martes, 22 de marzo de 2011

No habrá montaña mas alta... (101)


…tras la toma de la ciudad, partió  un aviso al puerto de Alicante para dar cuenta de la victoria mientras el Conde de  Montemar aprestaba los límites de la conquista para su defensa en espera del oportuno contragolpe, algo que más tarde o más temprano habría de darse.  Al día siguiente en el palacio del Bey se harían las oportunas celebraciones con  quienes desde la escuadra a boca de cañón y desde tierra a pie de mosquete se batieron  como bravos descendientes de los viejos tercios de otro siglo frente a  los seculares enemigos de una piel de toro que sin tales contendientes no hubiera sido jamás lo que había llegado a ser.

Pero antes de la fiesta preparada para  dar comienzo tras el paso del sol por su cenit quedaba un momento oscuro, gris y tenebroso que todos los ejércitos  en su proceder basado en la pura violencia con quien tenga frente a él,  cuando el  combate  finaliza  recoge sus pendones para ver quién cumplió como se esperaba de  él y quién fue  escaso en su valor, llegando por esto incluso a  poner en peligro a sus  hermanos de sangre frente al que enfrente mezclaba su ira entre la pólvora de su armamento contra ellos. Celebráronse los  consecuentes consejos de guerra, juicios sumarísimos tan breves como la segura bala que poco después acabaría por clavarse en el corazón de quien temió perderlo horas antes  por no saber que lo perdería después en un círculo mortal azuzado por el miedo, libre jinete  que cabalga sobre la apocalipsis del mismo ánimo de la humanidad.

Los muros del patio  del castillo de Mazalquivir fueron testigos mudos del cumplimento de la ley militar que decidió sesgar la vida de ocho hombres a quienes la victoria no daría  sobre la pena capital el  beneficio del perdón; Don José Carrillo de Albornoz, Conde de Montemar y marcial militar sin compasión no transigió en la conmutación de la pena. Así los seis fusileros que trataron de abandonar la loma sobre la que se encontraron sin apenas munición  al ver sus vidas  traspasadas de forma inminente por las lanzas de aquellos genízaros fanáticos y los dos granaderos que se amilanaron en la última carga sobre las defensas exteriores  bajo los muros del mismo castillo en el que  en ese instante iban a morir se aprestaban a expiar sus pecados por medio de la confesión ante  uno de los capellanes del ejército.

 Mientras, Daniel acababa de desembarcar de  la “Minerva” junto con su  compañero el teniente Cefontes. Sobre el adarve del castillo  los esperaba  el Capitán Herreros como   anfitrión en los festejos de la victoria al atardecer. Llegaron en el momento en que se leía la condena  para pasar después a  la  última confesión.

-          Bienvenidos  al castillo de Mazalquivir, Capitán Miguel Herreros a su servicio mientras  pisen tierra firme.
-          Gracias, Capitan. Teniente de navío Fueyo y mi oficial   el teniente Cefontes de la fragata “Minerva”. ¿Qué ocurre ahí abajo, capitán?
-          Se va a proceder a ejecutar la sentencia sobre ocho soldados que abandonaron su puesto en el  combate. La muerte como su  castigo y segura liberación.

La confesión, los lloros y de nuevo los miedos esta vez al verdadero final  ralentizaban la ejecución de la sentencia. Daniel no era partidario   de muertes banales sobre  las que no compartía tal salvo en el fragor del puro combate cuando es la sangre la que dirige  el corazón y  solo queda batirse por mil razones y ninguna  en aquel momento  de furia. Razones que seguramente  fueran  legales las que alli se daban pero que no las aceptaba como morales.

-          Con el debido respeto, mi capitán. Esos hombres aunque solo sea  por la victoria alcanzada,  serían más útiles en vida por la que ahora seguro sabrían defenderla apecho y espada.
-          Comandante. La vida es patrimonio de uno mismo y el alma con ella, que aunque la muevan Reyes u hombres con poder, el único responsable es uno mismo. Es uno quien decide donde la debe de  entregar. Nuestro señor tuvo claro donde hacerlo y cómo, nuestros tercios siempre lo  tuvieron y nadie pudo  con su honor hasta el final. Qué le queda a un hombre cuando  pierde la honra de batirse por algo que hace  que sea el pecho el que adorne al vestido como bien lo dijo otro bravo como Don Pedro Calderón. Vos mismo, ¿qué sería de vuestra nave si  frente a  nave  enemiga no vomitasen  furia y bravura contra ellos vuestros hombres? La muerte, el presidio y lo peor de todo, el deshonor sobre el alma y el pabellón  sobre el que descansa nuestra vida, nuestra ley y nuestra costumbre.

Daniel no era quien a contradecir tal  razón que en lo más profundo de sus sentimientos residía aferrada a la tradición vivida, pero la vida, los vientos de las  nuevas ideas lentamente acudían  en leves pero  continuas brisas tras la cerrazón de un reino  que trataba de mantener las  costumbres seculares.

-          Mi capitán. Razón lleváis y no seré yo quien os la quite, más habréis de tener en cuenta el beneficio del ejército con las manos de esos hombres en retaguardia como   servidores de presidio trabajando para nuestras armas, pagando su pena con  la eterna servidumbre al rey sirviendo allí donde fuera menester y pagando con el desprecio el daño que asi mismo y a sus compañeros hicieron. Sus vidas que para nosotros en nada fijamos su precio  para ellos son el más preciado tesoro que  sienten, elixir que solo nuestro señor ha de ser quien decida  quitarla. Hasta en el fragor de un combate penol a penol o en la carga de sus fusileros es Él quien da y quita mientras nosotros nos batimos sin pensar más que en evitar que su dedo  mortal nos  designe como  quien deba dejar  la lucha para ser juzgado por Él.

El capitán Herreros, no deseaba discutir por  quienes consideraba escoria de  su ejército y ejemplo sobre el miedo que dar a quienes dudasen en la próxima carga a mayor gloria del Rey, por  lo que  en un gesto de enfado  hizo callar a Daniel mientras daba orden de listos para la ejecución.  El capellán como pudo bendijo y perdonó los pecados en vida de aquellos infelices mientras el sargento a su lado vendaba uno a uno los ojos desorbitados de  los condenados. Un grito claro y conciso fue el ultimo sonido humano que  estos pudieron escuchar tras el que una detonación marcó el principio de su  muerte y el fin de  una vida lejos de sus familias que nunca sabrían el por qué de su falta.

Tras aquella  conversación brutalmente interrumpida el Capitán Herreros los acompañó hasta el palacio del Bey donde se celebraría  el festejo  más propio de corte de virrey que de villa recién conquistada. La noche llevó a a cada uno a su puesto quedando Daniel y Segisfredo a bordo de la Minerva con las barrigas repletas de  viandas y buenos vinos. Las campanadas del cambio de guardia en el fondeo de la rada los  despertaron de su silencio frente a la luna rielando sobre la bahía.  No era la muerte en su más violenta expresión lo que les  causaba a esas alturas dolor o desazón, sino el arbitrio de los hombres en medio de la calma  sobre la vida de quienes han perdido su capacidad de defenderse. ¿Era aquello cobardía vestida de pomposa dignidad? ¿Acaso merece alguien morir en algún momento de la vida a manos de otro si no peligra la vida de este? Ambos se despidieron, el descanso merecido tras la batalla junto a los festejos más políticos habían agotado  a aquellos dos bravos y  al argelinos no  habían dicho todo aún…


1 comentario:

Anónimo dijo...

Fruta en sazón,
manjar este vino es,
vino, bien digo, Señor,
que néctar estas letras son
del que mendiga y delira
aventuras en su interior.