domingo, 20 de diciembre de 2009

No habrá montaña mas alta... (44)


…La cena en casa de la familia de Las Heras transcurrió tan agradable como había comenzado su relación sobre el muelle en el barrio de Getsemaní. Eran los dos un matrimonio sin descendencia, su hijo Carlos había caído en la defensa de Cartagena contra el ataque del barón de Pointis en 1697 y una malditas fiebres se llevaron de niña a su hija Valeria, de la que tan solo tenían un pequeño cuadro que mandaron realizar con gran premura para poder al menos tener alguna imagen de ella cuando les dejó sin haber cumplido los tres años y la enfermedad se la llevó. Las desgracias les habían demostrado que nada era lo bastante importante como para que los odios, envidias y rencores dieran a la planicie de una vida plena los exabruptos y valladares que como presa  embalsen tal fluir emponzoñando vidas y sentidos. Aquella actitud poco a poco ganada entre golpes y desgracias les demostraron que al final de todo el camino siempre los recompensaba sin esperar en mayor medida que si la actitud hubiera sido la contraria en la propia búsqueda afanosa del mismo premio.


Doña Aurora vestía como en las grandes ocasiones, portando bellos brazaletes y collares de perlas engarzados en oro y plata en sus bazos y cuello sobre un vestido de suaves colores que daba a la voluptuosa seda un aspecto más modoso acorde a su edad. Don Arturo seguía presentándose con su misma clase y estilo de buen señor sin exageraciones que avasallaran a sus invitados. A su edad y por su carácter no acostumbraban a recibir invitados a su casa pues rehuían las fiestas y convites de la sociedad indiana de la ciudad. Tan solo acudían a los oficios solemnes y la Santa Misa de las madrugadas dominicales en las que se celebraba la santa misa en la catedral y a las reuniones que el gobernador de la ciudad acostumbraba a organizar para conmemorar aniversarios y hechos singulares que mantenían a la pequeña sociedad unida entre sí y con la España del otro hemisferio. La estancia de los León y los Bracamonte en su enorme casa llenó de ruidos casi olvidados las estancias y los corazones de ambos, tanto del de puro sentimiento de Doña Aurora como el mercantil que no podía evitar portar en el pecho Don Arturo.


Se oyeron muchas historias contadas por unos y otros de sus peripecias entre la vieja Castilla y sus interminables inviernos, la travesía con el encuentro donde Daniel puedo explayarse y Fabián mostrar el orgullo de su acción forma de ya “vieja cicatriz”, Inés  no pudo resistir a relatar la azarosa vida de Juan Delgado, tanto  se arrojaron a relatar que fueron los postres los que dieron  por final momentáneo el cúmulo de relatos e historias. Don Arturo, como en cualquier acto social de la época dio paso a la sobremesa

- Ahora que todos hemos disfrutado de la cena, subamos a la azotea donde tenemos una hermosa terraza sobre la que poder observar nuestro cielo y quizá si los jóvenes alcanzan con su vista puedan distinguir en la murallas alguna pareja furtiva…

- ¡Arturo! ¡No es esto el tinglado de tus paños!

La mirada acompañada de la voz de doña Aurora fue suficiente para callar a Don Arturo. Tras él la comitiva subió las escaleras que daban acceso a la azotea donde se abrió sobre todos una vista general de los tejados de la ciudad en pendiente descendente hacia la bahía interior y, girándose un poco, hacia el norte se presentaban las murallas y la nocturna mar que nada dejaba ver de sus secretos a quien desde tierra la observara. Don Arturo se llevó a un lado a Pedro y Fabían, mientras Daniel dudaba un poco en quedarse entre las mujeres o los hombres en esa situación de infante pasado a adulto en la que por lo pasado podía ser lo último, mas los resquicios de la niñez aún tiraban hacia la cercanía materna. Las historias continuaban teniendo como pilar central a Inés y su peculiar forma de relatar lo vivido en Sevilla por Juan Delgado y su hermano Agustín. Mientras un poco apartados, Don Arturo comenzaba a plantear la propuesta que creía ya desde el 97 del pasado siglo no poder nunca cumplir.

- Y bien, caballeros. Espero les haya gustado la cena que tan gustosamente adorna mi esposa Aurora y que sin tacha elabora Aimeé, nuestra cocinera. No sé qué haría yo sin sus guisos y sus postres.

- Tiene usted razón pues no había comido tan bien creo que desde la niñez en algún festejo de mi pueblo. Muchas son las gracias que les debemos aunque aún no estamos en posesión de devolverle a vos tales favores.

- Bueno, bueno, no habrá de ser eso tan necesario ni de tanta premura que lo que se ofrece no es por rápido rédito sino por veros a vos como mis padres me relataron a mí en su arribo a estas tierras y no voy a negar que  por veros también de buena ley y parecido oficio con el mío.

- Mas, ¿no sois vos comerciante?

Mientras les ofrecía un buen cigarro puro con el brillo de su sonrisa peleando con la luz de mortecina de una luna en cuarto menguante le contestó.

- Mi padre tuvo siempre un sueño que no logró llevar a término. Este no fue otro que conseguir un buen conjunto de tierras donde hacer su pequeño reino y dar un origen a su recién creada estirpe. Era originario  de las tierras del señorío de las cinco Villas, concretamente de la villa de Riopar, de las que huyó deseando olvidar la pobreza y la injusta servidumbre y lograr para sus descendientes lo que para él no tuvo. sin sangre en las venas que sólo procuraban perpetuar sus privilegios. Antes de su muerte logré que el Gobernador de Cartagena me concediera unas tierras en agradecimiento por mis servicios y la ayuda económica que doné sin dudar ante la falta de caudales que debían llegar desde Santa Fe, lo que  por ley era llamado comúnmente “el situado”. La verdad es que se han pasado muchos apuros en la financiación de la defensa de toda esta costa y hemos tenido que arrimar el hombro muchos de los que algo teníamos en nuestros bolsillos.

- Entonces, además de Comerciante sois terrateniente.

- Bueno técnicamente si, pero no es mi vida eso de la tierra y su cultivo por lo que se encuentra en un estado de franco abandono. Realmente lo busqué por el sueño de mi padre y  deseaba que fuera mi hijo quien se hiciera con aquellas tierras, pero murió hace ya casi veinte años en el asedio del Barón de Pointis sobre nuestra ciudad. Mi hijo Carlos cayó en medio de último asalto a la ciudad vendiendo cara su derrota. Ahora tendría los 45 años y estoy seguro que mi vida sería la de un abuelo que solo vendería sonrisas para ellos, pero la es la vida la que dirime y ajusta la realidad como dictado verdadero de nuestro señor.

- No se aflija, don Arturo, sois vos por lo que veo un hombre respetado en la ciudad y de buena posición económica. Intente ver las cosas desde el costado positivo que lo malo sabe solo arribar a nuestro corazón sin llamadas previas.

- Gracias, Don Pedro. Tenéis razón, así que iremos al grano que no es otro que llevarles a vuestras mercedes en los próximos días a mi hacienda en Magangué. Esta a casi 25 leguas de Cartagena y estoy seguro que les encantará.

- Disculpad mi atrevimiento, señor De las Heras, mas soy campesino y sin caudal que ofrecer a vuestra excelencia. Estoy seguro de que será como vos decís pero no se qué es lo que deseáis pues mi mujer, mi hija y yo tan solo tenemos los brazos como pago.

- No os importune lo que digo, pues no busco braceros sino gentes de fiar y con deseos de hacer fortuna. De lo demás hablaremos en los próximos días que de todo han de poder todos tener su jornal, no lo dudéis nunca, Fabián.

Las cosas iban aclarándose, aunque no del todo para las de momento recelosas mentes de Fabián y Pedro, que se sentían en terreno desconocido y sin una base sobre la que apoyarse con la seguridad cargada al ciento. Daniel al escuchar las palabras “próximos días” se dio cuenta que ya él no estaría para ver y saber de lo ocurrido y un pequeño escalofrío le quebró el pecho por separase sin saber del bien de su madre y hermano, pero había de hacerlo y llegaba la hora de la despedida…




1 comentario:

Anónimo dijo...

Ay! Las mentes recelosas. Me llama la atención la imagen que adorna el post al final.¿Se podría saber a qué lugar pertenece?.