lunes, 23 de noviembre de 2015

Por falta de pruebas, un ateo. (P.B. Shelley)



La verdad es que si alguien emplea lo simple por directo, la  elección de lo  que habría de ser menos incomprensible, todo queda dentro de una  absoluta  y directa enfilación hacia la humanidad sin más que ella misma a la espera de encontrar otras vidas, otros mundos que, además de estar en este, seguramente lo están  diseminados por el Universo.


Por falta de pruebas personales, un ateo. No me he encontrado con ese dios omnipresente bajo las estrellas del segundo cielo que  se dice en la Biblia. Por encima del primer cielo no parece haber más que hermosas estrellas una vez pasada la franja de basura espacial humana.  A pesar de la fuerte educación judeo cristiana cargada de liturgias, miedos y supersticiones que te llevan a pedir y justificar a un ser superior, una especie de Caudillo que nos lleve al mundo que fue, no he sido capaz de encontrar a ese ser, terrible e impío en unas fases, todo bondad, sabiduría y  comprensión en otras, pero que no acaba de salir de la mente del que lo está viendo sin saber que se quiere ver a sí mismo en la imagen reflejada como Caudillo del tercer cielo.


Ateo, entre los testimonios gráficos más inverosímiles  tras 1.700 años en los que a base de repetirlo, en latín, con el mazo y la hoguera, a fuego vivo entre mosquete y espada ropera, han acabado por parecer tan reales como que 1.000 elefantes vuelen sin mover sus orejas. Y es que en cuanto la liturgia se mira sin reverencia, cuando la sonrisa aparece al socaire del portamitras mientras balbucea sus propios pecados como si  le hirvieran sus miradas, es cuando cae sin más el misterio del que tanto les encanta rodearse entre fumata y fumata.


“La primera teología del hombre le hizo temer y adorar por si mismos a los elementos, los objetos materiales y groseros. Más tarde, rindió sus homenajes a los agentes que presiden esos elementos, a los genios inferiores, a héroes o a hombres dotados de grandes cualidades. A fuerza de reflexionar creyó poder simplificar las cosas sometiendo a toda la naturaleza a un solo agente, a un espíritu, a un alma universal, que ponía a esta  naturaleza y a sus partes en movimiento. Remontándose de causa en causa el hombre ha acabado por no ver nada, y en esa oscuridad ha plantado a Dios…” (D’Holbach)


Perfeccionado y con el poder en sus báculos, minaretes, Menoráh o lo que sea que tenga que ser hemos sucumbido a la sencillez del castigo ahora, por el futuro premio que con claridad solo será la paz de los que se van. Está claro que es dios quien necesita del hombre para existir. Un dios al que le creamos con poderes onmipresentes, onmiscientes, todopoderoso, que  nos  deja hacer… claro, porque puede, pero, ¿no será porque no puede ni siquiera cambiar las reglas de la física o las matemáticas y no le queda otra que dejar que nosotros le dejemos ser lo que nosotros queramos que sea?


1+1 son dos. ¿Hay o no hay para cambiar el resultado, dios?


¿Cuál es el poder de dios? Quizá sea nuestra ignorancia mezclada del deseo de tener una justificación entre tanto desmán, en buena parte generado por el hombre apoyándose en dios. No existe tal poder. Existe la Naturaleza que  nos  permite vivir  de prestado entre sus dominios mientras poco a poco se va enfadando por nuestros atropellos creyéndonos imbatibles, abusando de un poder inexistente mientras nos arrodillamos falsamente ante nuestro creador creado. Pero no  habrá creador que tenga lo que se ha de tener para parar la furia de la Naturaleza cuando nos expulse a toda nuestra especie  de lo  que contábamos como nuestro sin serlo.


Y qué decir del Universo, enorme manta tapizada de estrellas, planetas, meteoros que se rigen por sus leyes, a las que vamos dando caza lenta en el conocimiento. Nuestro gran desconocido, donde seguramente otros habrá que con mayor o menor suerte dispongan de su futuro con la propiedad única del  saberse dueños de él  con la responsabilidad de sus consecuencias sin  sotana o  similar que le recuerde el castigo de un ser superior inexistente. Quizá sea al revés y sea otra especie de similares aspiraciones a ser gobernados por seres inexistentes. Lastima entonces.


Me quedo con Lord Bacon que afirmaba que “el ateísmo ofrece al hombre la razón, la filosofía, la piedra natural, las leyes, la reputación, y todo lo que puede servir para conducirlo a la virtud; pero la superstición destruye todo eso, y se erige en sí misma como tirana sobre el conocimiento de los hombres: de ahí que el ateísmo nunca perturbe al Estado sino que vuelve al hombre más lucido, puesto que ya no ve mas allá de los límites de la existencia presente.”


¿Dónde está el vacío interior? ¿En el corazón que se aferra a un muñeco, o un texto vacio de realidad salvo por la fe, o en el que, sabedor de que somos un especie viva y pensante, de alquiler en este  planeta podemos perderlo todo por nosotros mismos sin dioses intermedios?






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