viernes, 27 de noviembre de 2015

¿DONDE ESTA EL ACERO?





Aquella boca vomitaba fuego, deslumbrando a sus servidores en cada cubierta mientras su mensaje de destrucción salía  sin poder distinguirse  sobre la amura de estribor de  ese otro navío, enemigo aparente en ese trance de la vida. En ese momento por circunstancias impuestas por quien  ellos no llegaban a conocer más que por símbolos o razones lejanas y desconocidas, tan solo justificadas por el símbolo mostrado y la gloria de vencer al que le habían impuesto por enemigo; alguien que de la misma forma combatía a sangre y fuego.


Ambas naves, cargadas de violencia estática, en ese momento en pura y mortal acción, flotaban sobre una mar que podría ser nuestro aire por el que respirar. Nuestra vida en la que navegamos cada día sin poder detener un instante la nave, largar el ferro y observar la línea del horizonte para descubrir el
verdadero rumbo de una vida y abocar, orientar   tu velamen y  así aproar el navío hacia el destino que nunca tendrá fin pero si  continuidad.


Errante, como el Holandés, buscando  entre tinieblas la luz que solo se divisa entre tal oscuridad hasta encontrar esa orilla que la mar de cada día esconde. Eterna la  navegación; como único  reino la conciencia en la santabárbara y  el ánimo como viento que engolfe  el  camino y el andar,  a veces ágil y alegre, otras cansino, derrotado y decepcionado por las mismas situaciones por las que otras naves ya pasaron en otros estadios temporales, sin más opción que bregar el aparejo, la jarcia firme bien tensa y capear avante  entero y constante.


Convencida  la brújula, emboscada dentro de la magistral como referencia única y sin  enmienda;  en
mil ocasiones  con viento en contra en el que no hay más que virar sobre el rumbo hasta poder mantener el gobierno de tu nave sin poder ganar millas sobre el rumbo marcado por ella. Sabedor  que no queda otra, conocedor de las limitaciones de tu nave, pero protegiendo tus cuadernas  como la única vía de volver a disponer de  rumbo adecuado algún día sin más fecha que la de tu espera sin más.


Así, errante pero convencido, entra en combate tu navío, la santabárbara vaciando su pólvora sobre la nave que no sabe que es como la tuya y  trata de disparar. Solo te queda pólvora y bronce, garfios y violencia sobre tu cubierta si tienes a bien sojuzgar de la forma enseñada por quien dicen te dirige sin conocerte.


Pero  esta nave sabe que las 140 bocas de bronce, cargadas de recio balerío y pura pólvora nada lograrían en un combate a fuego más que tratar de hundir una nave contraria que en verdad no lo es. Solo es otro navío. Así con sus portas abiertas, que nunca se ha de dejar la guardia, ni la vista al frente, sotaventeando, deja de comprometer a esa nave  ciega que, como tantas por sus reyes momentáneos desea combatir, sin saber que no está dotada de bala  que atraviese las amuras de madera de iroko, teca y buen trabajo  de ajuste hecho por el maestro del tiempo y la experiencia. Queda, al fin, esta  a distancia de  disparo de cañón de caza por su popa mientras observa la sorpresa   de la tripulación de la menor.


Tras tantos pantocazos, golpes de ola, temporales de   sal  sobre heridas de piel abierta,  este navío sabe que no hay  acero, ni pólvora que destruya la razón. No hay nada más que el valor   sobre el miedo, la audacia sobre la temeridad y el tiempo sobre la premura.


Desaparece la humareda de los iniciales disparos provocados por el miedo a los 140 cañónes prestos a  la defensa que podría parecer capaz de destruir lo indestructible que sigue siendo la razón. El navío, de menor porte, sus 31 bocas de bronce a cada banda, ya en silencio solo pueden ver su propia navegación, su situación de calma tensa sin rumbo fijo salvo por la propia brújula  aun si corrección de desvíos ni ajuste sobre reales referencias.


La mar  vestida de tiempo circúndate que sin detenerse marca cada segundo a golpe de ola poco a poco y sin más sentido que su propio ser, va demostrando que no hay amenaza desde el enorme navío que permanece a la espera  más a popa. La niebla parece ocultar la vista de este que ni con el largomira se hace posible distinguir a quién lo maneja y por qué detiene su andar. Sin embargo la vista desde ese navío de mayor porte, sobre sus cuatro puentes es posible avistar sin dificultad la derrota del sorprendido navío de dos puentes. Aprestado al viento de ese momento para mantener un rumbo inconcluso al que  seguir.


Desde  el castillo de popa del gran navío se sabe que no hay  razones de hierro sin hierro, que no hay motivos por los que avanzar sin  derrota trazada, que   en medio del mar vital las decisiones son solo de cada capitán de su navío y que hay muchos grados en tal nombramiento y la experiencia, amiga del tiempo, es la que marca el grado. El  navío a popa espera y se previene para prestar apoyo  al que a proa aún no ve las tormentas,  galernas y vientos  momentáneos, ni las soledades frente a enormes montañas enfurecidas sin poder comprender sus golpes tantas veces sobre los propios costados.


Sabedor que el acero verdadero, el que abre las mentes y las conciencias de cada nave solo está en la voz y la palabra. Que  la valentía esta en el corazón, junto a la audacia y para eso hay que dolerse a sí mismo y enfilar  la oscuridad hasta encontrar la luz que solo así se puede descubrir; sin dobleces con uno mismo, sin culpar a la marea, sin  esconderse tras el cabo más sencillo que casi siempre es de arena y acaba por desmoronarse.



La noche poco a poco va echándose sobre los navíos. Es entonces cuando el gran navío, en silente navegación lentamente va avanteando por su costado de babor, al que parece contrario. Una vez  a proa y a distancia prudente de sus cañones de caza prende su fanal para mostrar  esa luz por la que procurar rumbo y así descubrir al fin la posición  al que sin saberlo, ya lo sigue…




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