lunes, 15 de febrero de 2016

ULTIMA SINGLADURA




El viejo Monte Nuria, con nuevo nombre tras la  contienda hocicaba entre golpes  de una mar que lo  maltrataba desde más de tres días.  Navegaba a la capa cargado de negro carbón galés. Trataba de ganarle tiempo al final de sus días mordiendo a cada  montaña blanca una vuelta en su corredera.




La bocana ansiada de la Ría de Bilbao se dibujaba  en cuadros negros. Lo que no había conseguido una guerra parecía que lo llevaría a cabo un dios inexistente ayudado por el señor de los vientos del oeste, que bien había dejado definido Conrad. No existían nubes, la negrura era inmoralmente real en su intensidad, mientras  se intercalaban explosiones como verdaderos bombardeos entre el continuo y dantesco ulular de los vientos. A cada explosión le precedía casi  al mismo tiempo un fogonazo que alumbraba los costados negros y su nuevo nombre que  trataba de mandar en su incierto destino, “Monte Nuria”.

Faustino Goikoetxea tragaba el humo de su pipa sin sentir nada más que el áspero sabor sobre su lengua. La calma que en otras situaciones le aportaba aquél ancestral sistema de  aflojar el ansia era del todo inútil. A cada bandazo sus piernas,   a la contra, traban de aferrar su vida al timón  a popa del buque.  Aún era peor con cada embestida de ola sin piel ni piedad  que trataba de abrir  en canal la nave de puro acero vizcaíno. A cada golpe de proa el pecho de Faustino parecía clavarse sobre la rueda doble.

Comenzaba a oscurecer, aunque eso no fuera perceptible; las luces  apenas podían adivinarse salvo cuando la ola partida en mil pedazos por la proa vertical, enfurecida, trataba de alcanzar la popa  entre los dos mástiles  y  a su paso, sobre el tope iluminado, se formaba un halo luminoso tenebroso cual llamada a la otra vida por parte de un Neptuno cargado de hambre de hombre. Pero la calma en su corazón se mantenía  sin estridencias gracias al run run cadencioso de sus  2.000 CV.  de triple expansión que era lo que justificaba su combate frente al temporal. Mientras  ese corazón metálico palpitase, la vida seguiría su curso si creía en ella. Y creía.

Aquel mes de junio de 1963 los sentimientos de Faustino iban tanto avante como  la galerna que soportaba firme al timón. Habían sido casi una década  sintiendo  el lenguaje de aquel buque gallardo, entendiendo el  significado de cada quejido entre cuadernas, la vibración mortal ante pantocazos que aturden el sentido y demuestran lo poco que puedes llegar a ser, la sonrisa en el alma tras  semanas avanteando la costa africana cargado de maíz desde El Cabo y avistar el Cabo Espartel, mientras se empieza sentir el olor al hogar imaginario, pues su hogar real no era otro que los mamparos del viejo Artagan Mendi. Qué decir de su orgullo  al poner pie en tierra en el otro lado del mundo y ver en su popa el mascarón con  la Virgen de Begoña. Hombre descreído, pero recio en todo lo que muestre  su origen.

En medio de aquella galerna de furia incontinente otro hombre  se acercó a la caseta de popa donde Faustino, como decía, mantenía el timón  como si fuera lo último que quedara por hacer. Don Ramón Bergaretxe, capitán del Monte Nuria, hombre de pequeña estatura,  fuerte y  de movimientos serenos. Barba recortada a la vieja usanza, con bigotes poblados que lo hacían propio de viejos tiempos ya renegridos por su lejanía. Ramón y Faustino, junto con el Monte Nuria eran los viejos de aquel mundo que  parecía terminar. Casi doce años a bordo del buque los hacía hermanos de sal. Aquella navegación Cardiff Bilbao los había reunido en brote de sentimientos como había estaciones que no habían sentido. Cada uno en su escala de mando, Timonel y Capitán, eran la misma piel fuera de sus puestos y hermanos a morir cuando la tierra era las tablas que tenían a sus pies.
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 ¡         - Faustino, dura brega  sin parar!
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-¡     -Así llevamos desde que se abrió en carnes esta puta galerna, capitán! ¡Mucho me temo que no     avanteemos nada, más si cabe que nos arrastre a ciar la jodida marea!
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-           -   Razón llevas, Faustino. Al cambio de guardia vamos a entrar a la capa amurados a babor. Total, ¡qué prisas son estas! Carbón es lo que sobra en Santurce, y lo que nos retrase este   viento cabrón, eso que le dará de vida a nuestro Artagan. Maldita sea mil veces el jodido tiempo que todo lo arrasa sin piedad. ¿Qué nos queda, amigo?

El timonel se miró en silencio  con el capitán, fue una mirada larga en medio de rociones de agua, cuchillos de viento y frio destemplado. ¿Qué contestar a eso? No había respuesta a lo conocido. No quedaba nada más que asumir el final de ese viejo barco, orgullo de Vizcaya con sus dos nombres pintados  en sus amuras en tiempos distintos, el final de sus vidas compartidas. Cada uno tomaría su destino. Faustino, timonel al que la guerra  en el bando perdedor lo marcó  dejándolo sin retiro, algo que lo condenará a bregar a bordo de cualquier otro buque mientras sus huesos le mantengan erguido y sus músculos le permitan marcar el rumbo dictado por otros. Don Ramón viejo capitán, boina roja de los que la victoria lo permitió partir mares y ascender en galones hasta mandar  este como su último reino para verlos entrar humeantes y agotados de cualquier travesía y cruzar bajo la advocación del Puente Vizcaya.
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- - -  Nada nos queda más que lo sepamos tener entre los dedos cuando nos devore la última corriente, Ramón. Esa que me contara mi padre en la que todo se acaba y  como arena movediza te acaba por arrastrar sin remisión ni ayuda posible.
-    -      Nos queda lo vivido, lo compartido juntos, Faustino. Estas olas oscuras aunque sean diferentes del primer temporal que corrimos juntos son hijas del mismo padre y siempre nos acompañarán. Y este viejo barco, al que desollarán vivo, olvidando lo  grande que se pudo ser y lo poco que se llegar a ser.




Parecía que la negrura de la galerna, ayudada por el anochecer  a punto de caer, tenía más alegría que la de los dos amigos. Faustino tras un golpe de pura fuerza con encapillada de mar incluida trataba de confundir sus lagrimas con los restos del roción  recibido.
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     - Desembarcaremos  bajo el mismo sol si se deja asomar y nuestras singladuras tomarán rumbos distintos, pero entre los dedos  al dejarlo todo al fin quedará esto, Ramón. De mundos distintos en la misma mar, sobre estos baos hemos luchado por lo mismo, avanteando  entre pocas horas de sueño, resacas de buenos tragos en tabernas de todo tipo, peleas por cada uno sin esperar explicación ni razón alguna. No hay más que  lo que vives en cada momento para seguir siendo el mismo cada vez.

-    -  Como esa ola que parece otra y es la misma cada vez al mantener esencia y decisión.

La pipa apagada, la guardia terminada. Otro timonel más joven aferró sus manos a la rueda mientras la maquina agotaba cadenciosa y sin variación sus tres expansiones. Juntos por la banda de  babor regresaban a la cámara. Una buena botella de coñac estaba esperando para rematar sus desvelos por no terminar una despedida cual condena de muerte entre tres  vidas, una  con alma de acero, las otras de carne, pero las tres mortales.
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-        - ¡Dos cuartas a estribor! ¡A la capa!

Maniobra realizada, aquellos dos amigos desparecieron entre viento y mar furiosa para perderse entre la nube de sus propios recuerdos aun vivos.

Tres días después, con la mar entrada en calma de verano caprichoso arribaba el Monte Nuria rindiendo honores al Puente Vizcaya en su última singladura. No hubo homenajes para los tres, no los necesitaban…




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