jueves, 14 de agosto de 2008

Oro en Cipango (27)

…No eran realmente esquifes al uso, pues tan solo se asemejaban a los nuestros en sus similares inicio y final que las hacían diferentes a cualquier lanchón, por muy real que éste fuera. Lo demás era distinto, disponían de un palo mayor del que cruzaba el velamen al estilo oriental de un junco oriental y dos parejas de remeros en cada embarcación, que cuatro eran en su totalidad.
Desde nuestra nave preparamos el recibimiento con nuestras mejores galas, Don Sebastián se engalanó con los mismos ropajes con los que se presentó al Shogun; Don Miguel, Sebastián y yo hicimos lo que buenamente pudimos, que no estábamos para galas cortesanas. Retiramos a nuestros invitados, hasta poco tiempo secretos, a mi antigua cámara y nos dispusimos a recibir a aquellas gentes que no conocíamos, pero que sabíamos de su decidida voluntad y valentía, consiguiendo mantener a raya a los japoneses del otro lado del estrecho.
Aquella isla o continente, que aún desconocíamos su definición geográfica, era de aspecto glacial como las tierras que relatan más al norte de Flandes, tierras que vive Dios, no acierto a comprender a la humanidad que en ella deshoja los días y las noches entre nieves y ventiscas.

El invierno había ya aflojado su poder unas pocas semanas antes y ya se perfilaba la primavera. Aún así, las cumbres que rodeaban aquella villa se divisaban blancas y poco acogedoras para una supuesta expedición de hombres hechos ya a montañas de agua coronadas por mantos de blanca espuma de sal y agua. Al fin subió la comitiva compuesta por seis aguerridos soldados de similar vestimenta que los vecinos suyos del sur y un hombre de aspecto similar a ellos aunque con mayores brillos y algo más de volumen humano. Mi impresión era la de un pueblo más presto a defenderse que a servirse de lo conquistado. No hablaban nuestra lengua, más con el esfuerzo de Don Miguel, Don Sebastián y el mío propio llegamos a entendernos, que bien saben vuestras mercedes que cuando entre caballeros la meta es el entendimiento, no hay barrera de acero, piedra o religión que lo impida.

Fue grato el encuentro, invitámoles a café y buen aguardiente de nuestro capitán mientras les demostrábamos nuestras intenciones y nuestro origen de mas allá de los mares que ellos imaginaban inexistentes. Comprendimos su enorme acogida, pues nos éramos enemigos acérrimos de los holandeses, como ellos lo eran de japoneses. Ambas naciones se mantenían en armonía y eso hacía que nosotros fuéramos de su agrado. Sus intenciones eran la de mantener su independencia frente al poderoso vecino del sur, la nuestra anular los vínculos comerciales con los holandeses. Hablamos de las tierras existentes mas al norte de aquella posición, a lo que nos indicaron que cada grado mas en aquel rumbo no nos traería mas que averías y frio, mucho frío. Nos permitían seguir, pero no aseguraban que el frío de aquellas latitudes no acompañaba la riqueza que nos buscábamos. Sus fuertes argumentos y su rotunda defensa ante un enemigo del que conocíamos su poder, nos convenció para no seguir aquel rumbo. Intercambiaron presentes, don Sebastián le regaló uno de sus pistolones de abordaje con la culata de plata mientras que desde la parte contraria una caja con perlas de enorme tamaño y belleza llegaron a las manos de nuestro capitán.

No nos permitieron bajar a tierra y nos suministraron toda la provisión en vituallas y aguada que solicitamos. Era claro su deseo a que abandonásemos la rada y los dejáramos libres de nuestra presencia. Después de haberle comentado nuestro capitán la huida en lanchón del delegado del Shogun, este nos previno de su respuesta, que sería segura y al ciento violenta, por lo que le agradecimos su proposición de escoltarnos durante tres singladuras con dos juncos armados como guardia flotante. Así decidimos zarpar sin demora en cuanto las vituallas estuvieran estibadas en conveniencia y nuestra tripulación presta para ello, lo que estimamos en dos días desde aquella entrevista. Con honores de rey despedimos a aquella comitiva, prometiendo ayuda y alianzas futuras con nuestro rey frente al Japón y los Holandeses. Al menos disponíamos de dos jornadas de calma relativa, que de nada había en aquellas lejanas tierras que fiar la vida y hacienda, por lo que mantuvimos la guardia y la brasa encendidas, prestas para varios cañones a cada borda.

Nos dispusimos a cenar, y aprovechar la calma propia de navío a ferro frente a rada de abrigo para hacernos un homenaje entre aguardiente, viandas y buena compañía aquella noche.

- ¡Buen provecho, caballeros! Brindemos por el destino que parece querer devolvernos a lugares más cálidos.
- ¡Salud, capitán! Pero me pregunto si es que nuestras soñadas islas no existen.
- Por lo que hemos visto en toda la costa este del Japón nada había que coincidiese con tal descripción. Más al norte puede que existiera alguna de tal guisa, algo que claro nos dejó el señor de estas tierras que, o el frío o seguramente ellos, nos pondrían los hierros al rojo si se nos ocurriera tal idea. Tenemos un buen barco, a punto, cargado de buenas mercancías, con pólvora y balerío para barrer a una flota, pero sin apostadero que nos sostenga tras la lucha. Hemos de regresar con tales informaciones, con las cartas de navegación conseguidas y dejar a nuestros frailes y religiosos que perseveren en su silenciosa labor de conversión religiosa, que ya habrá tiempo para regresar después nosotros con poderío suficiente para agrandar, más si cabe, nuestra corona.
- Regresar, suena bien esa palabra. Acapulco, México. ¿cómo seguirán aquellas ciudades? Echo de menos mi tierra de Nueva España.
- Nos os atormentéis, Don Martín. Volveréis, como Conde que sois y que para mí nunca dejasteis de serlo. Ahora brindemos de nuevo por el regreso. Un regreso que pasa por barajar la costa oeste de este país y encontrar el apostadero de los holandeses. Desde donde trafican con esas hierbas de gusto agrio que algunos llaman té. De forma personal el shogun me autorizó su ataque, me indicó su apostadero al sur de Uraga y que debía encontrarlo de forma indirecta. Ese shogun es retorcido y no nos quiere a nadie cerca, aunque si nuestro oro. No le culpo, aunque me repugna su doblez. Quizá ahora haya puesto en aviso a esos herejes. ¡Brindemos! ¡Santiago y cierra, España!

Gritamos aquella arenga al unísono como soldados de tercio, infundiéndonos ánimos, que muchas leguas de mar aún tendríamos por la proa del San Francisco antes de arribar a nuestro hogar.

La hora de zarpar llegó inexorable, sin de jar de semejar lenta en su inicio, que a todos nos bullía la sangre por la nostalgia y el deseo de salir ya de aquel lugar. Izamos el ferro largando velamen, varios cables avante nuestro los dos juncos abrían paso en un imaginario camino hacia el sur. Semejaba aquella visión la de un padre lento en su incipiente caminar frente a dos pequeños infantes, que juguetones corrían delante, como celebrando el viaje hacía algún lugar de encanto narrado por ese padre que aún atontado andaba desperezándose.

Horas más tarde ya enfilábamos el sur con nuestro Don Miguel dibujando sin descanso innumerables cartas de navegación, portulanos, lugares de interés, situando aquellas zonas en previsión de un futuro, que la realidad a día de hoy, en este cálido verano de 1634, no parece que sea posible enviar flota alguna. Nuestro rey tiene bastante con pensar en esa tierra pantanosa que tan poco aporta y tantas vidas de todos los bandos se cobra.




Buscábamos el apostadero holandés, sabíamos de su latitud sur y que disponíamos de tiempo para preparar nuestro ataque, o eso creíamos…

1 comentario:

Armida Leticia dijo...

Saludos desde México, sigo con interés esta nueva aventura de Don Martín.