…El mes de mayo de aquel año de 1733 floreció cargado de sal marina en la Hacienda “El Soberano”. Los dos marinos devolvieron poco a poco la alegría a un hombre hasta entonces cada vez mas hundido entre unos viñedos cargados de soledad por no poder compartirlos. Batallas, temporales y puertos donde poder recalar en la imaginación de quien su mayor recorrido fuera el camino real entre Sevilla y Cádiz. Historias de féminas castigando como verdaderos golpes de mar sobre aquellos jóvenes barcos con forma de corazón, sobre todo el del teniente Cefontes y sus querencias inevitables. Todo fue como volver a la vida por poder ser vivida sin siquiera tocarla con los dedos. La tierra le sonreía a Diego mientras cada día que pasaba las ganas de volver a Cádiz y encontrar el embarque en cualquier nave con trapo que inflar y gobierno que hacer doblar a babor y estribor iban venciendo a las necesidades de un buen descanso que reparase tanta brega y juego letal con la vida por mantenerla a golpe de cañón y pólvora del Rey.
Llegó el mes de junio y no había ya un minuto que perder. Prepararon sus monturas y como si al desfile de la siguiente victoria fueran, no cabía arruga posible en el paño de los uniformes ni mota de polvo alguno entre los correajes y galones de sus respectivos cargos ganados a sangre y fuego. Serenos se despidieron de Diego para gastar dos o tres jornadas en Cádiz con el pretexto de saber de su futuro profesional y la esperanza de algún escarceo sin consecuencias entre los cafés y teatros de aquella ciudad en verdadera pujanza por el comercio del monopolio hispano frente al resto de Europa sobre la mayor parte de las Américas.
- Hasta dentro de unos días, tío.
- Suerte en Capitanía y cuidado con las presas fáciles de cazar, que nada se escribió en el haber sin aportar sudor al combate.
Al trote con la ilusión cargada como fardo principal ya deseaban alcanzar las Puertas de Tierra descargar sus equipajes en el Hospedaje “La Candelaria” al final de plaza de San Juan muy cerca de la Catedral, alojamiento “limpio y honrado” como bien les había descrito Diego junto a una nota para entregar a su dueña, doña Ana, mujer de pocas carnes y ya de respetable edad a la que su corta inteligencia tan solo le permitió hacerse con aquél negocio al morir el último de sus múltiples amoríos de una enfermedad de infausto nombre por ser considerada verdadero castigo divino. Lágrimas y suspiros en verdad no muy ciertos pero que valieron de trueque por los dineros y poderes de ese infeliz al que despidió en su lecho con la bolsa llena.
La singladura en tierra de apenas cinco leguas dio con la vista del Baluarte de San Roque sobre la hora del almuerzo, que ganas había de sentir el perfume del Atlántico a la voz de ya. Sin dilación y ya a pie entre las calles estrechas rellenas del viento en esos momentos sudeste cargado de la humedad marina tratando de enfriar un calor ya del incipiente verano gaditano enfilaron la plaza de San Juan.
Doña Ana, con su cortedad para las palabras, pero de larguedad sin decoro hacia lo que fuera el género opuesto, máxime frente a semejantes “ejemplares” tan lejanos al alcance de sus posibilidades, acompañó a estos hacia las dos mejores habitaciones de su hospedaje. Nuestros dos hombres tras depositar lo poco que habían traído como equipaje se encontraron en la entrada con la intención de recorrer la ciudad y volver a probar el vino esta vez frente al castillo de San Sebastián a pie de La Caleta. Era aquella la sensación de arribar a puerto y tras el aseo y el buen arreglo de la estampa proceder a la salida donde encontrar el desquite a la soledad vivida durante largas singladuras frente a una tozuda mar.
Fue caminando frente al pórtico de la Catedral cuando un grito tras de ellos los detuvo.
- ¡Capitán, Capitán Fueyo!
Daniel se giró encontrándose a su teniente de la “Minerva”
- ¡Antúnez, qué sorpresa más agradable, os creía embarcado en algún correo!
- Yo también, mi capitán, pero desde capitanía dieron la plaza a otro con mas suerte que yo y por aquí me encuentro a la espera de destino, supongo que como vuestra merced.
- Pues sí, ¡ah! Perdonad la descortesía, os presento al teniente de navío Segisfredo Cefontes. Otro más que suspira como nos.
- Nos conocemos de la jornada de Orán y el bloqueo posterior.
- Pues si no tenéis cosa mejor que hacer, el teniente Cefontes y yo mismo nos dirigíamos a un tabernucho que hay cerca de La Caleta donde el vino es malo pero las vistas sobre la mar son superiores. Después será lo que la fortuna depare. Mañana pretendemos hacernos llegar a la Isla de León para saber de nuestros destinos. ¿Nos acompañáis?
- ¡Sera un honor! Aunque si me dejáis deciros creo que la Fortuna ya pasó por aquí pues tengo destino para los tres esta noche donde brillarán sus mandos navales entre damas de clase deseosas de historias sorprendentes contadas por galanes como nosotros. ¡Ja, ja, ja!
- ¿Y eso? cuente, cuente teniente. Somos todo oídos.
- ¿Habéis oído algo de los Lasquetti y sus fiestas de primavera? Seguro que no, pues yo me enteré ayer en capitanía. No importa, el caso es que esta familia organiza una fiesta tras otra en su palacio a cuenta de lo que sea, pues parece que los negocios se deben de cerrar mejor con la barriga llena y el ánimo cargado de vapores espirituosos. El caso es que me invitaron por medio de un medio primo mío que trabaja en la Casa de Contratación y ya sabéis que no hay nada que más les guste a estos ricos sin sangre en las venas que el brillo de los uniformes halagando sus tapices y pilastras. El caso es que iba a ir con otro teniente del ejército y estoy seguro que agradecerán la presencia de dos comandantes de sendos navíos que acaban de arribar de la victoriosa jornada de Orán.
Brillaban los ojos al reflejo de la fiesta inesperada mientras ya entraba la primera jarra de vino frente a la Caleta. La noche prometía…
1 comentario:
...Magnífico
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