martes, 20 de julio de 2010

No habrá montaña más alta... (70)



“…Con esto, poco a poco llegué al puerto,

al que los de Cartago dieron nombre,

cerrado a todos vientos y encubierto,

a cuyo claro y singular renombre

se postran cuantos puertos el mar baña

descubre el sol y ha navegado el hombre…”




Con tales letras del insigne Don Miguel de Cervantes escritas sobre la vista que el puerto cerrado e invicto irradiaba, arribaron bergantín y dotación a la Capital del Departamento sin novedad y con algunos kilos de hierro y pólvora menos en la santabárbara. Nada supieron de la fragata britana de la que esperaran que la vista de su popa y pabellón le diera para recordar siempre el nombre y el origen de quien le ajustó las cuentas sin lugar a respuesta. La travesía fue cómoda tras la corta refriega, buenos vientos y mejores soles fueron poco a poco dando con el bergantín en la Cartagena de Levante, hermana de la ciudad del mismo nombre varios miles de millas a poniente, donde ambos amigos no imaginaban el broche con el que glosarían su desconocido devenir, remate que mostraría descubierto al fin el brillo del triunfo o el gris mate fruto del fracaso; disyuntiva que solo con su decisión, arrojo y buen hacer lograrían llegar a definir.

Tras el preceptivo fondeo frente a la ciudad obtuvieron el permiso pronto de atracar el Santa Rosa con su costado de estribor sobre el malecón de madera que en futura muralla pétrea el hijo de Don Felipe el V mandaría erigir dando la forma de verdadero bastión naval a finales de la centuria que nos envuelve. El desembarco y las despedidas fueron los del rigor, pues la burocracia, verdadero imperio allá cualquier sea del reino de que hablemos mandaba como tal. Documentos, inspecciones y demás papeleos como tortura de galeote fueron ejecutados con la misma premura y el idéntico pausado ritmo que miles de años atrás Roma deliberaba sobre Sagunto mientras era asaltada, y es que las prisas nunca fueron la espuela que azuzara funcionario, político o gobierno allá donde hubiera tal.

Tan solo la despedida de Don Roberto, el comandante de los infantes que debían unirse a las fuerzas ya surtas en la base naval, tuvo a bien dedicarle unas palabras a Daniel como representante de la tripulación de mar y guerra que los llevó a buen término desde Cádiz.

- Mi buen comandante Don Daniel Fueyo, os despido con el respeto y la admiración de quien teme a la mar como verdadero enemigo invencible del que solo queda sobrevivir ante su furia cuando esta se desata. Pero mas es mi respeto hacia vos y vuestros hombres si es posible, pues habéis demostrado que nuestra Real Armada está por su empuje y actitud en condiciones de presentar batalla a quien por su proa se plante sin más que el temor a nuestro Señor en su divina providencia. Que los vientos os den la fuerza y nuestro Rey la pólvora que derrote al inglés allá donde bendita se presente la ocasión.

Tras aquel discurso a modo de oración un abrazo terminó por sellar la despedida entre los dos hombres, hombres y escena que representaban el ocaso de una época de dramáticas situaciones en las que pudo el reino haber sucumbido entre los propios hijos de éste y el orto de nuestro comandante del Santa Rosa que apuntaba las maneras del mismo gobierno hispano con la decidida intención de recuperar el espacio perdido en los primeros años del siglo.

Desde el 5 de febrero se mantuvo el “Santa Rosa” amarrado al malecón, sufriendo como digo los lamentos de contadores, inspectores y demás ralea que siendo pertinaz su observancia de la norma y reglamento no ayudaba en nada a incrementar los pañoles medio vacíos de provisión y balerío. La partida parecía saberse por la costumbre cercana al mes de la estancia. Se estaba a la espera de algún pertrecho y documentos de la capitanía que estaban por redactar, fue tal situación contemplada la que dieron a Daniel y su amigo y segundo, Segisfredo Cefontes, el tiempo suficiente para acudir a fiestas y saraos que la pequeña población generaba básicamente entre la oficialidad y sus familias; era aquella la manera de aprovechar cualquier excusa para dar salida al tedio imperante en la pequeña ciudad aún por crecer pocos años más adelante.

- ¡Segundo! ¡¿Cómo tenemos la nave!?

- Lista para hacerse a la mar a órdenes de vuestra excelencia, mi capitán. Todos los hombres a bordo sin mas salidas que las de los oficios en domingo y vigilados sobre los posibles desertores. Pólvora al completo, balerío por encima de los tres cuartos en su capacidad y si en algo estamos cortos es en provisiones que no cumplimos con el reglamento. No tenemos más que para 90 días.

- Muy bien, en tal caso mantenga a los hombres ocupados, he solicitado permiso para salir de la rada y hacer ejercicios de mar. En caso afirmativo por parte de Capitanía mañana zarparemos sin demora.

Mientras así hablaban a golpe de silbo del nostromo la marinería cercana a ellos dejaba el bergantín como “la patena tras el paternóster”. No había pulgada cuadrada que no se estuviera pintando si falta le hiciera, ni cabo revisado hasta su alma, ni suelo que no fuera pulido hasta que las máculas de sangre, pólvora y arena de viejos combates no se vieran trascendidas a lugares más lejanos de la vista real. Mientras tanto un hombre al trote se aproximaba al malecón.

- Capitán, se acerca emisario con nuevas.

- Si, lo veo, sargento. Solo espero que nos den licencia para salir.

Mascullaba para él mientras el resto de la tripulación fuera de servicio seguía con la mirada el trote cansino del aparente emisario de capitanía.

En efecto, ya mas cercano al malecón se pudo distinguir al jinete con el uniforme de alférez de fragata que ya se acercaba ágil sobre el malecón, mientras su cabalgadura olvidando a su orgulloso amo trataba de arrancar algunas hierbas que afloraban debajo de las tablas del muelle. Daniel y Segisfredo acudieron a la plancha de embarque a recibir a su correo.

- ¿Da su permiso para subir a bordo?

- Permiso concedido.

- Se presenta el alférez de fragata Ricardo Molleda. Traigo dos mensajes de Capitanía para el comandante del Santa Rosa

- Aquí me tenéis. Teniente de Navío Daniel Fueyo.

Con solemnidad mas propia de palacio que de bergantín amarrado en el malecón le hizo entrega el alférez al comandante de las dos misivas. La primera era la mala, pues denegaba la salida a la rada exterior para ejercitar a sus hombres, la segunda parecía en verdad la buena por el gesto de Daniel mientras la leía dando ligeros pasos sobre la pulida cubierta del “Santa Rosa”.

- Alférez, podéis regresar a Capitanía, decid al Comandante que aceptamos gustosos la invitación y que prestos allí acudiremos esta noche.

Mientras el alférez partía raudo hacía su siguiente destino, Segisfredo con los ojos y el ansia parejos en tensa emoción se abalanzó sobre su capitán mudado ahora en amigo

- ¡Qué es eso de que acudiremos! ¡¿Adonde si puede este sufrido monje de mar saberlo?!

- Tranquilizaos mi querido y sufrido cartujo amarinado. Acicalaos vuestros rizos y desempolvad los galones, pues tenemos fiesta en la finca de Don Antonio de Mendoza y Montengón, a la sazón conde de Algezares que organiza una fiesta de despedida por su marcha al Ferrol en pocas semanas.

- ¡Al fin un fiesta en condiciones! Buen vino, viandas en regalías y sobre todo damas a las que agasajar con ese arte que aún no has descubierto de tu segundo.

- Bien me parece vuestra alegría, mas ahora mantenga atenta la dotación y no pierda de vista la nave.

- ¡A sus órdenes mi capitán!...

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