viernes, 17 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (7)


…allí estaba Burgos, Cabeza de Castilla, virtual capital de un reino tambaleante en aquellos momentos de turbación tras la terrible derrota. Aún así, quizá por la cercanía de su hermana, Tello veía aquella estampa castellana con alegría tras unos ojos acostumbrados al polvo y al sudor de las duras cabalgadas en pos de un destino desconocido hasta para quien, desde los púlpitos de las catedrales, presumen de conocerlo. La ciudad en aquel otoño presentábase fría y ventosa, alfombrada para recibir a Tello y su madre. Aquel día fue de aposentar los equipajes de Doña Sancha, que no eran pocos, y asentar las osamentas tanto de hombres como de caballos en los lugares que Don Diego había dispuesto de forma generosa para los Pérez de Carrión en su palacio de la Capital. Era ya más de la hora nona cuando doña Sancha confirmó que rendirían visita a las Huelgas en la mañana del siguiente día, por lo que avino a todo el mundo, incluido a Tello, a tomar respiro entre los muros del palacio.




Tello no podía resistir semejante espera hasta el siguiente día, deseaba volver a ver a su hermana que tantos buenos ratos le había dado, alma y cuerpo al que siempre acudía en busca de consuelo. Con sigilo se plantó a las puertas del Monasterio. Quedaba poco tiempo para la anochecida y no es la regla monástica del Cister muy condescendiente con los cambios en las rutinas religiosas. A pesar de tal pesada losa, logró de la abadesa la concesión de unos minutos para poder ver a su hermana Berengaria, por ser él quien era y lo que había sufrido en tan poco tiempo. Con respeto y en desarmo penetró por los fríos y oscuros corredores que separaban el acceso del monasterio con éste, hasta quedar en pie esperando a su hermana en un salón sobrio y austero, como todo lo que vio hasta aquél momento, todo salvo aquel fuego que rebosaba calidez y fuerza entre las ramas que bajo el continuo crepitar, purificaban sus agotadas vidas. Una puerta no muy grande, de doble hoja, cargada de hierros y cerrojos se abrió con lentitud.

- ¡Tello, hermano mío! ¡Gracias le doy a nuestra Señora que me haya permitido veros de nuevo! Os veo crecido y a la vez algo triste, algo que comprendo, pues no es plato de gusto para hombre de cualquier credo ver a su padre muerto tras la empalizada.
- Berengaria, vos siempre tan dulce. Pero, ¿cómo sabéis de lo ocurrido?
- No te aflijas, hermano. Que no es por mal sino por los buenos deseos y el ansia de conocer los azares de nuestro Rey por su santa esposa Doña Leonor. Ella acude muchas veces a este monasterio tras sus innumerables periplos por el reino y nos informa o hace que lleguen noticias de la situación de Reino cuando ella descansa aquí. Fue Doña Leonor la que nos contó del desastre y tuvo la generosidad de relatarme piadosamente la muerte de nuestro padre y tu bravo comportamiento…


Se abrazaron con el recuerdo de su padre entre sus corazones, las lágrimas de la hermana brotaban como fuente de dolor mientras las manos de Tello con ternura las recogía suavemente entre la yemas de sus dedos. Fueron momentos, quizá segundos hasta que la cordura de los muros que les custodiaban trajeron sus sentidos a la realidad.

- Berengaria, hermana. Nuestro padre me dejó la huella de su valía y el empuje de sus convicciones, algo que se tu llevas también en tu interior. Solo deseaba verte y sentir la calma y el sosiego del consuelo en brazos gemelos en el dolor. Ahora te dejo en tu retiro y mañana vendremos nuestra madre y yo a visitaros de forma más ritual. Beso tu alma como hermano ante la mirada de nuestro padre arriba en los cielos.


Aquellos hermanos se dieron la espalda sin más, pues la ruda vida que en tales años se daba, no permitían tales ternuras como las que allí se vieron con presteza y en secreto.

La noche trajo una mañana de sol y frescor de la dura meseta, con la que Doña Sancha y Tello acudieron a las Huelgas. Allí, la abadesa los esperaba en el recién iniciado Claustro aún sin terminar por el que departieron la abadesa, mientras aguardaban la finalización de los oficios. Aún el monasterio no estaba terminado, pero el primitivo claustro que ahora ya no lo es, daba desde su granito pétreo la paz que demandan muchas veces los corazones, esa paz que solo es silencio y tiempo para consumirlo en los vaivenes de un pensamiento que lentamente recobra la quietud y la razón de los motivos, sean estos los que hayan sido o los que serán.

Entre las columnas pareadas y sus dibujos, el plano mundo de aquel Medievo se detuvo ante Tello; Berengaria se acercaba con un humilde y cadencioso el paso al que acompañaban otros de igual trazo humilde, pero de grande estirpe por quién estos daba. Era Berenguela la que así me permito llamar para separar del mismo nombre de su hermana. Mujer de estirpe real de los reyes de Castilla, nieta de Doña Leonor de Aquitania y el rey de Inglaterra. Su tez enfrentada al Sol de Castilla manteníase blanca, acrecentado este color por el amarillo de sus cabellos que colgaban largos y de orgulloso brillo desde su frente abierta y verdaderamente despierta. No era ella monja del cister, mas allí se encontraba tras ser repudiada por un infame príncipe de la fría Germania más interesado en el reino que en su futura reina. Después de ser presentados a Doña Sancha, con la venia de la abadesa, ambas se acercaron a Tello que no daba crédito a sus ojos. Días atrás cabalgaba como villano que huye de la justicia y ahora la primogénita de su rey estaba a su lado.

Tello se arrodilló ante la princesa, mientras de Berengaria salían risitas propias de una adolescente más que de una monja del cister. Sus dieciocho años junto con los quince de la princesa hacían que la niñez aflorase sin posibilidad de contención.

- A sus pies, majestad. Mi nombre es Don Tello Pérez de…
- Si, si, de Carrión, conozco a vuestra hermana y no necesitáis presentaros, noble caballero. Lo que si os demando yo y por medio de mi persona LA Reina, es que acudáis esta tarde al terminar la hora sexta a este claustro, pues su majestad Doña Leonor desea conoceros y que le relatéis de voz primera vuestra amarga experiencia frente a los infieles de Al Mansur. Don Tello, sabed que me ha complacido veros y comprobar que las cualidades que vuestra hermana me dio de vos no han decrecido al veros. Ahora podéis dejarnos.



Doña Berenguela a sus 15 años no era ya mujer de tal edad, sino mente formada y consciente mujer de estado que sabía lo que sus padres deseaban de ella y que ella a fe cumpliría; mas mujer también era y hombres como Tello era lo que su naturaleza llamaba

- Allí estaré, majestad.

Tello miró a su hermana con gesto de satisfacción y orgullo, no sabía si por saberse reconocido en alta estima por semejante dama o por ser centro de atención ante la reina Leonor. Con el pecho dolorido por el ensanche que produce el verdadero orgullo, acompañó a su madre de regreso al palacio. Deseaba con ardor que las campanas del bendito monasterio picasen a muerte hasta la hora de volver…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Singular dama que seguro dará mucho qué pensar a Don Tello...