la segunda estropada su silueta y su olor a madera y hombre, tan solo se alejaba de forma mas lenta el sonido cada vez mas lejano del Padre Ruiz y sus run run“... el señor es mi pastor y nada me falta, el me...”. En silencio bogaban aquellos hombres a una cadencia propia de boga de combate, sin cómitre ni mas rebenque que sus propios deseos de tomar la amura del Mercurio. Aquel navío, mas bergantín enorme que navío, se percibía cada vez mas próximo, no quedarían mas de dos cables de distancia cuando aquella señal propia de faro alejandrino que de él provenía se extinguió. Seguramente habían logrado apagar el fuego; estimé que no estarían en condiciones de navegar hasta que no se templasen sus ánimos, ya que un incendio a bordo es la situación mas terrible para un hombre de mar. Eolo parecía mantenerse de nuestra parte manteniendo su divina boca cerrada y con tales augurios decidí cortar su popa.

Allí estaba la balconada de popa o, lo que en algún momento pasado debió ser un balconada de dos niveles que ya solo aparentaba la boca desdentada de un monstruo marino, “le dimos duro y bien” pensé al ver tales daños. Sin evitarlo mi diestra se santiguo por las almas de los caídos en aquel embate de hierro y fuego. Redujimos el ritmo, quedando cuatro marineros a los remos y con sigilo y la discreción mas absoluta preparamos el abordaje.

Barreñada, y Oliveira a mi orden quedaron a bordo del serení, uno al remo de popa y el otro con los frascos incediarios listos para la última baza en caso de derrota, los demás me siguieron. Cuchillo en boca, pistolones cruzados a mi espalda, así lentamente subimos por aquella amura de babor poblada de rotos que servían de asidero. Voces que aunque en casi susurros eran marciales, violentas y cargadas de la premura de quien necesita huir ante algo que se viene encima. No sabían que ya estábamos allí. Alcanzaron mis ojos el ras de la cubierta, un enjambre de cabos, lona, velamen sobre la mesana y la mayor abatidas sobre esta. Casi toda la tripulación se hallaba a proa intentando aparejar el dañado trinquete con aparejo de fortuna, era nuestra mejor ocasión de poner pie en cubierta y establecer forma de batir desde el castillo de popa. Con un gesto confirmé el paso casi franco. En pocos segundos los nueve suicidas alcanzamos cubierta, Rey y Mañán se hicieron cargo de los dos infelices que guardaban la cámara del comandante o lo que de ella quedaba, mientras bien pertrechados de balerío y pólvora puse a Manuel García , a O`Groats y los tres vizcaínos apostados y cubiertos entre aparejo y lona del castillo de popa. Fernando Salazar y yo nos dirigimos a la cámara del capitán. Mi sorpresa fue la de encontrar a una dama y dos caballeros, pues así los definí por su vestimenta, amordazados y maniatados. Aquel golpe de visión no me permitió recibir un impacto de espada que gracias a Fernando pudo ser solo un rasguño en mi hombro izquierdo. En aquella penumbra tan sólo pude distinguir a un hombre furioso que defendía lo poco que le quedaba ya, la honra y la vida.
- ¡Si sois caballero en verdad, aceptad este duelo! ¡Con mi vida os cedo lo que queda de mi nave! ¡Con la vuestra nos dejaréis en paz!
- No tenéis ventaja tal, mas por caballero os la doy. ¡En guardia, por Don Felipe!
- ¡Menos no esperaba de vos! ¡por Don Guillermo!

Nos batimos, como verá quien estos pliegos lea, por dos hombres que lejos estaban de aquellas latitudes. Aquel hombre, Don Mauricio Dillenburg, luchaba con ardor y conocimiento de cómo batirse. Dos golpes de acero rasgaron mi peto que aquella semioscuridad entre obstáculos sin conocimiento me hicieron errar en mis movimientos. Los golpes secos acero con acero se mantuvieron minutos largos como singladuras sin viento, el cansancio golpeaba las sienes, el sudor humedecía las manos, un golpe mal calculado clavó mi espada en el palo de mesana que atravesaba la cámara de fogonadura a fogonadura. Intenté sacarla de aquella trampa de madera, pero la fuerza con que la clavé hizo del vital esfuerzo algo imposible. Don Mauricio vio su barco libre, su vida larga de nuevo y enfiló sin más hacía mi pecho sin otro motivo más que nave y vida propia que, al fin y al cabo, es lo que sucede cuando se lucha a muerte, se lucha para evitar la de uno, nunca la matar al otro. No había sido Don Mauricio hombre de batidas en tierra, ni lucha en tercio sobre pantano holandés, tampoco de callejón oscuro con nulas posibilidades de ver la luz; mi vizcaína salió de mi bota para parar aquél golpe mortal y aprovechar tal ímpetu para descabalgar de su mano la espada, que inerte cayó sobre aquella cubierta derrotada mientras él tratabillaba sobre el otro lado.

Mi daga presta marcaba su gaznate, mis pulmones querían salir del pecho y su mirada victoriosa alegría tornóse en dos oscuros pozos de derrota. En ese momento explotó un grito de alarma seguido por una descarga de mis hombres apostados sobre nuestra cámara.
- Mi caballero Holandés, por las vidas que no se han de perder saldremos a cubierta a rendir la nave. Eso o la muerte de sus hombres y la suya después para ser sabedor de su crimen y llegar preparado frente al Altísimo.
- Como vos digáis. Tenéis mi palabra de que detendré su defensa.








Su palabra era para mi suficiente, aflojé mi presión sobre su vida y salimos a cubierta, la victoria era nuestra y nuestro el navío junto al "San Francisco" que sigiloso se presentía...

4 comentarios:

lola dijo...

Es una historia muy interesante, llena de aventuras y mar, aparte los grabados o pinturas son fantásticas.

Es bueno conocer esos relatos

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Un nuevo e interesante personaje...

Gracias

Buenos dias con Poesía dijo...

Tengo que leerte desde el principio. Hace tiempo que no pasaba por aquí. Hoy hice una entrada sobre el mar y Conrad. Me gustó mucho la máxima de Quevedo de donde no hay justicia es peligroso tener razón.

dijo...

Te dejo un beso enorme, voy a venir seguido a leerte y estar con vos...