miércoles, 10 de agosto de 2011

De regreso...


Regresaba,  la estrella marcaba el rumbo  mientras el azul del cielo no lograba oscurecer su brillo plateado cargado de simbología, demostrando que estaba ahí porque lo deseaba y era libre mientras su halo de cometa me  llenaba de satisfacción por haber partido. El humo del  cigarro puro trataba de quedarse en el interior del coche inútilmente siendo arrastrado por la  rendija  de las ventanas entreabiertas  a un exterior donde ya no sería nada. Quizá fuera el humo que invadía los pulmones asaltando alveolos con el ánimo de llegar al centro de cada  célula, de cada  pensamiento, acariciando la levedad y dejando que todo fuera sereno y fluyera sin estridencias que rompieran la serenidad del trayecto.

El puerto culminaba y la inminente bajada al 17% amenazaba con ocultar el sol entre las eternas nubes que tan verde hacen el suelo con su gris. Fue un impulso, fue una locura, quizá la bocanada de humo trastocó mis sentidos; de un golpe seco toda la potencia del deseo, todos los sentimientos contradichos, todas las frustraciones mezcladas de  medallas virtuales a modo de triunfos vitales se transfirieron al pedal del acelerador. La potencia del motor, fiel,  rugió con  su ansia por devorar  gasolina  sin  límites abierta por semejante golpe de pie. El viejo edificio en otro tiempo Gran Hotel a la izquierda pareció estremecerse en su  pequeña torre puntiaguda cuando  las cuatro ruedas dejaron de  tocar el asfalto. La caída era libre e inmisericorde sobre el vacío de la libertad recuperada al fin. No había estómago pegado  en la garganta, tan solo un corazón en medio de un pálpito suave mientras acompasadamente los pulmones volvían a recoger  la combustión de aquél cigarro que debería ser el último.

Pero el coche no  acababa de apuntar al  verde fondo.  Mi pie continuaba aprisionando el pedal del acelerador mientras sentía la pasión del motor  gritando su potencia  ya sin control. Al contrario de toda ley descubierta o establecida  mi coche comenzaba a ganar altura, frente al verde  era ahora el gris sempiterno de los cielos del lugar lo que estaba  atravesando en un sinsentido. La oscuridad se  enfrentó a mis ojos mientras los pensamientos  me devolvían  a mil posibilidades sin preferencias por  unas u otras, solo dejarse llevar por lo que  deparase  el siguiente instante. Al fin el gris transformado en negro me devolvió a un lugar conocido  aunque casi olvidado. Una estrecha  carreta asfaltada y mal mantenida golpeaba las ruedas de  mi coche  por  la excesiva velocidad a la que  avanzaba. Levante el pie del acelerador hasta acompasar la velocidad al firme mientras mis ojos se acostumbraban a la nueva situación. Un pequeño pueblo  se presentó en medio de aquella locura irreal, sus c asas rojas de madera casi pegadas a la orilla de una playa pedregosa me obligó a desviarme a la  derecha donde me topé con una grúa enorme de la que colgaba  un objeto de gran tamaño. Desde luego debía ser pesado por el tamaño de las eslingas enganchadas  que lo soportaban. En la grúa venía escrito  en letras grandes  1.000 tons. Paré, no por otra cosa que por que  aquello era un  muelle de madera y mas allá de este no había nada, ni tierra, ni mar. Solo la nada, el vacio, en este caso oscuro y silente al contrario que sobre el que me acababa de lanzar en lo alto del el Puerto.


Ya en esa extraña tierra, repleta de casas de aspecto vacío, bajo un cielo tan vacío como el  mar falso que arrancaba de ese muelle traté de encontrar un sentido a aquello que había desarbolado el  sinsentido del impulso  anterior. Nada había que me explicara dónde, cómo y por qué.  Probé a coger alguna emisora sin éxito, casi seguro de que aquello quizá sería la muerte como nunca se hubiese uno imaginado, pues tal cosa no distaba de tantas realidades vivas  aunque   estas últimas con más luz. Me preguntaba si  esa iba a ser la forma de vida a partir de aquél momento hasta que tras mucho  dilucidar, valorar, sopesar, justificar y observar sólo me quedaba la propia y humana tendencia a curiosear, y lo primero y más claro para ello lo tenía delante de mis narices.

Me acerqué a la inmensa grúa, tan parecida a la de los puertos deportivos, anclada sobre el muelle para  sacar a tierra los veleros  y los yates a reparar. Me imaginé que aquello tan enorme y  envuelto en la lona a la que se aferraban las eslingas sería algún barco, por otro lado  no  estaba claro de que mar podría ser. Me decidí, fui al cuadro eléctrico que  tenía en su base y conecté la grúa. Con cuidado aproximé el enorme “paquete” a besar suavemente el suelo del muelle que   lo mantuviera en esa posición mixta colgado/apoyado para que lo manipulase sin miedo a un giro inesperado. Con una  llave rasgué la  lona  sin gran esfuerzo, lo hice en un lugar donde se apreciaba que al otro lado había  algo de hueco por el que observar.  No me costó mucho agrandar este hasta poder  introducirme. Un poco más tarde me di cuenta que me había dejado la linterna en el coche, con lo que mi  deseo de curiosear  amenazaba con el fracaso. No hizo falta, fue entrar y sellarse la lona para un segundo después alumbrarse  todo como un verdadero grito silencioso que me deslumbró.

No era un barco como imaginaba, no era nada de fábrica humana. La luz deslumbraba cada vez menos, poco a poco la adaptación al medio me permitió distinguir  algo como cables, conexiones que parecía recibir y enviar por los destellos que  emitían. Comencé a caminar  sin rumbo por aquella inmensidad que parecía no tener fin. A veces relámpagos enormes me hacían echarme al suelo, fogonazos que parecían provenir de aquellas conexiones que  saltaban en forma de luz al mismo tiempo. Anduve sin saber la distancia y el tiempo, sin hambre ni sueño. Al final creí llegar al final de  lo que en realidad continuaba pero de otra forma y me detuve. Escuché  voces, sobre todo una que me era familiar aunque no sonaba como siempre. Me asusté pues tras un esfuerzo descubrí mi voz que temblaba a ratos; no podía ser, yo estaba allí pero la voz claramente era la mía aunque distorsionada sin razón que me ayudara a entender el por qué.

Los fogonazos eran cada vez mayores, mi voz temblaba, tartamudeaba,  reñía consigo misma y los fogonazos crecían hasta parecer  fundirlo todo. Comenzaba a entender lo que  a veces gritaba, a veces murmuraba. Palabras y frases que tantas veces había pronunciado para mis adentros y me derrumbé sobre  ese suelo inexistente por el que caminaba. Estaba escuchando mis propios pensamientos,  mil argumentos sobre otras tantas  cosas por las que tomar  partido, decidir, actuar, percibía la propia presión y el  agotamiento  de aquellos cables que ahora podía entender desde fuera estando dentro. Siempre la máquina lista, siempre preparado para la siguiente eventualidad con el plan establecido, la eventualidad valorada; siempre no, los enormes fogonazos de luz como temporales de ánimo  lo demostraban.

No traté de hacer nada, no  podía hacer nada, tan solo torturarme  hasta que aquel sueño horrible desapareciera y apareciera descansando para siempre al fin en mi coche  sobre la tierra  verde a la que me lancé en lo alto del Puerto, supongo que en un fogonazo de aquellos…
    

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