… La tarde corrió como fragata furiosa corriendo la mar a un largo con todo el trapo largado al completo, tensas sus escotas al viento propio de las ganas de vivir que la empuja desde la aleta. Ejercicios y pruebas de artillería con andanadas ficticias fue la actividad encomendada a la tripulación siempre bajo las órdenes del segundo y contemplada por entero por su comandante; era un verdadero objetivo el reducir el tiempo entre cada disparo, algo que bien sabían los britanos hacer y que por desgracia siempre llevaríamos la lengua fuera en tal asunto durante la centuria. Como digo fue una tarde corta por la intensa actividad fortalecida por la ilusión de un evento lúdico de semejante magnitud para ambos, aunque esto llevara a su dotación a recordar los santos y las madres de ambos oficiales por el apretón entre carreras y disparos de pega bajo el cartagenero sol de febrero.
Por fin la hora llegó; acicalados y bien bruñidos como sus propios sables, con los uniformes más vistosos que guardaban para las grandes ocasiones tanto de combate como de galanteo, encaminaron sus pasos al nacimiento del malecón donde los esperaba una calesa que los llevaría a las cercanías de una pedanía llamada Pozo Dulce a legua y media del puerto. La hacienda de Don Antonio de Mendoza era un enorme conjunto compuesto de tres edificios que pretendían conformar un gran palacete, aunque se podrían adivinar por cualquiera que eran tres antiguas edificaciones arregladas por quien obtuvo dineros rápidos y quizá por ello suponemos de alguna manera ilícitos moralmente, pues escarbando en su origen podíase uno encontrar con la sangre de sus propios compatriotas en plena guerra de sucesión. Apostó este hombre por la opción del Borbón contra el pretendiente austriaco y ganó el cielo de las prebendas reales con la proclamación de nuestro monarca Don Felipe al fin.
De tal guisa y con tal ventaja sobre sus competidores, hay que reconocer también que por su amplitud de miras, Don Antonio supo estar a la altura dando siempre un poco más de lo que en cada momento escaseaba, pues sabía que los réditos serían ingentes en un reino donde la miseria flotante escondía bajo sus aguas una inmensa riqueza por la que resistir para hacerse con ella.
Así nos encontramos el 5 de febrero de 1730 con un hombre ya rayando los 65 años al que tan sólo le preocupaban dos cosas, acumular más riquezas y los destinos felices de sus dos hijas ya con los 20 años en ciernes y sin un buen partido con el que engastar su apellido y ralea. Pero alcancemos a nuestros dos ilusionados marinos que acababan de salir de Cartagena y alcanzaban la pedanía de Pozo Dulce donde en su pequeña extensión como villorrio se podía percibir que su actividad en esos instantes superaba al puro tedio rutinario de cada jornada. Las verjas que cercaban los dominios de Don Antonio estaban engalanadas con faroles y cordeles de tela vistosos que abrieron los ojos de la expectación de ambos imberbes en el trajín habitual de la vida cortesana. Desde la puerta un lacayo a pie acompañó a la calesa hasta el lugar donde les esperaban dos mujeres, la una era una mujer ya madura en su edad que de seguro sería la anfitriona, mientras que la joven que la acompañaba a todas luces debía ser una criada del servicio, y digo esto por las extremas diferencias entre ambas en su aspecto. La señora, de tez blanca como las nieves que no encontraban sitio en aquellos lares, de alta estatura y pelo claro, mientras a su vera la joven de un moreno racial, propio del sol y las latitudes, delgadas ambas y de buen talle con la propia belleza que da la juventud en la segunda. La sorpresa vendría mas tarde con algo tan sencillo y simple como ver cumplida la frase tantas veces escuchada de “las apariencias engañan”. Segisfredo entretanto no pudo aguantarse a la vista de las que creían señora y criada
- Mi querido y respetado capitán, ¿no será tal recepción una base de espías britanos? Que tal fémina parece mismamente prima del mismo Jorge I.
- Déjate de bromas y muéstrate con el respeto propio de los que portamos este uniforme.
Daniel se sentía nervioso pues para él era algo más, era el comandante de un pequeño navío, correo de la real Armada, pero al fin y al cabo era un comandante y no estaba muy ducho en la forma de representar tal papel con soltura fuera de la vida castrense. Al fin llegaron y al bajar, las risas y bromas anteriores de Segisfredo Cefontes, se tornaron en leves temblores con la incapacidad a articular palabra ni cerrar su boca tras la recepción.
- ¡Don Daniel Fueyo y Liébana y Don Segisfredo Cefontes y Toribios, Comandante y segundo del Correo “Santa Rosa”!
El lacayo los presentó como si entrasen en la cámara real. Tras este rimbombante acto una voz en un español extraño con acento inglés les respondió
- Sean bienvenidos a esta humilde morada de mi esposo Don Antonio de Mendoza, desde este momento me tiene a su disposición como su anfitriona, mi nombre es Doña Marie Dogherty, esta es mi hija Maria Jesús de Mendoza. Será ella la que les acompañe hasta el jardín donde se encontrarán con el resto de invitados a nuestra fiesta de despedida. Sean bienvenidos de nuevo y consideren esta humilde hacienda como suya durante la celebración.
Con un gesto Daniel y Segisfredo recogieron el discurso de bienvenida y se dejaron acompañar por Maria Jesús. Segisfredo había mudado el gesto, sus pálpitos, caprichosos en su ritmo se quedaron, pasando del intenso al calmo como la propia mar se comporta sin explicación ni excusa ante dioses y humanos. Con una maniobra podríamos decir que de perfecta ejecución marinera ganó el barlovento sobre la joven dejando sotaventeado y algo aturdido a su comandante y amigo, que se percató de la situación.
- Es un honor para nosotros que los marinos de su majestad acudan a nuestra fiesta de despedida. Perdonen mi desconocimiento pero si no entiendo mal vuestras mercedes no son de la base naval.
- Tenéis razón…
- ¡Así es, pertenecemos al departamento naval de Cádiz y hacemos las rutas de comunicación entre los tres departamentos y las Canarias como correo de la Real Armada…!
- Segundo, haga el favor de calmarse que nuestra anfitriona no le va a entender de lo rápido que larga palabras sobre espacios.
Una risa casi imperceptible brotó de su fina boca que remataba la piel morena de un brillo diamantino que hasta entonces había Segisfredo nunca encontrado en su alocado devenir, o quizá si, mas la herida que en pocos segundos parecía haberse desgarrado en su corazón le hacía sentir tal cosa. Sus ojos de un verde que parecían simas profundas y brillantes por un sol que se zambullía hasta alcanzar el fondo interminable de aquella mirada se habían clavado en la del segundo del Santa Rosa sin lugar a posible zafa. Su andar suave sobre unos imaginados zapatos de tacón bajo completaban el levitar en la mirada de Segisfredo, mientras el corsé tirante como escota sobre aparejo en pleno temporal resaltaban el busto y marcaban un talle que pretendía la moda en uso minúsculo sin conseguirlo del todo. El color ligeramente pardo del vestido con estampados en claros colores daba con el contraste de su piel y resaltaban sus dos linternas averdosadas clavadas de forma intermitente pero intensa en los de Segisfredo.
Al final llegaron al jardín donde se celebraba la fiesta, la noche aún no anunciaba su llegada pero se sabía de su puntualidad, por lo que una infinidad de hachas crepitando poblaban el césped como un pequeño bosque de titilantes estrellas aún sin ganar su partida, pues era el Sol quien todavía comandaba el evento. Un escenario remataba las múltiples mesas con viandas y bebidas al instante repuestas por un ingente personal de servicio, que era allí donde se mostraba y demostraba el poderío entre los cortesanos ávidos de apariencia.
Con sendas copas de buen vino quedaron ambos observando el ambiente, buscando Daniel al comandante de la plaza naval a quien debía el saludo. Mientras Segisfredo se mantenía mudo y sin otra razón en esos momentos que seguir con la mirada los derroteros de aquella nave que parecía ser la de su propia vida. Maria Jesús de Mendoza los dejó ante algunos compañeros de la base naval mientras acudía presta a sus quehaceres de anfitriona con su madre en la recepción de los invitados.
- Segis, estas mas blanco que la anfitriona. No te veo con alas ni arrancada para mostrarme tus artes en el dulce océano de la galantería. ¿Estás bien?
No sentía su amigo deseos de contestar, solo de sacudir sus pensamientos la imagen de aquella joven, de sus ojos clavados en él sin poder hacerlo ni siquiera un segundo. Sentía algo que no podía explicar y no se atrevía a imaginar hacerlo siquiera a su amigo, pero Daniel Fueyo en su escasa vida en el sentir y amar tenía algo que su mejor amigo no, la capacidad de percibir el amor sin necesidad de encontrar razón para ello, puro secreto inconfesable que ligado a la intuición le permitía ver, padecer y disfrutar tal sentimiento en él mismo y en sus cercanos.
- …Nada, nada. No se Daniel, no sé qué me pasa, debe de ser este sol cartagenero que me está derritiendo los sesos. Bebamos de los caldos que tiene a bien el anfitrión poder a disposición a ver si así entra este segundo vuestro en acción.
- Segis, que no me la da vuestra merced. Creo que tanto burlador, tanto príncipe del galanteo ha quedado en varada. Creo que la caza ha sido mas corta de lo que soñarais vos jamás. ¡ja, ja, ja!
- ¡No digas sandeces! ¡ Van los escudos de esta jornada hasta Cádiz que algún día tenga cobrados a que tras remojar nuestros gaznates disfrutamos de compañía femenina como mandan las ordenanzas!
En eso estaban, apuestas y bravuconadas cuando la herida se abrió aún más
- Perdonadme de nuevo. Caballeros me gustaría presentar a vuestras mercedes a mi padre, Don Antonio de Mendoza y a mi hermana Elvira…
1 comentario:
Y se gesta un segundo libro, un gran sueño que volará muy pronto.
Felicitaciones.
Un abrazo.
Alicia
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