domingo, 1 de diciembre de 2019

Horizonte en la Bocana (1)



Golpeaban como rociones a golpe de ola a través cualquier amura del “Liberto” aunque fuera aguanieve empujada por un viento atronador. Semejante golpeteo de agua helada trataba de inundar y taladrar la cubierta del aquel viejo candray que defendía su dignidad como los grandes héroes venidos a menos en su fuerza mas no en su impostura. La nieve, que nunca se había visto a la entrada de la bocana entre las islas de Mouro y Santa Marina, embadurnaba chigres, cabullería y perfilaba las Macgregor como si doblaran su espesor, se diluía agolpes de aquella metralla  semilíquida.


Las cabillas aferradas por las manos de Juanón, el timonel de guardia, mantenían con tensión a la nave de los golpes de ola que, como manos impías, empujaban desde el espejo de popa a el “Liberto” sobre el lomo de otra ola justo a proa de sí mismo, como si deseara clavar esta sobre ella.  Las posibilidades de “pasar por ojo” desde la popa eran inmensas. Esas “manos impías” podrían convertirse en las que dieran el manto de espuma y sal definitivo sobre el viejo mercante hasta dejarlo al garete de aquella realidad vestida de hiena, ávida de almas y metal.





Grande como el propio guardacalor, Juanón miraba a tientas y de reojo hacia babor donde Don Hernán, sereno, sin otra atadura en sus manos que su tazón de latón maltratado calentaba sus manos. El viejo capitán, casi parte del oxido del Liberto, trataba de distinguir las luces que a duras penas destilaba en sus destellos el faro de la Isla de Mouro. Esa calma devolvía a Juanón la tensión justa para mantener la crujía sobre las olas. A veces, un comentario o un simple gruñido sin explicación desde la boca del viejo bastaba para comprender que era necesario encapillar algo de espuma a babor o coger más derecha la caída al valle oscuro entre cresta de sal.

Todo dependía de la serenidad, la experiencia y la calma entre tanta tempestad; bueno y de que el guardacalor en su chimenea final siguiera bendiciendo lo que en la máquina se celebrase.

- ¡Juanón, mantenga la enfilación entre Mouro y el Puntal como si le colgara cada grado de desviación como tonelada en cada huevo! Hay que ganar al menos una milla antes de virar contra Somo. ¡No se ve un carajo, maldito el temporal y la virgen que lo manda!
- Lo intento, capitán. Esta duro como nunca y esta lluvia no deja ver. Mientras haya arrancada…
Don Hernán, supersticioso a pesar de sus blasfemias no aceptaba dar ideas al Destino, fueran del Infierno o de la misma Providencia, fulminó con una mirada al timonel que de los nervios se había traicionado.
- ¡Mas te vale que no paren los pistones del cabezón de Manolo, porque te pongo a remar sobre la chalupa más pequeña!

En su furia rebosaba el temor contenido que brotó como relámpago de verano. Sin dejar el tazón aun con café humeante, llamó al Jefe de Máquinas. Tras varios intentos exasperantes girando la bobina del comunicador logró que el 2º alcanzase a descolgar el telefonillo por el que escupían sordas los rugidos de las máquinas en el puente de mando.

- ¡Maquinas!
- ¡Manolo, como va eso! ¡Estamos a 4 millas de Mouro y la bocana nos empezará a dar abrigo en menos tiempo de lo que nos dure el puro que nos espera después de cenar en La Calandra
- ¡Capitán, soy Leandro, el 2º! ¡El Jefe esta sobre el eje de cola que no va bien! La chumacera está perdiendo aceite.

Aquello no era nada tranquilizador. Don Hernán sabía que no podía hacer nada salvo confiar en su Jefe de Máquinas con el que habían llevado aquel candray por el resto del hemisferio cuando era el orgullo de la pequeña naviera que fundó su padre. Colgó el comunicador con la instrucción de que se le llamase en caso de novedades. Había que aguantar.

Aquellas cuatro millas se iban a convertir en valores infinitos a partir de aquel momento. La tensión y la vigilancia sería ahora cosa añadida tanto sobre la buena maniobra en el rumbo de entrada, como sobre el bendito vibrar de la estructura que significaba la vida de todos. A cada revolución como verdadero pálpito dado por aquella máquina MAN de 6.000 Cv. construida en los gloriosos tiempos de los astilleros del Cantábrico ya cerrados, todos le dejaban sus deseos prendidos en mil oraciones mal aprendidas. Con cada empopada la proa se adentraba en el lomo de la ola precedente hasta salir como el Miura que resopla a cada capotazo cruel de un torero sin rostro.

Alrededor de ellos, vigilantes, silenciosos, milenarios en su saber, testigos de otros temporales, notarios de fe de hombres desaparecidos como de navíos escarnecidos justo al besar sus orillas, nada les hacía temblar a aquellos dos monumentos de roca, Ajo y Mayor con su hermano menor, Quintres. 
No existía piedad en ellos, Don Hernán, y Juanón lo sabían, Leandro con el Jefe allí abajo, sin verlos también eran conscientes que tan sólo serían sus manos, su tesón y el deseo de salir adelante los que les daría el permiso de vivir delante de su propio hogar.

Dejó la nieve aguada de serlo para vestirse de lluvia cerrada, racheada, empujada por un Sur rolando a SSE de temporal duro con rachas de 80 nudos. Nada se veía desde el puente, el GPS quería ayudar y lo hacía desde sus satélites en paz, pero Poseidón tenía claro que aquel viejo vaso de metal debía ser una presa para él. La mar furiosa de viento venía cruzada del NNW con un rumbo de empopada del Liberto sobre ese viento trepanador casi del SSE que hacía de los cabeceos un ensayo de suicidio solo evitado por la potencia en servicio que los viejos caballos de mercante desgastado por el maltrato, la edad y el olvido de sus armadores trataban de mantener...

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