jueves, 9 de octubre de 2008

Entre Alarcos y Las Navas (5)

… el combate fue sangriento, todos los hombres del adarve sucumbieron, aun y de tal escarnio humano, fueron más de tres infieles por cada castellano los que cayeron en el otro bando. Mandó el Califa detener el ataque, la llanura frente al castillo, yerma de vegetación era entonces un vergel de silencio y muerte. La desesperación de los defensores no puedo describirla en estas pobres letras que encadeno aún con furia, a pesar de las centurias pasadas desde tal desastre. Desde Don Diego hasta el último defensor del castillo, pasando por Don Tello, a quién la visión de su padre caído varios metros mas debajo de su posición lo único que le devolvía era odio, rencor y furia solo contenida por la desesperanza que acude de la mano del sueño de la venganza.


Pasaron varias horas en esta tensa espera del nuevo ataque, rondando la sexta dos capitanes árabes se acercaban con lentitud flanqueando a un caballero cristiano.
- ¡Don Pedro! Tello, ojalá vuestro padre tenga razón.
Así parecía, con los dos árabes era Don Pedro Fernández de Castro quien cabalgaba bajo la bandera de parlamento. Los Castro, siempre en pugna contra Don Alfonso desde su tierna infancia. Castellanos de noble cuna pero de yerro en su elección, sirviendo a Reyes y Califas que siempre a Castilla temieron y osaron debilitar. Don Diego apretó los puños al ver la macabra estampa de la traición.
- ¡Tello, conmigo! ¡Intentemos al menos que el sacrificio de tu padre no ha sido baldío!
Bajaron decididos a negociar sin chanzas ni ruegos. Don Diego sentía que hollaban las lindes que separan la muerte o la vida que, como amante despechada, los aguardaba camino de Toledo. Tello intentó no mirar hacia el adarve donde su padre descansaba ya para siempre. Su rabia, su dolor se aliaban en el trance de nublar su razón, mas la mano de Don Diego sobre el hombro junto a una mirada clara y serena logró retrasar el duelo que pedían a gritos su manos, sus ojos, su corazón de hijo. Ellos dignos y a pie frente a los orgullosos sitiadores montados sobre sus alazanes, tres hombres a los que no se les veía tan ahítos de flores y loas a su bravura en aquellas horas. Con respeto descabalgaron y comenzó el tiempo de la templanza ante la provocación.
- Don Diego, qué sorpresa la mía al saberos aquí, pensaba que doblasteis la grupa de vuestro caballo con el rey hacia Toledo. Reconozco que os honra mantener la retaguardia en tan malas horas para vuestras huestes.
- Os agradezco el alarde de nuestra situación y me pregunto lo que puede ofrecer un caballero cristiano en las huestes de un infiel. Nosotros sólo os podemos ofrecer sangre y muerte hasta el final.
- Calmaos, valiente caballero. Bien decís vos, el dios que preside mi corazón es el mismo que el que a vos os mantiene con vida, cristiano soi como vos aunque por torcidas razones que la política regia me haga combatir contra natura. Por ser vos y vuestros soldados bravos, aguerridos, por ser cristianos como mi alma y porque por mucha victoria festejada, las armas de mi ahora señor Al Mansur ya demandan respiro os propongo un trato. La entrega del Castillo y sus bagages por vuestras vidas y las de vuestros caballos.
- Habláis con palabras que alegran mi castigado discernimiento. Por eso acepto como palabra de caballero cristiano y…

- ¿Y los muertos? Merecen digan y cristiana sepultura.

- ¿Quién es el mozo que traéis a vuestra vera? Decidlo, pues no hablo con mancebos, que los muertos eso ya son, sus almas perdieron y quedan donde cayeron como parte del botín por nuestra benevolente paciencia.
- ¡Mald…
Una mano de hierro casi destroza el hombro de Tello en aquel momento.

- No os preocupéis, aceptamos el trato. Dadnos tregua hasta mañana a la hora sexta, en que saldremos hacia el norte.

- La prima, no puedo daros más. Suerte en vuestra retirada.
Clavaron las miradas antes de darse las espaldas. Don Tello no pudo mas, cuatro pasos dados bastaron para correr a la vera del cuerpo de Don Guzmán. La razón nublada, el dolor transformado en ríos de lágrimas que diluían, limpiaban la sangre del padre seca ya en su rostro inanimado.
- ¡Tello, vamos o el trato se romperá!

Con rapidez cogió la espada de su padre y lo dejó sin perder de vista aquella imagen final de su padre.

- ¡¡¡Juro que haré pagar semejante afrenta!!! ¡¡¡Lo juro por la memoria de los Pérez de Carrión!!!
Dentro del castillo Don Diego comunicó a los hombres el trato negociado y con el respiro que da saberse un día más en esta breve estancia que es la vida, comenzaron los preparativos para la salida a la mañana siguiente. Tello aquella noche como tierno infante quedó dormido agotado en los brazos de Don Diego, que nunca se había encontrado en tal situación. Un hombre que el día anterior había segado la vida de humanos semejantes, hombres que le doblaban la edad ahora lloraba y descansaba como un simple e inocente hijo que había perdido la luz que mantenía la senda de su caminar. La noche avanzaba y la razón del descanso se impuso sobre la vigilia del capitán.
Amanecía,
- ¡Castellanos! ¡Hombres libres de la Castilla de don Alfonso! ¡Orgullo en vuestros semblantes y fiereza frente al infiel! ¡Cuando el sol marque el momento, bajo la protección del Salvador partiremos hacia Toledo como lo que somos!¡Castellanos y libres! ¡Ni una sola flaqueza en cuanto toque salir frente a quienes en justa lid nos vencieron!

Solo se escuchaba la voz bronca y seca de Don Diego mientras su caballo piafaba inquieto por tantos ojos fijos en su estampa y la de su dueño.
- Tello, portarás la bandera como alférez de esta nuestra hueste, que algún día devolverá tamaño dolor a la cristiandad.


Así, con el sol a su derecha ,aún frío como la despedida de aquella tierra que volvía a la media luna la hueste cristiana salía del castillo de Alarcos con destino a Toledo. Comenzaba entonces una nueva vida para Don Tello Pérez de Carrión…

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Reitero, que es un placer leer tus relatos. Te dejo un saludo cariñoso desde México.