miércoles, 16 de septiembre de 2009

No habrá montaña mas alta (17)

…Como les fue relatando el Sacristán, al principio Don Francisco se avino a razones pues la principal de todas que no era otra que su hija había dejado clara con su determinación. Pero aquella situación solo era la de un hombre dolido, con el ánimo golpeado y desarbolado por su propia sangre; estaba claro que Don Francisco no iba a dejar que la aparente clara derrota de su vida cambiase su andar por muchas cuartas que haya virado el metal de la aguja en la vieja rosa de su navegar. Así continuaba relatando la historia Agustín a Inés y María cuando la otra orilla del Guadalquivir los recibió junto al recio castillo de San Jorge, justo allí María se aferró al brazo de Inés, un temblor se apoderó de sus reflejos mas primarios.


- Cuan... cuando entramos en Sevilla una comitiva de penados nos recibió interrumpiendo el paso y dejándome el corazón sin la sangre propia…

- Señora, lo que vio eran los penados que iban al quemadero de Tablada. Infelices y desgraciadas almas de las que, Dios y la Santa Inquisición me perdonen, dudo que sus males a la cristiandad fueran merecedores de tal pena y castigo. Pero continuo con vuestro permiso, como iba diciendo Don Francisco recapacitó y dio marcha atrás en sus deseos de condenar a mi hermano a la pena más terrible en tiempo y dolor. Así, al día siguiente retiró los cargos ante el Alcaide que dio orden de levantar estos sobre los grilletes de Juan. Mi madre me permitió ir de su brazo a las puertas de la Cárcel donde la imagen de Juan en el dintel de aquella enorme puerta, titubeante en su mirada perdida, con el paso tembloroso por la incomprensión ante todo hizo que acabara siendo empujado, casi echado por los corchetes de la cárcel sobre el sucio lodazal que se abría frente a la puerta de hierro del edificio. Un grito con el nombre de Juan casi invisible entre el estertor agónico producido por los gritos de mi madre me hizo reaccionar y seguirla mientras esta se abalanzaba sobre el cuerpo de mi hermano. Los tres días siguientes fueron una procesión imaginaria de abrazos de mis hermanos y padres sobre mi hermano intercaladas en los preparativos para la marcha de Juan a la villa de Sanlúcar donde esperaría el tiempo pertinente a que la flota que partiese hacía el otro lado del mundo zarpase. Mientras la flota no zarpase no debían sus pasos quebrar los límites de aquella villa ni nadie de nosotros tomar contacto con él salvo por carta.

- Pero…

- Pero las velas del ánimo se atinan al viento que sopla y este decide en su arbitrio cuál será su próximo rumbo sin consultar al que templa el aparejo de la vida. No pasaron los tres días cuando unos desmayos y la sabiduría de las ancianas criadas que Don Francisco tenía le confirmaron el terrible desgarro en la honra de los Mallaina con el filo venenoso que era y aún es el deshonor de una hija mancillada. Esta vez la procesión sería la del silencio, el veneno que ya corría por la venas de don Francisco había anulado cualquier razón que no fuera la de hacer mal de manera fría y sin lugar a retracto. A Doña Isabel como vos la llamáis o a la hermana Piedad, que así será para mí hasta el fin de mis días, Don Francisco mandó escoltada tal que futura reina de España por el propio servicio de Don Francisco a la ciudad de Córdoba. Con el permiso de la madre del convento de Sevilla y la autorización de la misma en el de Córdoba fue internada en el más absoluto secreto para la mayor atrocidad que alguien de la misma sangre pudiera hacer con su hija.



Las lágrimas ahora brotaban lentas y casi sin deseos por fluir sobre el arrugado rostro de Agustín Delgado. Revivir aquél trance vivido mil veces en las palabras que Isabel le tatuó en su pensamiento tantas veces en las que ella necesitaba encontrar en él a Juan Delgado le devolvió a la vida.

- Agustín, nos os aflijáis, dejad el relato por hoy si no os sentís con fuerzas para continuar. Vuestro hermano estará orgulloso desde donde os esté escuchando pues nadie como vos pudo haber ayudado a Doña Isabel en su ausencia…

- Gracias querida María, que así me place llamaros, pero deseo continuar con este; aunque no lo creáis hacía años que de mis ojos no brotaba lágrima alguna. La soledad los había secado; ahora parece que los fantasmas han vuelto para darme un soplo de sus vidas mientras revivo sus memorias ante vuestras mercedes. Mientras Isabel quedó presa en Córdoba, Juan se preparaba para partir hacia Sanlúcar, la mañana del tercer día, como así había sido pactado fue la de la despedida. En silencio acompañamos a Juan hacía el embarcadero próximo a la Torre del Oro pues allí esperaba una pinaza que entre los fardos, unos legales y otros de contrabando, se dirigía hacia Sanlúcar y tras su barra enfilaría el Estrecho para perderse en el viejo mar romano. Mi madre con el llanto contenido se aferraba al brazo de mi hermano mientras mi padre cargaba el hatillo a modo de pena impuesta por algo que aún no era capaz de comprender. El mismo olor que ahora percibimos a humedad y brea mezclada por el calor de un sol que entonces parecía querer ser castigo con todo lo demás nos decía que los muelles estaban a pocos pasos, la pinaza apenas si se movía al paso de cada hombre y fardo que como uno sólo subían por la plancha de la nave, fue en ese momento cuando una voz como un trueno tenebroso, que aún me enfría la sangre ahora que casi no hay calor dentro de mi viejo cuerpo, nos paralizó a todos casi como si el mundo nos hubiera abandonado en su lento girar.

- ¡¿Qué ocurrió?! ¡¿Qué fue lo que oíste, Agustín?!

- ¡ Alto en nombre del Santo Oficio!...











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