Viejos desiertos que grandes bocanadas de agua imaginaria tuvieron a bien otorgarme mientras desbrozaba tus sueños reales vividos entre los jerifes frente a enemigos como el turco, este real, o a tu hermano europeo oculto tras su vieja y falsa cara de civilizado sobrado de deseos por hacer “lo mismo” en los demás, eso sí, sin perder el "ápice", que siempre mantiene distinto lo que nunca deseaban que fuera igual.
Así os dejé a Feysal y a los tuyos en la lucha por unir la dicotomía entre la lealtad a unas reglas establecidas y esa misma hacia el ser interior que no es más que el propio yo con sus sueños y sus esperanzas. Mientras tanto la lluvia seca de la realidad impuesta iba calando sin sentir entre los poros de esta piel cuarteada y desgastada por lo pasado, por lo vivido y por lo machaconamente recordado en cada instante que la guardia del momento, agotada en su vigilar, daba paso a las mesnadas del pasado sobre sus ponzoñosas cabalgaduras de resentimientos y herrumbrosas heridas. Con tus trajes prestados en los que me pude hacer pasar de árabe dedicado al comercio neutral me fue sencillo alcanzar la ciudad santa. Desde esta, un transporte me dio el paso franco hasta Jedda, donde con los respetos mantenidos a fuego, en completa tensión sobre la visión del señor imaginario de los que allí acudían ahítos de lo que tantas almas llaman fe a lo que significa no querer saber la verdad, me planté en su puerto donde aguardaba mi navío en labores de carga escondido tras su rutinaria actividad para permitir mi acceso sin sospechas de los guardianes, AK-48 en mano, que flanqueaban la escala real por la que subir a bordo.
Sin graves problemas logré presentarme en el viejo carguero de nombre puro de mar exótica y oriental, Sea Dragon llevaban las amuras y su popa, contrastando su exótico nombre con el origen legal de mi hogar flotante, pues Panamá era este aunque el frescor de la pintura permitía aún distinguir el anterior nombre que no era otro que Cádiz, tampoco este era oriental, pero si algo más cercano al corazón que con ritmo suave bombeaba en mi interior. Cargados hasta los topes de contendores, nos esperaba el estrecho de Bab-Al Mandab por el que salir a mar abierto previo permiso de quienes reinan en su inicio, personajes a los que mejor no nombrar por si se daban por llamados y mil cadenas sin piedad cayesen entonces sobre nuestras ansias de libertad sentida.
Nuestro dragón marino, viejo cascarón que en otros tiempos portó el nombre de recia virgen aragonesa en su matrícula, daba los 20 nudos sobre un Mar llamado Rojo, que en realidad llevaba el azul celeste como tinte en sus infinitas gotas moteadas por intermitentes trazos de blanco que el pincel de los vientos gustaba de trazar desde los sures libertarios encañonandos sus soplidos a través del estrecho 600 millas mas al sur. Años atrás superaba los 25 nudos sin pudor con la temeridad de la juventud y la inexperiencia que te regala la convicción adornada por el ideal y la ilusión. Ahora aquellos 20 nudos eran muchos nudos, pues aunque los antiguos 25 pudiera dar nunca lo hará ya porque es el trayecto lo que en verdad importa y la llegada tan solo es el final.
Amanecer del siguiente día y el estrecho se mostraba claro sobre la proa, como siempre en semejante embudo natural, decenas de hermanos en ambos sentidos trataban de alcanzar los unos la libertad de no tener límites y los otros la seguridad de sentirlos próximos a sus costados como referencia y freno con el que sus dudas neutralizar. Con precaución tomamos el canal mayor, que es el que al oeste se encuentra besando sus aguas el África de los desiertos, donde cuentan las leyendas sagradas o populares que reinaba la mujer que embelesó a Salomón. Otros niegan esto y la ubican al este, es esto algo que no me importa pues es mi imaginación la que gobierna y creo imaginar en sus costas africanas a esa mujer que como tantas supo encontrar en el hombre lo que el mismo no es capaz de distinguir sin más.
Aire húmedo, aire cálido que en andanadas nos anunciaba el inminente Indico, el enorme mar de cuadrantes ignorados con la única opción que la de atravesarlos para detenernos sin objeto establecido en cualquier isla, playa, puerto, o simplemente para vivir entre sus olas y sus vientos la propia experiencia de vivir sin otra espera y meta que tal momento infinito.
Un golpe de viento, una corriente inesperada y mi dragón marino se vio frenado en su acompasado andar con rumbo sur justo al encarar el estrecho, se podían distinguir a la perfección los destellos de los faros y balizas de tráfico a ambas bandas del buque que inesperadamente se detuvo. El zumbido de las máquinas dejó de sonar, la arrancada del dragón marino fue poco a poco perdiendo su poder y quedamos a merced del viento, las corrientes y el viejo arbitrio de nuestro señor y divino Dios Poseidón. Desorientado por la parada inesperada, disperso por no saber qué decisión habría de ser la correcta y con el temor de tomar en aquél momento la que fuera fatal barco y alma fuimos poco a poco abatiendo hacía un pequeño grupo de islotes e islas sin otra vida que la que los pescadores les otorgaban como lugar de descanso en las largas jornadas de su trabajo.
En la carta dos nombres las definían, Sawabi era uno de ellos, mas el que a mí me dio razones para hacer de aquel lugar un apostadero donde dejar mi buque y el ánimo fondeado durante algún tiempo hasta que las corrientes y vientos ahora paralizados volvieran a su natural fluir no era otro nombre que las islas de los siete hermanos. Con pericia y percibiendo quizá algún que otro auxilio desde el juguetón Eolo y sus vientos logramos, mi barco largar su ferro a sotavento en la isla mayor y mi ánimo guardarse sobre la misma ladera a sotavento desde la que ver las blancas arenas de las playas y las montañas brillantes al sol del Djibouti en el que esperar nuevos vientos y mejores corrientes para continuar esta partida por el momento interrumpida.
Islas Sawabi (de los siete hermanos). 15 de febrero de 2010.
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