domingo, 20 de noviembre de 2011

No habrá montaña mas alta... (121)


…El mes de mayo de aquel año de 1733 floreció  cargado de  sal marina en la Hacienda “El Soberano”. Los dos marinos devolvieron poco a poco la alegría a un hombre hasta entonces cada vez mas hundido entre unos viñedos cargados de soledad por no poder compartirlos. Batallas, temporales y puertos donde poder recalar en la imaginación de quien  su mayor recorrido fuera   el camino real entre Sevilla y Cádiz. Historias de féminas castigando como verdaderos  golpes de mar sobre aquellos jóvenes barcos con forma de corazón, sobre todo el del teniente Cefontes y sus  querencias inevitables. Todo fue como volver a la vida por poder ser vivida sin siquiera tocarla con los dedos. La tierra le sonreía a Diego mientras cada día que pasaba  las ganas de  volver a Cádiz y encontrar el embarque  en cualquier nave con   trapo que inflar y gobierno  que  hacer doblar a babor y estribor iban venciendo a las necesidades de un buen descanso que reparase tanta brega y  juego  letal con la vida por mantenerla  a golpe de cañón  y pólvora del Rey.

Llegó el mes de junio y no había ya un minuto que perder. Prepararon  sus monturas y como si al desfile de la siguiente victoria  fueran, no cabía arruga posible en el paño de los uniformes ni mota de polvo alguno entre los correajes  y galones  de sus respectivos cargos ganados a sangre y fuego. Serenos se despidieron de  Diego  para gastar   dos o tres jornadas en  Cádiz con el  pretexto de  saber de su futuro profesional y  la esperanza de algún escarceo sin  consecuencias entre  los cafés y teatros de aquella ciudad en verdadera pujanza por el comercio  del monopolio hispano frente al resto de Europa sobre la mayor parte de las Américas.

-          Hasta  dentro de unos días, tío.
-        Suerte en  Capitanía y   cuidado con las presas fáciles de cazar, que nada se escribió  en el haber sin  aportar sudor al  combate.

Al trote con la ilusión cargada como  fardo principal ya deseaban alcanzar las Puertas de Tierra  descargar sus equipajes en  el Hospedaje “La Candelaria” al  final de plaza de San Juan muy cerca de la Catedral, alojamiento “limpio y  honrado” como bien les había  descrito Diego junto a una  nota para  entregar a su  dueña, doña Ana, mujer de pocas carnes y ya de respetable edad a la que su  corta inteligencia tan solo le  permitió  hacerse con  aquél negocio al morir el último de sus múltiples amoríos de una enfermedad de infausto nombre  por ser considerada verdadero castigo divino. Lágrimas  y  suspiros en verdad no muy ciertos pero que valieron de trueque por los dineros y  poderes de ese infeliz al que  despidió en su lecho con la  bolsa llena.

La singladura en tierra de apenas cinco leguas dio con la vista del Baluarte de San Roque sobre la hora del almuerzo, que ganas había de  sentir el perfume del Atlántico a la voz de ya. Sin dilación y ya a pie entre las calles estrechas  rellenas del viento en esos momentos sudeste cargado de la humedad marina tratando de enfriar un calor ya   del incipiente verano gaditano enfilaron la plaza de San Juan.

Doña Ana, con su cortedad para las palabras, pero de larguedad sin decoro hacia lo que fuera el género opuesto, máxime frente a semejantes “ejemplares” tan lejanos al alcance de sus  posibilidades, acompañó a estos hacia las dos mejores habitaciones de su  hospedaje. Nuestros dos  hombres tras depositar lo poco que  habían traído como equipaje se encontraron en la entrada con la intención de   recorrer la ciudad y  volver a probar el vino esta vez frente al castillo de San Sebastián a pie de La Caleta. Era aquella la sensación de arribar a puerto y tras  el aseo y el buen arreglo de la estampa  proceder a la salida donde encontrar  el desquite a la soledad vivida durante largas singladuras frente a una tozuda mar.

Fue caminando   frente al pórtico de la Catedral cuando un grito tras de ellos los detuvo.

-          ¡Capitán, Capitán Fueyo!

Daniel se giró  encontrándose a  su teniente de la “Minerva”

-          ¡Antúnez, qué sorpresa más agradable, os creía embarcado en algún correo!
-        Yo también, mi capitán, pero desde capitanía  dieron la plaza a otro con mas suerte que yo y  por aquí me encuentro a la espera de  destino, supongo que  como vuestra merced.
-         Pues sí, ¡ah! Perdonad la descortesía, os presento al teniente de navío Segisfredo Cefontes. Otro más que suspira  como nos.
-          Nos conocemos de  la jornada de Orán y el bloqueo posterior.
-    Pues si no tenéis cosa mejor que hacer, el teniente Cefontes y yo mismo nos dirigíamos a un tabernucho que hay cerca de La Caleta donde el vino es malo pero las  vistas sobre la  mar son superiores. Después será lo que la fortuna depare. Mañana pretendemos hacernos llegar a la Isla de León para  saber de nuestros destinos. ¿Nos acompañáis?
-       ¡Sera un honor! Aunque si me dejáis deciros creo que la Fortuna  ya pasó por aquí pues tengo destino para  los tres esta noche donde  brillarán  sus  mandos navales entre  damas de  clase deseosas de historias  sorprendentes contadas por galanes como nosotros. ¡Ja, ja, ja!
-        ¿Y eso? cuente, cuente teniente. Somos todo oídos.
-        ¿Habéis oído algo de los Lasquetti y sus fiestas de primavera? Seguro que no, pues yo me enteré ayer en capitanía. No importa, el caso es que  esta familia organiza una fiesta tras otra  en su palacio a cuenta de lo que sea, pues parece que los negocios se deben de cerrar mejor con  la barriga llena y el ánimo cargado de vapores espirituosos. El caso es que me invitaron por medio de un medio primo mío que  trabaja en la Casa de Contratación y ya sabéis que no hay nada que más les guste a estos  ricos sin sangre en las venas que el brillo de los uniformes  halagando sus tapices y pilastras. El caso es que iba a ir con otro teniente  del ejército y estoy seguro que agradecerán la presencia de  dos comandantes  de sendos navíos que  acaban de arribar de la  victoriosa jornada de Orán.

Brillaban los ojos al reflejo de la fiesta inesperada mientras ya  entraba la primera jarra de vino  frente a la Caleta. La noche prometía…