sábado, 6 de febrero de 2010

3ª carta. Muanda - Azores - Filadelfia


Más de 2.500 millas me separan de Filadelfia y sus campanas. Viejo bronce que cantó a fuego vivo por la libertad de quienes lograron sentirse así sin necesidad de bendición paterna por britana y poderosa que esta fuera. Fáciles parecieron las millas desde Muanda al otro lado del paralelo ecuatorial donde viejas sensaciones con suavidad se fueron encastrando de nuevo entre los pliegues de mi alma,  poco a poco perdiendo el tacto de pergamino para ganar humedad y frescor con cada golpe de mar que se ha ido abrazando a mi barco en cada jornada de navegación.

Pero la calma disfrazada entre golpes de mar y soplidos irredentos de los sempiternos alisios se percibe ya pronta a fugarse con algún viento casquivano que, con falsas promesas logró engatusarla para ya nunca volver a llamarse así. Así surgieron vientos de poniente desde el viejo reino del oeste, poderoso como su contrario, tal y como el viejo Conrad decía que eran y son dos, el rey de los vientos de este y su enemigo del oeste, mientras los principitos del norte y sur nada podrían jamás con ellos en su pequeñez de miras y deseos. Vientos del oeste que rudos y feroces con el frio propio recogido del Ártico mezclados de las humedades recogidas en su periplo por el océano, como hordas salvajes en bocanadas de aire se plantaban ante mi proa reduciendo la marcha, logrando retener el objeto de camino que no es otro que ganar millas sobre la partida con la misma decisión.


Viento que en su rugir arrastró al fin a la mar haciendo de la mar tendida un juguete de la mar de viento en verdad esta de peligro y prevención. La Vida no va en la llegada sino en la travesía tras la partida y con tal argumento el pálpito de mi gastado corazón dio por moderar en su cadencia para como junco permitir que la furia se calmase a si misma entre huracán y tornado, entre espuma y roción  inundando al mismo tiempo  mis ojos que, como verdadero puente de gobierno mantenían guardia y atención sin otra espera que la calma mientras continuaba sin demora la navegación, quizá insegura, quizá temblorosa pero al fin y al cabo camino vital que sin millas por ganar deseaba recuperar al menos la correcta orientación.

Duros golpes de mar, silenciosos y expectantes  en su pasivo golpear, ayudados por un viento continuo y tan falso como virtual que no es otra cosa que creer en lo que le parece bien al que allí no está. Golpes que retumbando sobre un corazón arrastrando en su andar al enorme barco como cuerpo completo sin el que era imposible su navegar iban dañando el cuerpo de mi nave, temblores desde el interior que a las grúas como manos hacia vibrar por verse faltos de mar sobre la que navegar. Maniobraba cada diez horas para dejar en facha la nave y así poder los daños calibrar, maniobra que sentía vacía sin otra nave aliada que confirme lo que uno mismo podía valorar. En silencio los golpes de la misma mar pasivos continuaban en su lento golpear, mientras su viento cada tiempo más flojo se percibía en fuerza y verdadero soplar.

Señales de otros barcos en auxilio escuchaba en mi  equipo de transmisión más mi propia vida a flote debía de mantener y tan sólo su escucha y recepción era posible. Mientras tanto, tubos, máquinas, regalas, escalas, y mil cosas más que brillantes habían hecho de mi nave ser orgullo en mil puertos, era devorado por la furia del viejo mar de la incomprensión. A cada maniobra para salir sobre la piel de mi metálico cuerpo y ver,  que suele ser también sentir, los daños un punzón corría más cerca del corazón sin poder hacer ya otra cosa que mantener rumbo destino y avanzar lo posible en la posición. Claras parecían las condiciones  para conservar a salvo el rumbo con la vida clavada sobre la máquina para mantener gobierno sobre la embarcación. Mientras la mar, pacífica tantas lunas en otras latitudes con buenos soles y mejores puertos de abrigo, no cedía en su esfuerzo tenaz y sin valor,  de silencioso  combate sin otro aliado que un viento que moría en la propia extenuación de saber baldío tal esfuerzo por detener para siempre a mi embarcación.

Sobre el alerón de babor, mi alerón, sobre el que tantas veces soñé con ese mar cálido en el que poder humedecer mi piel, mantenía absorto la mirada sobre la naturaleza trasformada en su propio ser. Había que seguir, había que aguantar y sufrir. Todo por sobrevivir.



Océano Atlántico, 40º 16´N  32º 54´W, 6 de febrero de 2010

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