martes, 28 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (11)

…- ¡Señor! ¡Melgar se divisa ya tras aquellos robles!

Muñarre, el recio jinete que mantenía Tello como adelantado de su pequeña hueste, cabalgaba con decisión hacia la cabeza donde Tello se mantenía firme y tenso por la cercanía del momento verdadero; aquél donde la sangre se encuentra con el riesgo cierto de derramarse. Un gesto fue suficiente para detener el paso a los exhaustos hombres que aún mantenían el ritmo sin remisión en su cadencia.

- ¡Caballeros, aquella loma a cubierto del viento nos dará descanso antes de entrar en tierra hostil!

Con el mismo ritmo encaminaron las cabalgaduras hacía la loma que se divisaba mas al oeste. Una mancha verde, boscosa de robles centenarios darían cobijo, refugio y protección a los hombres, mientras la noche tozuda, como el sol de la mañana, ya batía con ayuda de las nubes la claridad gastada de la jornada. Como la noche pasada en Ampudia, se determinaron las guardias, reforzadas por la proximidad de tierra enemiga y se prohibieron fuegos, algo que hizo de aquel trance en el tiempo un suplicio más. “Ya pagarían por ello los enemigos del rey, mañana”. Aquella reflexión no era nada mas que un necio consuelo, que no es otra argucia que magnificar el mal para que duela menos el sufrir propio. Se cerró la noche sin estrellas, ni blanca luna que sentir como verdadera amante de la soledad nocturna.

Arribó el alba y con ella su designio.
- ¡Caballeros! ¡Nobles castellanos! La hora verdadera camina ya frente a nosotros, cabalgaremos por la vega sur del rio Cea, tenemos a pocas leguas Saelices y Mayorga. Atacaremos por sorpresa y sin tiempo de reacción el castillo de Mayorga, fuego y muerte después para arrasar Saelices en su extensión. Castroponce nos aguarda tras ellos para su justo castigo. Mi persona y el pendón del reino será vuestra guía en medio de la carga sin lugar a retorno. A nadie se buscará en la algara que comenzamos. Si Castroponce no cae esta noche, será sin descanso la toma de Bolaños en la ribera del Valderabuey. Ahora oremos a nuestro Señor por nuestras almas y la victoria que a nuestro lado se incline como justa reparación.
La imagen era propia de los verdaderos libros de caballerías, tan denostados en esta época donde el Reinado de los Austrias nos ha traido miras amplias y lejanas tierras que ningún corcel del siglo que nos ocupa sería capaz de dominar en una jornada como las de Don Tello y su pequeña hueste. Cincuenta hombres junto a tantos robles como ellos, arrodillados cada uno frente a la cruz de su acero. Los ojos cerrados, en trance, con toda seguridad tras sus párpados cerrados un dios tenían cada uno, un gesto que les aportaba los arrestos suficientes para ser capaces de matar a degüello, de quemar el trabajo de vidas inocentes; no existía el frio, no había ya resquicios de dolor en aquellos huesos humanos que solo a una cosa le tenían pavor, la eterna condenación tras la segura muerte.

Montaron todos, la distancia entre Melgar y Mayorga no eran más de cuatro leguas, en menos de una hora después del alba ya estaban frente al castillo, las puertas abiertas de éste por falsa la seguridad de la lejanía de hueste castellana, propició la entrada en tromba de los hombres de Tello. Con presteza, fueron seis los hombres que se apostaron sobre los accesos a la Torre del Homenaje. Bloqueada esta con los hombres que allí se encontraban la destrucción fue certera, rápida y letal. Sin piedad el fuego de manos de aquellos hombres sedientos de violencia hizo llama sobre las estructuras de la torre aun en partes de madera. Fuego en las caballerizas, fuego en las pequeñas casuchas que había en su interior, veneno en sus aljibes, no transcurrió más de una hora cuando abandonaron aquél castillo, que ya sólo era un despojo de lo que orgulloso se veía el día antes.

Con señal clara desde la cabeza de la hueste, Mayorga solo era ya un villorrio desierto, mujeres, niños, hombres aterrorizados huían despavoridos, presas sus almas del terror ante la furia ciega de la guerra en plena pasión. Don Tello hizo un gesto que detuvo a casi todos los hombres.

- ¡Respeto por las almas, que cristianas son! ¡Fuego y destrucción a casas, huertos y bienes! ¡Adelante, por el rey!

No quedó una casucha, cuadra, huerto con vida animal o vegetal en vida o en pie; el olor a quemado era ya parte del sudor de aquellos asesinos por designio real. Caras tiznadas de negro hollín, piafar inquieto de los caballos, relinchos que parecían de puro terror animal ante las llamas, ruidos de las pequeñas explosiones al derrumbarse los cobertizos y los hogares que desaparecían sin cuartel. Mayorga no era ya nada mas que ruinas, pasado y pura destrucción. Saelices no se libró de aquel designio real, el humo proveniente más al oeste les previno de la inminente razia. Al menos la muerte humana no fue sino de peones y caballeros que intentaron defender en baldío esfuerzo las almenas del Castillo de Mayorga. Rayaba la linde del atardecer, la hora nona se plantaba ante ellos y el acoso sobre Castroponce, ya en aviso y presto en la defensa, hizo que los agotados guerreros tuvieran que buscar acomodo entre Bolaños y Aguilar a la espera que el resguardo de la noche y el miedo inyectado en las venas de aquellas gentes, les dieran alas a su deseado respiro y reposo entre lomas de robles frondosos.

La jornada que siguió a la sangrienta y cruel ya pasada, no le quedó en zaga; Villafrechos, Cabreros, Palazuelos, Moral y Ceinos fueron presa de la ira sin cuartel de aquellos caballeros, que bajo el pendón de la Castilla dolida y dañada, devolvían tal dolor sobre hermanos que en otro tiempo les abrieran las puertas de sus hogares, castillos y villas. La simple avaricia de un rey que como feudo propio manejaba a sus súbditos hacía que la sangre hermana fuera enemiga y de tal cruel guisa contraponían a tiempos gastados la reversa cuando los suspiros de monarca tornaban de viento. No han cambiado los tiempos en estos propios en los que este humilde narrador tiene el privilegio de estas líneas narrar, que los que es guerra, mañana es paz entre nuestro señor Don Felipe y sus unas veces amigos y otras irreconciliables enemigos.



Fue la siguiente jornada, cuatro de febrero, víspera de nuestra mártir Santa Águeda, cuando la razia se tornó en combate. A menos de tres leguas del Castillo Villavicencio, tierras conocidas por Don Tello, vividas con su padre como tenente del castillo y sus fueros, fue en ellas cuando en la preparación del asalto al castillo en la espera por la llegada prevista de Don Diego y su mesnada, donde hubieron de pertrechar y armar un pequeño valladar en una empinada loma cuando se presentó un pequeño ejército, al parecer organizado a prisa desde Valencia de Campos para presentar batalla frente a los hombres de Don Tello.

Bajo el pendón de León con señorial, estampa un hombre quieto sobre su caballo, agarrado como si nada importase a las riendas de éste contemplaba la apresurada fortificación; su nombre era Don Pedro Fernández de Castro…

3 comentarios:

Armida Leticia dijo...

Te dejo un saludo desde México, soy seguidora de tu blog.

Anónimo dijo...

El horror de la guerra...
Me da que mucho vamos a leer y por tanto soñar con ese Pedro Fernández de Castro.

Gracias por este gran relato

Vegetable Man dijo...

que interesante!, como ya han dicho el horror de la guerra siempre llama la atención, siue con ello.