sábado, 28 de marzo de 2009

No habrá montaña mas alta,...(1)

La primavera como un verdadero ejército de luz y frescor, de viento y lluvias refrescantes alcanzó al fin con victoria total sobre el manto de hastío invernal el Gijón que se dibujaba aún pequeño y recogido sobre si en el año de 1722. La guerra de sucesión había terminado hacía casi una década, pero sus huellas se podían leer a lo largo del reino ahora Borbón.


La primavera reinaba ya en aquél hemisferio, pero en la casa de los Fueyo y Liébana el invierno hacía mas de un año que se había instalado con armas y bagajes resistiendo cualquier asedio temporal. Mientras la pequeña ciudad comenzaba a resurgir de sus cenizas mediante la agricultura, la pesca y el leve comercio marítimo con el resto de puertos del Golfo de Vizcaya, en la cabaña de los Fueyo nada había cambiado desde un fatídico 24 de diciembre de 1720 en el que el duro oficio del cabeza de familia Don Gaspar Fueyo y Llamón, patrón del “Nuevo Cristo de las Luces” le hizo perecer junto a sus compañeros de oficio bajo los golpes de viento y mar a pocas millas del cabo de San Lorenzo.



Don Gaspar, recio marino de una vieja estirpe de pescadores había logrado con su esfuerzo y el de su joven familia emprender una nueva vida como armador y patrón de aquella pequeña embarcación, un bajel de un solo palo que aparejaba una vela latina en el palo mayor pudiendo izar un foque al bauprés que orgulloso miraba a proa de su fino casco de madera de roble asturiano. Había empeñado todos los ahorros presentes y futuros y como garantía era suficiente su nombre y palabra. Con semejantes argumentos no hubo carpintero de ribera que se negara a construir la nave.



Como escribía unos renglones más arriba, el 24 de diciembre de 1720 el “Nuevo Cristo de las Luces” trataba de ganar terreno a un temporal propio de la estación invernal. Lluvia y viento arreciaban del oeste contra su proa, la bahía que daba nombre al Cabo de San Lorenzo se podía ver con la luz gris del mediodía en los momentos que patinaban sobre la cresta de una de las infinitas olas que arribaban desde más allá del Cabo de Peñas. Daniel con su hermano Miguel aferrando su manita de niño de cinco años a la de él observaban desde lo alto del cerro de Santa Catalina el desigual combate. Faltaban dos veleros por arribar a casa y uno era el de su padre. María Liébana, su madre, sabía que era inevitable prohibirles subir al Cerro y abandonó el hogar en el que entonces vivían cercano al Palacio de los Jove - Hevia en plena bahía para buscarlos. El temporal arreciaba y una pulmonía, una neumonía o cualquier cosa que terminase en ese terrible sufijo sobre cualquier infante significaba muerte segura.



Cuando llegó al cerro sin pérdida alguna se encontró con sus dos hijos empapados e hipnotizados.



- ¡Miguel y Daniel! ¡Volved a casa, vuestro padre arribará pronto!



Sin mirar a su madre, Daniel apuntó con su brazo libre al punto donde de forma intermitente se distinguía el bajel de su padre. Sin dificultad pudo distinguir la vela a modo de tormentín en el estay de proa con sus colores azul y blanco que distinguía el barco de Gaspar de los demás. Como un embrujo de nuevo el silencio los cubrió y los dos niños de 8 y 5 años se aferraron a las piernas de la madre mientras grababan las imágenes de la lucha por la vida que se entablaba a menos de dos millas de donde ellos se encontraban. Una vida que era suya por la sangre y por la esperanza que los brazos de Gaspar infundían cuando los cogía y apretaba al despedir cada noche en sus jergones de paz y sueños.


Los malos presagios, quizá los que siempre acaban por cumplirse, lo hicieron de nuevo esta vez. Un golpe de mar se adelantó en su embate sumándose a la ola que lo mismo hacía de forma impune sobre el costado del barco. El palo, con el olor aún reciente a la savia que le dio la vida, partió arrastrando cables, batayolas y a quién encontrase en su camino de muerte. Un golpe como el de un rayo propio del temporal sacudió los tres corazones que palpitaban desbocados y al unísono sobre el Cerro. Por pocos que fueran los años de Miguel y Daniel, ambos sabían con la certeza de quien ya viste la sal en la piel que la nave sería ya pasto de los bajíos del Cabo de San Lorenzo. La madre con los niños aferrados a ella corrió hacia la playa donde otros familiares con hombres a bordo, marineros que habían logrado arribar con vida esperaban el fatal desenlace.


Nadie olvidó aquella terrible jornada en la pequeña villa marinera, donde una sola vida perdida significaba además del enorme dolor general una pérdida irrecuperable en el valor futuro de la comunidad. Tras los funerales y las condolencias que inundaron el aire que respiraban plagadas de muestras de solidaridad, la familia de los Fueyo Liebana volvió a la cruda realidad de las deudas contraídas por la compra del “Nuevo Cristo de las Luces”. No había recursos suficientes entre los cuatro muros de su hogar, los brazos de una mujer en aquella situación poco podrían hacer para pagar el volumen de tales deudas. Con la mediación del padre Román los acreedores, sobre todo Rufino el carpintero autor del difunto pesquero, accedieron a dar un año de demora en el pago de las deudas mientras María lograba encontrar una solución digna a su grave situación. Ahora tocaba replantear una vida que siendo siempre ruda, dura y sin piedad prometía otras metas que las fijadas hasta aquella Nochebuena del 1720.


Tras un año en el que María intentó trabajar, en el que consiguió alargar las jornadas a límites temporales que superaban los reales la situación no se aclaraba y los acreedores habían olvidado las promesas hechas frente al cuerpo inerte de Gaspar Fueyo y después ante el párroco de la villa como sumisos feligreses. Desde noviembre de 1721 Daniel había embarcado como marinero para todo a bordo de uno de los pesqueros de la villa. Era el último de la tripulación y eso le proporcionaba las migajas de las ganancias diarias, muchas veces míseras de inicio para todos aunque al menos podían comer sin desembolsar nada gracias a su trabajo a bordo.


Entró el nuevo año 1722, el frente de la miseria se presentaba cada vez más firme, extenso y con moral de victoria sobre las tres almas que malvivían con las fuerzas y el ánimo rayando las cotas más bajas de sus vidas. María sabía que tal mal de enorme trascendencia iba a requerir de decisiones de igual envergadura. Pasada la Epifanía resolvió pedir consejo a Don Román, el capellán era quien de alguna forma podría encaminar alguna luz en aquél tétrico y alargado túnel que parecía no tener fin. No esperaba nada para ella pues sentía que su felicidad residía ya en la propia de sus hijos y eso la reconfortaría hasta el fin de sus días, no deseaba más de la vida.


Tras despedir a Daniel antes de que el alba abriese el día, María rezó como siempre en los que rogaba que cuidasen los cielos de su hijo frente a la madrastra títere del cruel Poseidón sobre la se jugaría el sustento. Una “señora” que ya le había robado a su marido y en un capricho de su fatal destino podría robarle a su primogénito también. La luz del amanecer la sorprendió en las tareas de la casa, tras desayunar en silencio abandonó la casa y con el pequeño Miguel a punto de cumplir los siete años encaminó sus pasos a la iglesia de San Pedro.


La iglesia firme sobre la roca que frenaba los embates del Cantábrico dándole la espalda como queriendo demostrar su querencia al hombre y el desprecio a la furia inhumana de los elementos esperaba a María con los pórticos abiertos. En silencio atravesó con aprensión las imágenes colgadas de los exvotos con las formas de las naves que salvaron sus cuadernas y las vidas de los hombres que las tripulaban en alguna situación de peligro mortal. Nunca le gustaron, pero desde la muerte a pocas millas de aquel lugar de su Gaspar dejó de creer en tales “hechizos” en que se convirtieron para ella, aunque nunca se atreviera a nombrarlos de tal manera a voz real.




Don Román se encontraba gesticulando de manera aviesa al monaguillo que intentaba recoger algún objeto que yacía roto en el suelo cuando notó la presencia de María y Miguel.


- Buenos días Doña María. Tan pronto y ya en la casa de Dios. ¿Se os ofrece algo?


- Don Román vengo a pediros consejo


- No faltaba más. Acompañadme a la sacristía. ¡Dámaso, quédate con Miguelín y cuídalo mientras hablo con su madre!...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Triste comienzo. Tendremos en este relato una heroína?
Preciosa la última foto.

Besos.

Silvia_D dijo...

Excelente relato, Blas. Triste, sí... espero ver más. Te sigo el relato.

Muchas gracias por todas y cada una de tus palabras de aliento y compañía.

Gracias, amigo. Besos y buen domingo.

Pd: reabrí los blogs... a ver qué pasa...