jueves, 18 de febrero de 2010

No habrá montaña mas alta... (52)


"Mientras  esperan mis huesos en una de las islas de los siete hermanos, Islas de sawabi para los que allí habitan, vuelvo con la venia de los que esto leen a relatar lo que había quedado interrumpido entre la separación los dos hermanos. El uno a borodo de la flota del tesoro hacia Portobelo, mientras su hermano menor esperaba en Cartagena las buenas nuevas de Pedro león y Fabíán que en Magangue encontraron tierra de pormisión aunque  con un ligero entreverado de malos sentimientos  junto a orgullos desmedidos.

Como les digo, con vuestra venia mis respetados y deseados lectores continua con esta  historia..."

…Don Beltrán de Garralda no era un colono más de aquellos que arribaban a las verdaderas tierras de promisión que en aquellos años fueron las tierras de Nueva Granada, desde Puerto Cabello, Santa Marta y la misma Cartagena con ganas de labrarse un futuro vedado en la vieja España de la vieja Europa donde los viejos modos mantenían los estratos de la sociedad petrificados como viejo magma frio e inmóvil. Don Beltrán llegó desde el sur, desde Santa Fé y antes desde el puerto de El Callao donde no pudo hacerse el sitio que él a sí mismo se consideraba merecedor por ser caballero e hidalgo español sin más honra que esa, con la que quizá centurias atrás hubiera sido más que suficiente su ascenso a las alturas sociales de la pequeña sociedad del virreinato, pero en los albores del siglo XVIII con la nueva dinastía deseosa de dar alas a un ave Fénix que no encontraba cielo que surcar, hacía falta algo más que un apellido de teórica ilustre ascendencia para medrar en la España del otro hemisferio.

Fracasados sus intentos en ambas villa, a duras penas logró del gobernador de Santa Fe una vieja encomienda ya en desuso por la que establecer “hacienda agrícola e ingenio textil” entre las tierras de Santa Fe y Cartagena con el objeto de atraer y crear nuevos lugares donde fundar villas y crear riquezas para el reino y sus súbditos. Don Beltrán no era hombre instruido ni despierto para tal misión, cosas que compensaba, si de tal forma se puede expresar tal argumento, con su enérgica y despótica forma de gobernar almas y haciendas a su servicio. Tal cosa fue lo único que pudo encontrar de “útil” en su carácter el gobernador de Santa Fe, que con él y tras él endosó a un visionario jesuita de nombre Benigno Arriaga; personaje de fanático carácter que comenzaba a “molestar” entre las conciencias de las gentes de la alta sociedad criolla y peninsular que allí controlaban la ciudad y sus territorios.

El gobernador mataba de esta guisa dos pájaros de un tiro de mosquete, y en verdad que podemos pensar que el beneficio para sí era también potencialmente válido para quien topase Don Beltrán más al norte, pues Benigno Arriaga era digno miembro de la orden religioso militar, y no se iba a amilanar ante cualquier desmán contra los hijos de esa tierra tantas veces maltratados por quienes decían ser sus protectores. Así, el orgulloso Beltrán de Garralda partió con su séquito humilde y sumiso hacia el norte del todavía virreinato del Perú mientras su enhiesta espalda apuntaba a los cielos que trataban de apartarse de tal señal. Su pelo tan rojo como la ira profunda que destilaba su mirada, piel blanca más propia de hijo de flamenco, castigada por el sol inclemente sin exclusiones de clase, firme una mano a las riendas y otra al rebenque con el que castigar a la vieja usanza los “errores” de sus encomendados, dibujaba la punta de lanza del séquito acompañado del guía que comenzaba su marcha, mientras el jesuita cerraba tal comitiva tal y como lo dispuso el gobernador.

Benigno Arriaga era un jesuita que tras casi diez años en las misiones más al sur, junto al rio Paraná, fue expulsado diríamos que de forma amable por sus superiores de la orden al haber provocado enfrentamientos indeseados con terratenientes que tal cosa buscaban sin éxito, pues hasta que Benigno Arriaga no se tomó la justicia por su mano confundiéndola con la de Dios nada habían logrado sobre la Misión de San Ignacio Miní o pequeña. Fue gracias a que, tras tantos años de sufrimientos provocados por los bandeirantes que llegaban en hordas impías desde Sao Paulo, lograban mantener un estricto orden militar en las reducciones jesuíticas como consiguieron mantener a raya a semejante coalición de terratenientes y bandeirantes. En cuanto la situación quedo estable decidieron enviar a Benigno al sur siguiendo el rio Paraná hasta dar con la estancia recién fundada por la orden en San Nicolás donde se haría con el duro trabajo de mantener la granja que daba el sostén al colegió de La Inmaculada de la misma orden. Fanático y sobre todo tan orgulloso como Don Beltrán de Garralda, no tuvo más remedio que aceptar tal destino de primer envite, mas en cuanto el Paraná le permitió perder la vista de la reducción fue su destino y decisión el de ganarle leguas al sur y con su innegable y particular modo de verter el bien donde tan falto se hallaba fue ganándose una nueva vida que su hábito de jesuita y la lejanía con los poderes de su orden le permitió hacerle un sitio respetable en su camino por encontrar la que consideraba su divina misión, que en el reflejo de Don Beltrán había dado por encontrar.

Así pues, el gobernador de Santa Fé, quitábase un problema doble enviado una doble andanada a la inocente hasta entonces villa de Magangue. Fue en esta villa donde Don Beltrán se estableció mientras encontraba los terrenos que estimaba de su propiedad y que nadie supo oponer argumento cuando así lo hizo público. Tan solo Don Arturo acudió a marcar terrenos y libertades sobre los terratenientes que habían sido avisados por el párroco Don Ramiro. Viejo vicario de Cristo que veía peligrar el inestable equilibrio mantenido en aquella sociedad verdaderamente desigual en su trato, aunque para su momento histórico defendible con solo hacer una leve comparación saltando el viejo Caribe y topando los pies de cualquiera en las tierras del mismo rey Jorge II de Inglaterra.

Don Ramiro recogió con fraterna camaradería al jesuita con el que deseaba hacer buena compaña y elevar las condiciones morales y materiales de sus feligreses pero Benigno Arriaga no casaba con los deseos de su temporal protector y en pocas semanas el temporal se desató sin lugar a refugio. Benigno dejó a Don Ramiro en su pequeña parroquia con el temor de saber que no es bueno entrar por el frente al poderoso pues es causa futura de dolor segura y de cien el ciento sobre el débil. Benigno Arriaga comenzó la construcción de un pequeño edificio a modo de monasterio de reducidas dimensiones y en verdad basto en su pulimento. Más bien asemejaban sus muros y techumbre a refugio de bestias con la suciedad y el cochambre propio de tales lugares. Pero su forma pasional de defender la igualdad de los hombres, su tenaz y fanática voluntad alcanzó a reclutar a muchos de los indios que en verdad tenían razones para asumir los postulados por sus desgracias y sufrimientos “otorgados” por quienes decían encomendar su guarda y bienestar. Don Arturo dejó hacia casi una año en tal estado que no predecían nada que a buen puerto llevara almas, ilusiones y en definitiva vidas…



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