Paseando
frente al monumento a la victoria del
hombre sobre la mar en la desembocadura de La Ría observo a la Voluntad
humana frente a un Poseidón cautivo y casi derrotado, aunque nunca del todo; pero al fin y a la postre en
su estertor ante la victoria del hombre sobre los peligros de sus arbitrios
frente a los navíos en su entrada al
corazón de la Ría, tras millas de brega
sobre la vida o la muerte.
Siempre
que me cruzo con esa estampa, con el
Puente Colgante a mi estela, acabo pensando sobre mil y un motivos por los que
mantenemos nuestra tensión y nuestra
fuerza en un objetivo, contra una razón. Siempre existe esa losa por la que
empujar en el combate por mantener su posición o derribarla, siempre existe alguna razón por la que aguantar el
peso de esa losa, por la que bregar y resistir para que no la tiren o se
precipite a un vacío.
Estamos
convencidos en la conformidad sobre la actuación, de que “es lo que se debe de
cumplir”, por el bien de algo, para evitar la ruina de algo, para ganar la posición
en cierta situación donde mantenemos en nuestro creer que lo contrario resultaría en naufragio vital
sobre lo presente. Y pasamos la vida, el tiempo, los momentos, en su objetivo;
tensos los músculos del sentimiento,
cargadas las espaldas de esfuerzo, la
mente ahíta de excitación por el miedo a que nos venza y aborden en nuestra
mirada otros derroteros, por distintos, temidos.

De pronto ese hueco producido por la falta de
combate contra algo o de resistencia sobre algo deja de existir y es como si toda
la musculatura anímica, mental, física se desinflase cual neumático tras un
pinchazo. Al principio es tu estructura,
mental y física la que te pide en
silentes gritos desde tu interior que encuentre el punto de apoyo de tus miedos
para seguir empujando o evitando que te empujen. Tu ser no acepta ese cambio, necesita
seguir sufriendo de forma correcta. La vida
ha sido inoculada en tu fuero interior como una resistencia a cualquier cambio
sobre lo establecido desde el principio. Así, de forma mecánica, ansiosa y
ardiente buscas lo que has perdido por el camino para seguir empujando o conteniendo
el mismo saco de errores y sufrimientos que ya son parte de tu ser y no demandan
reformas o cambios siempre desconocidos.

Si por
algo ajeno a tu existencia, a tu intención primaria, ese muro despareciere, esa
caldera hirviente se apagase, tu
ser comenzaría a buscar otro muro, otra
caldera a la que palear carbón para seguir en la misma dinámica. La ansiedad,
el terror a la situación nueva donde el vacío por su negación te llevaría a
insospechadas situaciones de depresión, de sufrimiento por haber dejado de
ser un esclavo propio de lo enseñado, no
por bueno, sino por trasmitido en la
costumbre bendecida por el tiempo.
Como
el hombre en el monumento a Churruca, eso pretende este mundo que sea nuestra vida:
empujar o resistir sin pensar en cambiar, por la búsqueda del sustento, por la búsqueda
vital del por qué de nuestros actos, por la búsqueda de la compañía y su
reparto de funciones vitales, de los juegos de poder, personales, políticos,
laborales, etc.
Si por
un momento somos conscientes de ello es posible que en muchos casos empujemos
porque sea imposible de otro modo, pero si somos conscientes ya seremos
parcialmente libres, si en lo personal al dejar una losa, al clausurar una
caldera no tratamos de encontrar otra o de reparar la existente quizá descubramos
que no hace falta la tensión en nuestras
vidas, ni el seguir la vida tal y como estaba marcada desde nuestra infancia. Seguramente
la paz entrará por la escala real a nuestro navío vital, seremos leales ante
nuestros semejantes, les daremos lo que nunca creímos que podríamos dar y nos
llegará lo que nunca creímos que podríamos alcanzar mediante el empuje y la resistencia
sobre un muro… y el combate o la resistencia tendrá otro sentido, más seguro,
fuerte con el alma y el corazón a la par de nuestro pensamiento.
Pero
sobre todo, y por encima de todo, nos sentiremos libres en nuestro interior y
eso se sentirá en nuestro exterior de forma natural y sin temor.
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